jueves, 26 de septiembre de 2013

El Éxodo 3 - Yahvé, el que Es

La imagen de Dios


Cuando Moisés desciende del monte sagrado tras pasar cuarenta días en oración, recibiendo la ley divina, se encuentra con que el pueblo se ha cansado de esperar. Bajo la dirección de Aarón, los artesanos han forjado un becerro de oro como imagen de Dios y todos le están rindiendo homenaje entre festejos y algazara.

Moisés se enfurece, tanto, que rompe las tablas en las que inscribió la Ley. Y después exige lealtad a Dios. El pueblo se divide en dos bandos y se produce una matanza. Finalmente, Moisés ordena destruir el becerro, castiga al pueblo haciéndole beber agua con sus cenizas y vuelve a grabar la Ley en unas nuevas tablas que, esta vez, todos aceptan, con arrepentimiento.

De nuevo nos encontramos con un episodio violento, contradictorio y de difícil aceptación para el lector de hoy. En primer lugar, por su intolerancia. En segundo lugar porque, ¿no es natural que el hombre busque una imagen o un símbolo palpable para adorar a la divinidad? Este Dios sin rostro, sin cuerpo, sin representaciones físicas, ¿no resulta demasiado lejano y abstracto?

Nos encontramos con otro relato simbólico que quiere transmitir una enseñanza. J. L. Ska explica que el verdadero conflicto detrás del becerro de oro está en la concepción de Dios. Fijar a Dios en una imagen visible es condicionarlo y, de alguna manera, poseerlo y manipularlo. Se trata de una visión de Dios estática y, por tanto, limitada. El Dios que no puede ser representado encarna una concepción de Dios dinámica. Dios siempre tiene salidas inesperadas. No es un ídolo, ligado a una imagen o a un lugar, sino una persona viva que decide libremente. El pueblo no debe adorar un ídolo, debe recordar una historia y una misión cuya actualidad es permanente.

En este episodio también podemos leer la lucha entre dos tendencias que desgarraron el pueblo israelita durante siglos: la de adoptar los dioses cananeos y sus ritos agrarios y la de permanecer fieles al Dios único y trascendente. Algunos autores hablan de una guerra civil religiosa en el mismo seno de la comunidad israelita, en la cual prevaleció, finalmente, la fe en Yahvé.

Pero, ahora, veamos quién es este Dios.

El Dios de los padres


La fe en un solo Dios, personal, que acompaña y protege, se fue forjando a lo largo de los siglos, tomando elementos de las otras religiones del entorno. En el Éxodo se nos presenta oficialmente a Dios: la teofanía ante  Moisés, en la zarza ardiente (Éxodo, 3).

Y, ¿cómo se presenta Dios? Con palabras y expresiones enigmáticas que pueden encerrar muchos significados. El texto hebreo original posee una riqueza y juega con los conceptos y la fonética de una manera que nuestras traducciones no pueden captar.

Al ver Yahvé que dejaba el camino para mirar, Dios lo llamó desde la zarza: ¡Moisés, Moisés! Él respondió: Aquí me tienes. Dijo: No te acerques. Descálzate, porque el lugar que pisas es tierra sagrada. Y añadió: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Moisés se cubrió la cara, porque no osaba mirar a Dios. (Éx 3, 4-6)

En primer lugar, Dios se presenta como el Dios de los padres, de Abraham, Isaac y Jacob. Evidentemente, esta frase enlaza con la tradición patriarcal y nos viene a decir que es la divinidad en la que han creído los antepasados del pueblo. No es un extraño; siempre ha estado con ellos. Con esto, el autor quiere recalcar una continuidad y un arraigo muy antiguo de la fe en Dios.

Entonces Dios dijo: He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído el clamor por sus capataces. He escuchado su dolor. Bajaré, pues, para liberarlo de las manos de los egipcios y hacerlo subir desde ese país a una tierra buena y amplia, una tierra que mana leche y miel, el lugar de los cananeos, los hititas, los amorreos, los fereceos, los heveos y los jebuseos. Ahora que el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí, y he visto la opresión con que los tratan en Egipto, yo te envío al faraón para que hagas salir de Egipto a mi pueblo, los israelitas. (Ex 3, 7-10)

En segundo lugar, ya vemos que este Dios es activo. Los biblistas remarcan los verbos de este párrafo: ver, escuchar, bajar, liberar, hacer subir… Dios no es un ser lejano e impasible ante el sufrimiento humano. Se hace cargo del dolor de su pueblo. Escucha. Y actúa. Pero, ¿cómo? Enviando a un hombre: «Yo te envío al faraón…». Dios actúa con manos humanas.

Y esto es importante: todo encuentro, toda manifestación de Dios, va acompañada de una misión. Es más que una experiencia mística o una revelación, es una llamada. De nuevo nos encontramos aquí con la imagen dinámica de Dios.

Como humano falible y asustado, Moisés pone objeciones. ¿Quién es él para ir a los israelitas y al faraón? No tiene autoridad, no tiene poder, es un desconocido, no le creerán, ni siquiera sabe hablar bien, protesta. Dios va replicando a todas las objeciones, primero con paciencia, al final con irritación un tanto humana. Moisés no necesita preocuparse: Dios estará con él y le dará la fuerza, la autoridad, el apoyo necesario y la compañía de su hermano Aarón, buen orador, para que cumpla su misión con éxito (ver las objeciones y las respuestas de Dios en Éx 3, 11-22 y 4, 1-17).

Yahvé, El que Es


Moisés dijo entonces a Dios: Está bien. Voy a encontrar a los israelitas y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Pero, si me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé? Entonces Dios dijo a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así hablarás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros. Dios dijo aún a Moisés: Así hablarás a los israelitas: Yahvé, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre… (Éx 3, 13-15).

Hemos visto que en la respuesta de Dios hay una continuidad: es el Dios de los padres… Pero también hay una novedad. En este fragmento aparece el misterio del nombre de Dios. Antes de profundizar en el texto hay que recordar que el nombre, en las culturas antiguas, expresa la realidad de la persona. Saber el nombre de alguien significa en cierto modo poseer, tener la capacidad para influir o dominar a esa persona.  Dar el nombre no es algo baladí.

Y Dios parece que esquiva la respuesta. ¿Qué podemos decir de este Yo soy el que soy?

Los biblistas dan varias explicaciones (recogidas por Rafael de Sivatte):
  • Evasiva: Dios no da su nombre, pues no será manipulado ni dominado por nadie.
  • Ontológica: soy el que es por sí mismo, sin necesidad de nadie.
  • Causativa: soy el que causa la existencia de todos los seres. Esto vendría a raíz de una traducción más ajustada de la expresión hebrea: yo soy el que resulta ser.
  • Salvífica: estoy en la historia para salvar. Estaré contigo.
  • Escatológica: estaré siempre presente en la historia.


Se sabe que los nómadas de Arabia en ciertas regiones veneraban a un dios local llamado Yahu, algo así como el espíritu de la vida, y una teoría muy atractiva explica que de ese nombre pudo derivarse Yahvé. Según esta teoría, los autores bíblicos, muy dados a los juegos de palabras, utilizaron las letras de Yahu para identificarlas con la expresión Yahwe asher yahwe, «él es el que es» o «el que resulta ser» y así darle un sentido ontológico y profundo al nombre.

Sea como sea, es a partir del éxodo que Yahvé recibe este nombre. Nombre que los hebreos no podían pronunciar, por ser tan santo. En su lugar, utilizaban el término Adonai, el Señor.

Tres teorías


Los estudiosos han intentado explicar el nacimiento de esta fe en Yahvé de muchas maneras. Algunas teorías ya las hemos visto. Resumiendo, las principales son tres líneas:
  • La teoría evolucionista: el Dios de Israel es una evolución depurada de los dioses cananeos, como El y Baal. Ventajas: explica las similitudes entre estos y la imagen de Dios, sus nombres (El Shaddai, El Roí, El Olam, El Elyon…), sus atributos y su culto (descentralizado, en santuarios elevados) reflejados en muchos pasajes bíblicos.
  • La teoría revolucionaria de Kaufmann: el Dios de Israel supone una ruptura con las religiones de su entorno, por su concepción radicalmente distinta de la divinidad y su relación con el hombre. Ventajas: explica muy bien las diferencias sustanciales entre la fe de Israel y la de los pueblos vecinos.
  • Como las dos anteriores teorías no agotan ni explican de forma concluyente el origen del monoteísmo yahvista, Mark S. Smith y otros autores abrieron una tercera vía, la de la convergencia-diferenciación. El Dios Yahvé procede de alguna región al sur de Judá y se integra con los dioses y el culto cananeos en un proceso de convergencia. A partir de cierto momento, algunos grupos ―israelitas― rechazan esta convergencia y buscan la diferenciación, la unicidad de Yahvé y su exclusividad. Ambas tendencias vivieron una larga pugna y, finalmente, la corriente yahvista prevaleció.

Esta última teoría recoge lo más sólido de las dos anteriores y explica tanto las similitudes como las diferencias entre Dios-Yahvé y los dioses cananeos, así como el debate interno que también se refleja en la Biblia entre la religiosidad cananea y el yahvismo.

Pero… ¿cuál es el origen de todo esto?


Ahora bien, lo fascinante quizás no sea tanto lo que ocurrió, sino intentar averiguar por qué y cómo sucedió. ¿Por qué este grupo de fieles creyentes en Yahvé no se asimiló totalmente con los cananeos? ¿Qué le hizo conservar su fe? ¿De dónde nació la experiencia que dio a luz a la creencia firme en Yahvé, El que Es? ¿Fue simple orgullo de casta, una tradición, una cuestión de poder político? ¿O hubo en su origen una vivencia real, auténticamente liberadora, hondamente arraigada en la memoria de la comunidad?

Si trazamos un paralelo con el Nuevo Testamento quizás podamos atisbar algo más. Así como el Antiguo se estructura en torno a un anuncio liberador ―Dios nos sacó de Egipto y nos llevó a la tierra― el Nuevo también se desarrolla a partir de otro anuncio, no menos asombroso y también liberador ―Jesús es el Hijo de Dios, murió a manos de los hombres y ha resucitado―. En el Nuevo Testamento, cuyo contexto y personajes están bien documentados, todo comienza a partir de la experiencia de un grupo de discípulos en sus encuentros con Jesús vivo tras la muerte. Tanto si el lector cree o no en la resurrección de Cristo, es innegable que los apóstoles pasaron por una vivencia hondísima que los marcó de forma indeleble, cambió sus vidas, los lanzó a predicar el evangelio y giró el rumbo de la historia. El Nuevo Testamento es el relato de esa noticia.

Pues bien, ¿por qué no pensar que el anuncio del Antiguo Testamento esté basado en otro hecho real? Fuera o no la liberación de Egipto, o fuera algún hecho mucho más modesto que lo narrado por la épica bíblica, algo tuvo que ocurrir a alguien para que una revolución religiosa y cultural de tal calibre diera comienzo. Y ese algo se nos relata como una de las más bellas experiencias místicas recogidas en la literatura: en forma de voz que habla desde una zarza ardiendo…


Un anuncio, una noticia, un hecho que se escapa a los planes humanos y que manifiesta la acción de Dios en la historia, se convierte en el detonante de un gran relato que se convierte en símbolo del camino de todo hombre, de toda mujer, en búsqueda de sí mismo y abierto a la sorpresa del encuentro con el Ser trascendente.

jueves, 19 de septiembre de 2013

El Éxodo 2 - La liberación

La historia del Éxodo


Dos hitos marcan el nacimiento del pueblo de Israel: la salida de Egipto ―el éxodo―y la alianza en el monte sagrado.

En la salida se incluye la historia de Moisés, el relato de su vocación, su presentación ante los suyos y ante el faraón y los prodigios que Dios obra ante el rey egipcio para que éste deje salir al pueblo. Estos prodigios son de tipo mágico (ante los sacerdotes) y de tipo natural (las plagas).

La Biblia y la religión hebrea tienden a rechazar la magia y los portentos. La intención de los autores bíblicos no es presentarnos a un Dios mago o milagrero. Los prodigios y las plagas son señales de su divinidad: indican que su poder es superior a la magia humana ―equiparada a superchería― y también a las fuerzas de la naturaleza ―divinizadas en otras religiones―.

En el acto liberador hay dos factores clave: el primero es la voluntad de Dios de sacar a su pueblo de Egipto y llevarlo a la tierra prometida. Dios se revela como señor de la historia, superior a todos los reyes y emperadores y por encima del reino natural. Pero, al mismo tiempo, la liberación no se realiza directamente por su mano, sino a través de seres humanos, tan humanos, falibles y a veces tan vacilantes como Moisés y su hermano Aarón. Es decir: Dios escribe la historia, pero la escribe con manos humanas. El Ser divino y el ser humano se convierten en cooperadores.

Moisés


Moisés, la figura más importante del Antiguo Testamento, es un personaje que despierta pasiones y controversias. Como los mismos hechos que protagoniza, su existencia es puesta en tela de juicio por unos y sostenida como real por otros. Creo que una posición razonable es pensar que, efectivamente, existió un líder que guió a unas tribus semitas en un momento de su historia, y cuya memoria perduró en el pueblo. Debió ser lo bastante significativo como para que los autores bíblicos hayan construido un monumento literario entorno a su persona. Pero también hay que pensar que el personaje está dibujado con tintes épicos y su historia recubierta de un halo de leyenda.

Veamos los aspectos literarios del personaje:
  • Su nacimiento y abandono en las aguas del Nilo. Recuerda al de muchos personajes de la antigüedad. Sargón de Babilonia, se cuenta, tuvo un nacimiento azaroso, fue abandonado en una canastilla en el río y pasó una infancia similar.
  • Su vocación: el bello episodio de la zarza ardiendo. Sigue el guión de la típica vocación de un profeta: signo sobrenatural ―el fuego, presencia de Dios―, llamada, objeciones y reparos del hombre, respuesta de Dios y encomienda de una misión.
  • Su relación con Dios. En varias ocasiones se habla de Moisés como el único hombre que habla con Dios de tú a tú, y se relatan sus diálogos con él. Es amigo, interlocutor de Dios, mediador entre él y su pueblo. Todo esto lo define como profeta excepcional, pues nadie puede mirar a Dios a la cara sin morir.
  • Sus hazañas. Posiblemente los episodios que narran batallas ―contra Amalec y otros pueblos― están embellecidos y engrandecidos para servir a los propósitos de los redactores bíblicos.
  • El discurso del Deuteronomio tampoco fue pronunciado por él: recoge unas enseñanzas muy posteriores, basadas en el Éxodo pero también en la experiencia de la monarquía y el exilio. Se utiliza la figura de Moisés como orador para dar autoridad al contenido del texto.

Ahora veamos algunas pistas que sugieren una existencia real de Moisés:

  • Moisés es un nombre egipcio. Es la desinencia de nombres como Ahmosis, Tutmosis o Ramsés, y simplemente significa nacido de. ¿Por qué elegir un nombre así para el fundador del pueblo israelita?
  • Se casa con una extranjera, algo mal visto en muchos pasajes bíblicos.
  • Mantiene una relación amistosa con los madianitas, enemigos atávicos de Israel.
  • Muere fuera de la tierra prometida, este es uno de los grandes misterios del relato bíblico, que no da una explicación concluyente. Si fuera un héroe inventado, lo más lógico es que culminara su proeza y entrara en la tierra.

¿Quién fue, en realidad, Moisés? ¿Egipcio de adopción, esclavo fugitivo, guerrillero, mercenario, profeta, místico…? Quizás todas estas cosas, y quizás de forma mucho más humilde. Pero lo cierto es que su vida dejó un rastro, y los autores bíblicos terminaron de modelar al personaje añadiéndole un significado especial.

Aún cabría preguntarse por qué, entre todos los personajes que jalonan la historia de Israel, los autores bíblicos eligieron a Moisés como portavoz y líder fundador del pueblo. ¿No hubiera sido mejor escoger a un juez, a un sacerdote o a un rey?

Aquí es donde conviene situarnos en la perspectiva de estos redactores ―el exilio tras el derrumbe de la monarquía― y comprender que no podían fundamentar su historia en personajes e instituciones que han caído estrepitosamente, sino en algo más sólido y anterior al reino. Así, encontramos que:
  • Moisés es un personaje que pertenece al desierto, no a la tierra. Desierto puede leerse también como destierro, lugar de transición, de prueba.
  • No es un rey, sino un profeta. Esto significa que la salvación en Israel no viene de la monarquía, sino de los profetas que, en última instancia, se hacen eco de la voz de Dios.

Jean Luis Ska dice que el Moisés bíblico es un gigante que esconde al Moisés histórico. Sea como sea, el uno no existe sin el otro, y ambas dimensiones conforman el perfil de una de las figuras más ricas y complejas que aparecen en las páginas de la Biblia.

Un pulso de poder


En el relato de las plagas y el regateo de Moisés ante el faraón ―Deja salir a mi pueblo; No conozco a tu Dios, no lo dejaré salir hay una pugna, un pulso tenso, entre dos antagonistas: Dios y el faraón. El Éxodo contiene una profunda reflexión sobre la libertad y la dignidad humana, pero también sobre el poder y sus límites. El faraón personifica el poder humano que se endiosa y se quiere erigir como absoluto, dueño del mundo y de las personas. Dios, con su poder y sus signos ―las plagas― demuestra que el verdadero señor de la naturaleza y de la historia es él.

Este es el sentido de la famosas diez plagas, basadas en fenómenos naturales que debían ser corrientes en el valle del Nilo ―langostas, ranas, aguas turbulentas por la crecida, mosquitos, peste…―. La última plaga, la muerte de los primogénitos, tiene un significado religioso: Dios es, también, señor de la vida y de la muerte, y solo él puede disponer de las vidas humanas. Por otro lado, es una réplica de Dios al faraón: tú has esclavizado a mi hijo, Israel, y no lo quieres dejar marchar; así que ahora yo quitaré la vida a tu hijo.

Finalmente, el faraón deja que los hebreos salgan a adorar a Dios al desierto. Pero la historia no termina aquí…

El ángel de la muerte


El ritual de la Pascua, celebrado en la premura de una víspera crucial, es otro momento tenso del relato. Aquí se unen varias tradiciones que la narración recoge para explicar el origen y el sentido del rito. Por un lado, tenemos la tradición pastoril, de sacrificar las primicias del rebaño para atraer el favor divino. Por otro, los rituales agrarios de la cosecha, ofreciendo frutos de la tierra como acción de gracias a los cielos. En el pan ázimo y el cordero sacrificado se unen ambos cultos, agrario y nómada, pero con un significado nuevo. Ya no es un ritual propiciatorio de los dioses, ligado a los ciclos estacionales, sino el recordatorio de un momento histórico real, que marca el inicio de la liberación del pueblo.

La palabra Pascua en hebreo es la misma que designa el hecho de pasar de largo. El ángel de la muerte pasa de largo por las casas hebreas; el pueblo sometido se dispone a pasar, a salir de su opresión.

En el Mar de los Juncos


Cuando los israelitas llevan ya varios días de marcha por el desierto, el faraón envía su ejército a perseguirlos para traerlos de regreso. Es entonces cuando Dios se manifiesta visiblemente ante el pueblo. La Biblia utiliza dos imágenes místicas: la nube de día y la columna de fuego de noche. Todo son tropiezos para la tropa egipcia: se les encallan las ruedas de los carros, la  confusión reina en su campamento… Pero siguen adelante, y la tensión aumenta. Por fin llegan ante el mar. Dios ordena a Moisés que extienda su bastón y abre un camino entre las aguas. Los israelitas pasan a pie enjuto y los egipcios se lanzan en su persecución. Cuando el último hebreo ha llegado al otro lado, las aguas se cierran de nuevo sobre el ejército del faraón, ahogándolo por completo. La tropa queda exterminada.

Esta hazaña portentosa y espectacular muestra la intervención directa de Dios mediante el dominio de las aguas ―reminiscencias de las aguas primigenias y de las batallas cósmicas de los mitos creacionales―. En el Génesis, Dios crea un mundo a partir de la separación de las aguas. En el Éxodo, nace un pueblo tras el paso entre dos murallas de agua embravecida.

Este relato, como el de la Pascua, también reúne varias tradiciones distintas. Algunos autores (J. Collins) hablan del mar y las aguas como metáfora de la angustia, tal como se refleja en diversos salmos. El ejército ahogado y el canto de victoria pueden aludir a una fuga con escaramuzas por un terreno pantanoso, que termina con una derrota de los perseguidores. La imagen de Dios triunfante sobre las aguas evoca los mitos asociados al dios Baal, que tras una batalla acuática se erige en cabeza del panteón cananeo, desplazando al viejo dios El. Michael Coogan estudia la relación entre la épica yahvista y la épica de Baal, y sus muchas similitudes. Posiblemente los autores bíblicos adoptaron himnos y cánticos de este dios cananeo para aplicarlos a Yahvé liberador.

El pueblo, ante el prodigio, estalla en cánticos de alabanza: ¡están salvados! El texto incluye aquí unos fragmentos que son, quizás, de los más antiguos de la Biblia, recogidos de la tradición oral. Se trata de los versos finales del capítulo 15 del Éxodo, el llamado Canto de Miriam o Canto del Mar. La hermana de Moisés, también profetisa, toma un tamborín y entona un cántico. Las mujeres salen cantando y bailando tras ella:

Quiero cantar a Yahvé,
que se ha cubierto de gloria;
ha arrojado al mar
caballos y caballeros. (Éx 15, 21)

¿Dónde está el Mar Rojo de la Biblia?


¿Hazaña simbólica o paso real? El relato es básicamente teológico, pero los estudiosos han invertido mucho esfuerzo en averiguar qué mar es este del que habla la Biblia. Hay hipótesis varias. Aquí voy a reseñar las tres más conocidas.
  • El Mar Rojo es, efectivamente, el Mar Rojo que conocemos hoy. El nombre viene de la versión griega de la Biblia, la de los LXX, que dice Mar Eritreo, es decir, Mar Rojo, y así fue traducido en las versiones latinas posteriores. Los autores que apoyan esta hipótesis dicen que es probable que Moisés tomara la ruta desde Gosén hacia el sur, para evitar las rutas del norte hacia Canaán, más transitadas por el ejército egipcio, y así dar un rodeo. La espectacular hecatombe que se tragó a los egipcios pudo ser una gran marea, una especie de tsunami.
  • Este mar es el Mar de los Juncos. Y no se trata del mar, sino de uno de los lagos amargos que se encuentran al sudeste de la antigua tierra de Gosén, entre el Delta y el desierto del Sinaí. Esta hipótesis se sustenta en la versión hebrea del texto bíblico. El nombre del mar es Yam Suf. Yam es mar; suf es la misma palabra que designa juncos y que aparece cuando se relata que la canastilla de Moisés fue depositada entre los juncos de la ribera del Nilo. Si el escenario de Éxodo 14 fue el Mar de los Juncos, la ruta seguida por los hebreos iría hacia el desierto de Shur, en el centro de la península del Sinaí, aunque luego pudieran virar hacia el sur… o hacia el norte. Puede encajar bien con el itinerario descrito en la Biblia, aunque la ubicación de los lugares es incierta.
  • Una teoría que ha provocado mucha controversia es la sostenida por Ron Wyatt y otros aventureros y exploradores. Según ellos, el Mar Rojo es el golfo de Akwaba, entre Arabia y la península del Sinaí, y aseguran que bajo las aguas hay una barrera coralina que antaño estuvo expuesta, y por la que los israelitas pudieron huir a pie, cruzando el estrecho. La persecución de los egipcios se dio a lo ancho de toda la península del Sinaí hasta el mar. Allí, tras cruzar, los israelitas se internaron en el desierto de Madián. El Sinaí bíblico no estaría, pues, en la península egipcia, sino en la actual Arabia, en el llamado Jebel-al-Lawz. Esta hipótesis ha sido fuertemente rebatida. Tiene muchos atractivos, pues intenta dar explicación a los detalles textuales del relato bíblico, pero falla ante un análisis riguroso histórico y científico.

Aquí hay una explicación sobre la polémica del nombre Mar Rojo

Aquí, una defensa vigorosa de la tercera hipótesis, la del Sinaí en Arabia:

Y un vídeo que la rebate:

Artículo bastante riguroso de Gordon Franz sobre la hipótesis:

Lo que opinan desde el sitio Bible Archaeology:

¿Dónde está el Sinaí?

En el desierto


El desierto no es solo un lugar físico de camino hacia, sino un lugar teológico y espiritual. Es el lugar de prueba, de transición, el lugar del «todavía no». Refleja perfectamente las condiciones de precariedad y provisionalidad de un pueblo exiliado que añora regresar a su hogar.

Los relatos del Éxodo y del libro de los Números sobre la marcha del pueblo israelita en el desierto nos muestran las dificultades y conflictos propios de una comunidad humana que sobrevive en condiciones adversas. Hay diferentes opiniones, diferentes actitudes ante el opresor, diferentes vías de salida. No faltan quienes añoran las cebollas de Egipto…

¿Dónde está el Dios protector y benefactor? Allí, nos dice el relato, con ellos, en marcha por el desierto. Alimentándolos cuando padecen hambre y dándoles agua cuando tienen sed.  Los milagros de las fuentes, las codornices y el maná tienen una base real: en el desierto hay manantiales y oasis, plantas que segregan sustancias azucaradas algodonosas y a veces se pueden captar bandadas de aves migratorias. Leyendas locales de viajeros y nómadas pudieron proveer el material para narrar estos episodios cuyo fin es alentar la esperanza del pueblo sin tierra.

Pero, junto a esta presencia del Dios providente, encontramos la rebeldía del pueblo. No es para menos: las estrecheces provocan el descontento y la protesta. El episodio más célebre de esta rebeldía es el del becerro de oro (Éxodo, 32).

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El Éxodo 1 - Nace un pueblo

Si el Pentateuco es la constitución del pueblo de Israel, podemos decir que el libro del Éxodo es su declaración de independencia (J. L. Ska). Con el éxodo nace Israel. Los mitos fundacionales de muchos pueblos suelen narrar una conquista, la fundación de una ciudad, una guerra o el nacimiento de un líder… y van siempre vinculados a un héroe o héroes humanos. El hebreo narra su nacimiento como pueblo con un acto de liberación, fruto de la voluntad de Dios. Él es el héroe de la historia.

El mensaje de los autores bíblicos es claro: Dios escucha el clamor de su pueblo, no soporta su situación de esclavitud y envía a un hombre que liderará a las gentes y las conducirá a la libertad. En el desierto, lugar de aprendizaje y camino, Dios sellará una alianza imperecedera con el pueblo.
Estas tres ideas fundamentan el relato del Éxodo y, en última instancia, toda la narrativa bíblica: la libertad, la acción de Dios en la historia y la alianza.

Veremos por qué y qué consecuencias se derivan de estas tres creencias.

Contexto histórico


Hay que distinguir el contexto histórico de los redactores finales del texto con el del relato en sí.

El Éxodo, como el resto del Pentateuco y los libros siguientes: Josué, Jueces, Reyes, recopila material narrativo y legal anterior, pero fue completado en la época del exilio de Babilonia, y posiblemente algunos fragmentos se añadieron en el post-exilio, bajo la restauración persa. El contexto del pueblo hebreo es el de una comunidad exiliada, desposeída de su tierra y que ha visto perecer sus instituciones clave: la monarquía y el templo. ¿Qué le queda, como marca identitaria? La cultura, la lengua, la fe. En el destierro, la Ley se convierte en la «patria portátil», en el referente que mantiene unida a la comunidad y evita que se pierda la memoria.

De ahí la importancia de la Ley y del concepto de la alianza con Dios. Pese a todo, Dios no abandona a su pueblo.

¿Hubo un éxodo de verdad?


El contexto histórico del Éxodo, la historia de Moisés y el periplo de los israelitas por el desierto han sido objeto de estudio y apasionados debates. Para algunos autores, los hechos narrados son puro género literario, una invención con fines religiosos y políticos. Para otros, hay una base real. ¿Por qué, si no, elegir como héroe liberador y líder a un personaje de origen y nombre egipcio? Admitiendo la exageración del relato bíblico, si el éxodo fue, en realidad, la fuga de un pequeño grupo de esclavos, es lógico pensar que no haya pasado a la posteridad ni haya sido recogido en las fuentes escritas. No era ninguna hazaña gloriosa del faraón que conmemorar. También es natural que el campamento de un grupo errante no haya dejado huellas arqueológicas. Sin embargo, un hecho que queda tan arraigado en la memoria colectiva durante siglos, ¿no es razonable pensar que tuviera alguna base real? Recordemos que la oración ritual en las fiestas de la cosecha, repetida generación tras generación, el corazón del Pentateuco y, casi podríamos decir, del Antiguo Testamento, es este: «Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto […]. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Clamamos entonces a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz…».

Podemos trazar un paralelo con otro gran mito de la historia: la Ilíada. Durante siglos los estudiosos pensaron que la guerra de Troya era una fábula, pura invención. Hasta que un loco millonario como Schliemann, que leía con fervor religioso a Homero, decidió ir a descubrir Troya. Fue a Turquía, inició excavaciones… y encontró no una, sino ¡siete ciudades! ¿Hubo un hecho tal como la guerra de Troya? Hoy podemos aventurar que, si no fue tal como la relata la Ilíada, ni por motivos tan pasionales, es muy probable que un hecho o hechos semejantes se produjeran, en aquella época y en aquel lugar. Schliemann dio el primer paso para descubrir una civilización perdida y olvidada como pocas: la micénica.

En todo caso, si algo similar al éxodo ocurrió, la mayoría de estudiosos aceptan situarlo hacia el 1250 a.C., bajo el reinado de Ramsés II. ¿Por qué?

Aparte de la Biblia no existe fuente histórica alguna ni resto arqueológico que pueda dar evidencia de este hecho. Además, la cronología y los datos bíblicos son confusos, inexactos y a menudo simbólicos ―como los cuarenta años por el desierto―. Pero el estudio del contexto histórico y las fuentes egipcias arroja datos interesantes:

·   La constancia de que tribus de nómadas semitas solían acudir a Egipto con sus rebaños en épocas de carestía, desde el s. XVIII a.C. Se instalaban en una región del Delta del Nilo, llamada Gosén y citada en la Biblia.
·    La subida al poder de las dinastías hicsas en Egipto, hacia el 1720 a.C. Eran gentes de origen semita que podrían haber favorecido la inmigración de tribus afines.
·     La constancia en documentos egipcios de que había esclavos de tribus semitas empleados en las obras arquitectónicas de los faraones.
·     La fiebre constructora de Ramsés II tras sus campañas guerreras, y la refundación de las ciudades de Pi-Ramsés y Pithom, citadas en la Biblia.
·    En el 1210, el faraón Merenptah, hijo y sucesor de Ramsés II, emprendió una campaña de castigo en Canaán. En una estela triunfal que hizo erigir tras la campaña se da una relación de los pueblos vencidos. Entre ellos figura, por primera vez en la historia, y en fuentes no hebreas, el llamado pueblo de Yisrael. Lo cual significa que en esa época, al menos, los israelitas ya estaban establecidos en Canaán.

La estela de Merenptah es la primera prueba documental de la existencia de Israel, en fuente no bíblica. Aunque la cronología bíblica sea simbólica, no deja de ser curioso echar cuentas. Si retrocedemos atrás una generación en el tiempo, tendremos la fecha del 1230 a.C. Si suponemos que en esa época llegaron los israelitas a la tierra prometida y le quitamos 40 años en el desierto, nos situaremos justamente en el 1270 a.C., en pleno reinado de Ramsés II y su fiebre constructora… ¿Casualidad? Se non è vero, è ben trovato…

¿Quiénes eran los hebreos?


Una teoría muy difundida, aunque no aceptada unánimemente, identifica a los hebreos con unos pueblos que las fuentes egipcias y mesopotámicas llaman apiru o habiru. Estas gentes, más que un grupo étnico, eran una clase social. Una casta desposeída, formada por nómadas de origen semita, que circulaba por las tierras del Creciente Fértil entre el segundo y el primer milenio a.C. Se dedicaban al pastoreo, pero también al comercio y al bandolerismo. Algunos fueron empleados como mercenarios en los ejércitos de los grandes imperios de la época. Si caían bajo el enemigo, muchos terminaban como esclavos. La raíz del nombre y la idiosincracia de estos grupos sugieren una probable identidad con los hebreos.

El teólogo Rafael de Sivatte nos habla de la formación del pueblo israelita a partir de tres componentes:

·   Tribus nómadas de pastores, procedentes de los desiertos de Arabia y expulsadas de varios lugares.
·      Tribus ex nómadas, sedentarias y ya instaladas en Canaán.
·      Un pequeño grupo huido de Egipto.


Estos tres grupos compartían un origen nómada, un pasado de sufrimiento y liberación y el hecho de encontrarse, finalmente, viviendo en la tierra prometida. Desde un punto religioso, para todos ellos tenía sentido hablar de un Dios liberador, compañero de camino y dador de la tierra.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Las matriarcas 2 - Algo más que una disputa entre mujeres

Este texto trata un episodio delicado de la historia de Abraham: la expulsión de la esclava Agar por parte de Sara. Se trat de mi “examen final” del curso sobre Biblia de la Universidad de Yale, que seguí por Internet y que, por supuesto, jamás presenté, ya que los seguidores de estos cursos por la Red no tienen posibilidad de contactar con los profesores ni de interactuar con los grupos de alumnos. Son material a libre disposición del público pero sin efectos académicos.


El examen presentaba un fragmento bíblico y consistía en tres ejercicios: primero, dar una interpretación personal del mismo; segundo, comentar una interpretación cristiana del texto y tercero, comentar una interpretación judía del mismo. La multiplicidad de lecturas que admite nos muestra la riqueza del texto bíblico.


El texto: Sara expulsa a Agar


Sara vio que el hijo que la egipcia Agar había concebido a Abraham jugaba con su hijo Isaac, y dijo a Abraham: «Echa a esta criada y a su hijo, porque el hijo de esta sirvienta no ha de ser heredero con mi hijo Isaac». Esto disgustó mucho a Abraham, a causa de su hijo. Pero Dios le dijo: «No te sepa mal por tu hijo ni por tu criada. Haz lo que te dice Sara, porque será de Isaac de quien saldrá la descendencia que perpetúe tu nombre. Pero del hijo de tu criada también haré un gran pueblo, porque es de tu linaje». Abraham se levantó de buena mañana, tomó pan y un odre de agua, se lo dio a Agar, le puso el niño a sus espaldas y la despidió. Ella se fue y erraba por el desierto de Bersheva. Cuando se le agotó el agua del odre, dejó al niño bajo un matorral y se sentó lejos, a una distancia de un tiro de arco, diciéndose: «No quiero ver morir al niño». Se sentó, pues, y el niño se puso a gritar y a llorar. Génesis 21, 1-16.

Interpretación personal


Cuando no esperaba tener hijos, Sara finalmente concibe y da a luz a un niño. Es el cumplimiento de una promesa de Dios, pero también el fin de un largo y frustrado deseo maternal. Sara exclama: ¡Dios me ha hecho reír! Así es, la hizo reír cuando su enviado le prometió que engendraría un niño. Fue una risa amarga e irónica. Pero ahora ríe con gozo. La primera fue una risa de incredulidad, ahora ríe con alborozo y sorpresa. ¡La promesa está cumplida!

El nombre Isaac comparte raíz con la palabra que, en hebreo, designa la risa. La historia de Abraham, Sara y su hijo está llena de ironías y giros insospechados. Dios hace una promesa, pero una serie de obstáculos paracen hacer imposible su cumplimiento. Pero, como vemos, Dios muestra una buena dosis de humor a la hora de resolver las dificultades. Sara así lo percibe.

Cuando el niño de la promesa nace, otro problema emerge. Agar, la esclava de Sara, ya tiene un hijo, el primer nacido de Abraham. Como Abraham no creía que Sara le daría un hijo, concibió a Ismael de su sirvienta Agar, una mujer egipcia.

Y ahora nos encontramos ante una disputa familiar: Abraham ama a sus dos hijos. A ambos. Agar estaba orgullosa por ser fértil, se vanagloriaba de ello y esto enfurecía a Sara, que odiaba a su criada. Pero ahora Sara es madre de un hijo legítimo de Abraham, y no quiere a Ismael.

Quizás lo que dispara su enfado es ver a ambos niños jugando juntos. Es de notar que, siendo Abraham el padre y el que les da nombre y posición, Sara hable desde la perspectiva materna: dice su hijo y mi hijo, como enfatizando la confrontación entre ambas mujeres.

La dureza de Sara llama la atención. Abraham, por el contrario, está triste, porque ama a Ismael. Pero el niño de Agar se convierte en el enemigo de Sara por, al menos, tres razones:

―Le recuerda su previa esterilidad y la arrogancia de su madre Agar.
―Agar es una egipcia, una mujer del país donde Sara fue vendida al faraón para convertirse en una más de su harén. ¿Puede haber aquí un recuerdo de la sumisión y la esclavitud del pueblo?
―Ismael, como primogénito, amenaza la primacía de Isaac, el hijo legítimo. La sangre de Sara está amenazada por este hijo de una extranjera.

Es curioso que, en una sociedad patriarcal, la voluntad de la mujer prevalezca. Abraham acata el deseo de su esposa y expulsa a Agar y a su hijo.

Para un lector moderno la crueldad de Sara puede ser chocante. Tendemos a simpatizar con la humanidad de Abraham y su ternura, viendo cómo Ismael juega con su pequeño hermano ―podemos imaginar una escena conmovedora de los dos niños, y la madre celosa espiando desde la sombra de la tienda―. También empatizamos con el infortunio de Agar. Pero, ¿qué ocurre aquí? ¿Por qué Abraham secunda el deseo de Sara?

Dos lecturas entrelazadas


Podemos leer este pasaje al menos a dos niveles: el humano y el teológico. Estos dos niveles están entrelazados. Los caracteres se mueven entre las dos capas, y sus palabras y hechos tienen a menudo un doble significado.

Abraham toma la petición de Sara como un mensaje de Dios. Habla con Dios sobre su conflicto familiar y Dios le dije que escuche a Sara, consolándolo: «También haré de Ismael padre de un gran pueblo». Isaac es el hijo de la promesa, y Sara, aquí, no solo está manifestando celos maternales por él, sino que se convierte en un instrumento para el propósito divino.

Como de costumbre, Dios saca algo bueno de un error. Ya que Ismael fue el primer concebido, lo hará funddor de un gran pueblo. Así el autor bíblico explica el origen de los ismaelitas. Aunque la decisión de expulsar a Agar es cruel, Dios se compadece de ella: no perecerá, y su hijo, que lleva la sangre de Abraham, sobrevivirá y sus descendientes también perpetuarán su nombre.

Así, podemos ver que la interacción entre el hombre y Dios está llena de giros, malentendidos y reparaciones. Cuando el hombre quiere «ayudar» a que se cumplan las promesas de Dios, a veces logra el efecto contrario. Intentando resolver el problema del a infertilidad de Sara, Abraham crea un nuevo problema para su familia… ¡y para los planes de Dios! Está interfiriendo con él. Vemos aquí el retrato de un hombre que confía en Dios, pero quizás no del todo, pues siente que tiene que hacer algo más que esperar. Abraham es impaciente, ¡tan humano! Pero, finalmente, Dios también consigue sus metas.

Las peleas entre mujeres de la misma familia son típicas en las historias patriarcales. Siempre hay un choque entre la amada, que es bella, pero estéril, y la no-tan-amada, no tan bella, pero fértil. Esto ocurre con Sara y Agar, y también sucederá con las esposas de su nieto Jacob, Lía y Raquel. ¿Qué significan estos conflictos, aparte de proporcionar un fabuloso elemento dramático? Quizás aquí podemos encontrar otro toque del humor de Dios, ironía y un curioso sentido de la justicia o la recompensa: la beldad favorecida está afligida con esterilidad, mientras que la fea, la no amada, es bendecida con un vientre fértil y disfruta de los gozos de la maternidad.

La pureza de sangre


Hay otro aspecto a considerar en este relato: la pureza étnica. Para el lector israelita de antaño, la sangre y el linaje son importantes. Isaac es el hijo legítimo, el sucesor de su padre, y además es hijo de una esposa, una mujer libre, no de una extranjera y esclava.

Otro punto interesante: Agar es extranjera y esclava a la vez. Es una egipcia. Desde el punto de vista hebreo, encontramos aquí una vuelta al revés de la historia del Éxodo: los egipcios esclavizaron a los israelitas durante un tiempo. Ahora, en este relato, la mujer egipcia es la esclava y la expulsada. Podemos leer entre líneas algo así como una revancha contra aquel país, enemigo de Israel. También podemos ver la oposición a la mezcla racial que se dio en algunos grupos judíos. La tendencia a ir contra el matrimonio mixto podría atisbarse en estas líneas.

Así, encontramos el factor psicológico mezclado con el religioso. El relato es interesante desde un punto de vista puramente humano, pero también tiene un significado desde un punto de vista religioso y político. Los caracteres son complejos, humanos, dibujados con pinceladas muy sobrias, con pocas palabras y diálogos breves y precisos. Sus intrigas y disputas familiares son tan universales y verosímiles que fascinan a cualquier lector. Al mismo tiempo, desde una perspectiva israelita, aportan un mensaje trascendente sobre los orígenes y el destino de un pueblo que se siente elegido por Dios y heredero de una promesa. Esta fusión entre lo divino y lo humano, conseguida mediante una historia concisa, aparentemente sencilla y bien planeada, es lo que hace de este midrash un clásico de la literatura en cualquier época.

Ahora veremos dos interpretaciones de este mismo texto, la judía del Talmud y la cristiana según San Pablo. Nos sorprenderá ver a qué distintas conclusiones llegan y cuán diversas lecturas admite una misma historia. Esto es una muestra más de la sutil complejidad, la hondura y la riqueza del relato.

La interpretación cristiana

Decidme vosotros, que os queréis someter a la Ley, ¿no escucháis la Ley? Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la esclava y otro de la mujer libre; pero el de la esclava nació según la carne; el de la libre, en virtud de la promesa. Son cosas que hay que entender alegóricamente. Estas dos mujeres, en efecto, representan dos alianzas; la una, que viene de la montaña del Sinaí y que engendra para la esclavitud, es Agar ―el Sinaí, en efecto, es una montaña situada en Arabia―, y corresponde a la Jerusalén actual que, de hecho, es esclava con sus hijos. La Jerusalén celestial, en cambio, es libre y es nuestra madre, porque está escrito: Alégrate, estéril, tú que no engendras; estalla en gozo y exulta, tú que no conoces los dolores del parto, que serán más numerosos los hijos de la abandonada que los de aquella que tiene marido. Por tanto, vosotros, hermanos, como Isaac, sois hijos en virtud de la promesa. Gálatas 4, 21-28.

San Pablo ve este episodio como una alegoría y también como una base para su argumento. Son cosas que hay que entender alegóricamente. Agar y Sara, para Pablo, representan dos alianzas: una de esclavitud y otra de libertad.

Libertad y ley


Libertad y ley son dos temas cruciales en Pablo. Procedente de la casta farisea en su juventud, conoce bien el rigor de la Ley judía y las prescripciones cúlticas. Ahora, cristiano convertido, Pablo se centra en la libertad que la nueva religión ofrece a sus seguidores. Todas las leyes antiguas, como Cristo afirmó, se resumen en un solo mandamiento: amaos los unos a los otros como yo os he amado. Por tanto, los creyentes no están vinculados a la estricta observancia de la ley judía, sino a esta nueva relación basada en el amor y la fraternidad.

Pablo chocó a menudo con sus viejos colegas. Entre los nuevos cristianos debía haber un buen número de judíos convertidos, que de alguna manera querían conservar sus tradiciones y pretendían que los gentiles también las observaran. Esto causó conflictos en las primitivas comunidades cristianas. Pablo, como buen estudioso de la Escritura, utiliza los textos bíblicos para fundamentar sus argumentos contra los judíos y defender la nueva fe de los cristianos.

De la historia de Abraham y sus mujeres Pablo quiere hacer hincapié en la dicotomía libertad-esclavitud y cuerpo-espíritu. Agar representa la actitud del esclavo, tanto física como espiritual. Pablo dice que su hijo Ismael está concebido de la carne ―el cuerpo―. Sara representa la libertad, es una mujer libre y su niño es el hijo de la promesa. Está  concebido del espíritu.

El dualismo de Pablo se hace presente aquí: el cuerpo es una cadena, una prisión del alma, una fuerza que provoca al hombre a pecar; el espíritu significa libertad y bondad. La ley judía queda asociada al cuerpo y a la esclavitud; el amor cristiano lo asocia al espíritu y a la libertad. Pablo estaba fuertemente influenciado por el pensamiento helenístico ―platonismo― pero también por la fe israelita. Su teología es una síntesis de ambas corrientes.

El pueblo de Dios


Pero Pablo no solo compara las dos mujeres bíblicas con dos actitudes morales. También representan dos visiones de lo que significa ser «pueblo de Dios».

Ataca el orgullo de su gente utilizando el texto bíblico. La actual Jerusalén, la ciudad, el monte Sinaí, lugares sagrados, son llamados lugares de esclavitud ―y lo eran, bajo el poder romano―. Esto, para un judío contemporáneo, era ofensivo y heridor. En cambio, la Jerusalén celestial ―que podemos identificar con el Reino de Dios― es libre. Pablo lee los textos antiguos como profecías que apuntan a Jesucristo como el que lleva a plenitud las promesas de Dios. La promesa hecha a Abraham ha sido alcanzada. Los cristianos son los nuevos hijos de la promesa, porque son libres y pueden extenderse y multiplicarse por el mundo. La promesa no está limitada a una sola nación, ni vinculada a un lugar o a una ciudad: los hijos de la promesa serán todos aquellos que crean en Cristo, todos los que se libren de la vieja Ley para abrazar la nueva fe. La idea de una estirpe elegida, marcada por la sangre, es sustituida por la de una nueva estirpe, basada no en la sangre, sino en el espíritu. Por tanto, el pueblo de Dios ya no es un grupo étnico, formado por todos los judíos, sino la nueva familia espiritual formada por todos los cristianos.

En este sentido, Pablo se aproxima a algunos profetas y a las posiciones de algunos autores bíblicos, tolerantes ante los extranjeros y abiertos a las demás naciones.

La interpretación judía


La tradición rabínica, como veremos, da una lectura totalmente distinta del texto, en apoyo a su propia fe y cultura. Esta es la lectura del Genesis Rabba, LIII, 11:

R. Simeon b. Yohay decía: R. Akiba solía inerpretar esto como una vergüenza [para Ismael]. Así, R. Akiba leía: Y Sara vio al hijo de Agar, la egipcia, que había concebido de Abraham, haciendo deporte. Hacer deporte [jugar] no se refiere a otra cosa que a una inmoralidad, como en el verso El siervo hebreo, a quien has traído entre nosotros, se ha acercado para jugar conmigo (Gén. 39, 17). Así, nos enseña que Sara vio a Ismael acosando a las doncellas, seduciendo a mujeres casadas y deshonrándolos. R. Ismael enseña: El término jugar [o deporte] se refiere a idolatría, como en el verso Y se levantaron para divertirse (Éxodo, 32, 6). Esto nos enseña que Sara vio a Ismael construyendo altares, cazando langostas y sacrificándolas. R. Eleazar dice: el término deporte se refiere al derramamiento de sangre, como en el verso Dejad a los jóvenes, os lo ruego, que se levanten y se ejerciten ante nosotros (2 Sam 2, 14). R. Azarías dice en nombre de R. Levi: Ismael dijo a Isaac: Vamos a medirnos en el campo. Entonces Ismael tomó un arco y flechas y las disparó hacia Isaac, pretendiendo que era un juego. Así está escrito, Como un loco que arroja ramas ardiendo, flechas y muerte, así es el hombre que engaña a su vecino y dice: ¡es todo broma! Pero yo digo: este término, deporte [juego, broma] se refiere a la herencia. Porque cuando nuestro padre Isaac nació todos se alegraron, y entonces Ismael les dijo: Soys unos locos, yo soy el primogénito y recibiré una doble ración. De aquí se puede inferir la protesta de Sara ante Abraham: El hijo de esta mujer no será heredero con mi hijo, con Isaac.

Tres lecturas distintas, un mismo fondo


El Génesis Rabba nos da tres interpretaciones a cargo de tres rabinos. Las tres distintas, pero todas con un fondo común. Vemos aquí esta tradición de la disputa teológica, el debate y el juego de palabras tan propia de la cultura judía. Una sola palabra, un verbo, que nosotros traducimos por jugar o divertirse, puede tener varios sentidos según el contexto, y cada rabino le da su explicación.

El rabino Akiva sostiene que por jugar hay que entender algún acto inmoral, de índole sexual. De alguna manera, el jovencito Ismael está pervirtiendo al niño Isaac, y su madre no va a tolerarlo.

El rabino Ismael, en cambio, dice que jugar  es dedicarse a ritos y cultos idolátricos, burlándose de Dios y coqueteando con otras deidades extranjeras. Así que el disgusto de Sara toma un cariz más religioso y étnico: no va a permitir que Ismael desvíe a Isaac de sus creencias.

El rabino Azarías, en cambio, interpreta este juego como una competición con armas. Un juego de guerra en el que Ismael, mayor y más hábil, toma un arco y amenaza la vida de su hermano, como si fuera en broma… De ahí la alarma de Sara, que quiere echar de inmediato al hijo espúreo con instintos fratricidas.

En cualquier caso, la reacción de Sara está justificada. No pide a Abraham que eche a la esclava Agar y a Ismael por puros celos, o por crueldad, sino porque ve amenazada la integridad de su hijo Isaac, la pureza de su fe y el futuro de su estirpe.

Se pueden leer estas interpretaciones en el contexto de un pueblo en el exilio o en la diáspora: sin tierra y sin otro signo identitario que su fe y el linaje familiar, los israelitas dispersos debían luchar por conservar su identidad y por sobrevivir en un medio a veces hostil. De ahí que la interferencia de sangre extranjera y de prácticas religiosas de otros pueblos sea una amenaza. La esclava Agar, Ismael y sus juegos representan esas otras culturas que rodeaban al pueblo de Israel, y que podían absorberlo y hacerlo desaparecer del mapa. El texto puede representar la mentalidad de un grupo israelita bien dispuesto a conservar su memoria y su identidad, pese a estar desposeído del territorio. El hecho de que Agar sea esclava resalta aún más la vocación de libertad a la que está llamado el pueblo elegido. Con tierra o sin tierra, un israelita no ha nacido para ser esclavo.


Es interesante que en el relato Abraham sea más tolerante ―se entristece ante la necesidad de expulsar a Ismael― y que sea Sara, la mujer, la acérrima defensora de su linaje y su tradición. Siendo la judía una cultura patriarcal, aquí vemos a la mujer como pilar y soporte del núcleo familiar y de la transmisión de los valores, mientras que el varón parece contemporizar más. Puede reflejar una situación habitual entre los clanes hebreos en el exilio. En cualquier cultura, finalmente, son las mujeres las que siempre han conservado y transmitido las tradiciones más arraigadas, en especial las religiosas.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Las matriarcas 1 - Tres mujeres

Mucho se ha escrito sobre los patriarcas, su historia, su origen, su función literaria y teológica en el conjunto del relato bíblico y su papel emblemático en las religiones… Pero, ¿qué hay de las matriarcas? También ha habido mujeres, teólogas y escritoras que, con intuición y finura, han escrutado la simbología y el mundo femenino que se esconde tras estos personajes.

Publico aquí unas reflexiones personales sobre las tres matriarcas, Sara, Rebeca y Raquel. Las reflexiones anteriores forman parte de mi librito Mujeres de Dios, publicado en 2009 por Ediciones Mensajero.

Sara, la que creyó

Esposa de un hombre de fe


Como tantas otras grandes mujeres de la Biblia, Sara vive a la sombra de su tienda y de su esposo, Abraham, el patriarca del pueblo judío.

La historia de Sara y Abraham es azarosa. Se va desarrollando entre las tierras de Mesopotamia, Canaán y Egipto, siguiendo el periplo de Abraham y su tribu en su vida nómada de rico propietario ganadero. La Biblia nos resalta en todo momento una relación muy especial de Abraham con Dios, a quien habla de tú a tú, y con quien le une, no sólo la veneración debida a un Dios poderoso, sino una confianza que llega a ser entrañable.

El drama de Sara, esposa de un hombre importante, era la esterilidad. La promesa de Dios a su marido: «serás padre de un gran pueblo», hacía aún más absurda y dolorosa su situación. Como relata la Biblia, Abraham tomó a su esclava Agar para tener descendencia con ella. Fruto de esta unión nació Ismael, padre, según la tradición, de los futuros pueblos arábigos, hermanos del pueblo judío.

Pero las cosas iban a cambiar para Sara. Siendo ya de edad madura, ella y su esposo reciben una visita un tanto especial.

El huésped


Tres hombres se acercan al campamento de Abraham y piden su hospitalidad. Éste los acoge solícito e inmediatamente reconoce que es una visita extraordinaria. Es Dios mismo, en forma humana, quien acude a visitarlo. Abraham pide a su esposa que les prepare los manjares más selectos para comer.

Acabado el banquete, los visitantes misteriosos llaman a Sara y le hacen una promesa: al cabo de un año, tendrá un hijo. Sara ríe. ¿Cómo creer esas palabras, si es estéril y ya ha dejado atrás la edad reproductiva? Pero la promesa se cumple. Y Sara engendra a Isaac, el joven a quien su padre amaría entrañablemente. El mismo que Dios le ordenaría poner en sus manos, años después.

Como la de Abraham, la de Sara es una historia de fe. Ante las palabras de Dios, a veces incomprensibles, absurdas o alejadas de nuestra lógica humana, la primera reacción es de incredulidad, hasta de risa. La Biblia cuenta que Sara soltó la carcajada cuando oyó las palabras de sus invitados. Sí, el designio de Dios puede parecernos un tanto increíble, aunque éste sea bueno. Al menos, Sara ha hecho una cosa: ha acogido a Dios, ha sido hospitalaria. Y las palabras divinas se han abierto paso en su corazón, muy a su pesar. ¿Acaso tener un hijo no es lo que más desea en el mundo?

Dios conoce lo que desea nuestro corazón


Dios sabía lo que más anhelaba Sara. Así ocurre con todo ser humano. Dios conoce los secretos y los deseos más recónditos de nuestro corazón. Ni una lágrima, ni un anhelo, le es indiferente. Si estas aspiraciones nos llevan a la plenitud, ¿cómo dudar que nos las va a conceder? ¡El no desea otra cosa! Somos nosotros quienes, a veces desconfiamos. No creemos que Dios pueda ser tan magnánimo, tan generoso o tan conocedor de los entresijos de nuestra alma. Poner aquello que deseamos en sus manos es la manera más segura de conseguirlo, siempre que esto contribuya realmente a nuestro bien.

Así lo hizo con Sara, contra todo pronóstico. Lo que para las fuerzas y capacidades humanas es imposible, no lo es para Dios. ¿Puede ser imposible para quien ha creado la naturaleza humana producir en ella un pequeño cambio? Sólo el artista es capaz de retocar su obra para perfeccionarla.
Esta historia nos proporciona un poderoso aliciente ante los obstáculos que impiden nuestra felicidad o bienestar. Tal vez algunos de ellos son fácilmente solucionables. Otros nos parecerán imposibles. ¿Cómo cambiar nuestro carácter, nuestra propia naturaleza, nuestros defectos, nuestra historia? No es necesario. Dios puede hacer milagros y hacer brotar flores hasta del desierto. Sí, también en nosotros Dios puede hacer maravillas. De lo estéril, Dios puede sacar fruto abundante. Con Dios, nuestras miserias y debilidades pueden producir actos de nobleza y heroísmo humano. Nadie está excluido. Pero Dios es un huésped sumamente gentil y educado. Si no lo invitamos a pasar, como hicieron Abraham y Sara, si no lo dejamos entrar en nuestro hogar, jamás forzará la entrada ni nuestra respuesta. Dios sólo intervendrá en nuestra vida si se lo permitimos. Sólo fecundará nuestro jardín interior si le abrimos la cancela. Eso sí, una vez esté dentro, nos asombraremos ante lo que pueda ocurrir. Pues nosotros pedimos favores y gracias con medida humana, y él da con medida de Dios: inabarcable, inesperada, magnificente.

El cambio de nombre


En la historia de Abraham y Sara se da un hecho que vale la pena explicar. Ambos personajes eran llamados, inicialmente, Abram y Sarai. Desde el momento en que comienza su relación más estrecha con Dios, éste mismo les cambia los nombres por los nuevos de Abraham y Sara. El nombre, en la cultura hebrea, es importante. No sólo distingue a una persona de otra: el nombre expresa su identidad y su mismo ser. El cambio de nombre equivale a cambio de persona. Es decir, después de que Dios pase por sus vidas, Abram y Sarai ya nunca serán los mismos. Serán un hombre y una mujer nuevos. Así sucede con todo aquel cuya vida se ve sacudida por el soplo de Dios. Su aliento, como dice un hermoso salmo, renueva la vida y la faz de la tierra. También renueva y hace renacer por dentro a la persona que se abandona en sus manos y confía en su amor.

Rebeca, la astuta

Rebeca, como tantas mujeres bíblicas, nos puede resultar sorprendente y contradictoria. Rebeca ha pasado a la historia por ser la esposa de Isaac, el hijo de Abraham, y también por ser madre de los hermanos Esaú y Jacob. Su proeza está íntimamente ligada a una célebre triquiñuela que empleó para engañar a su esposo y conseguir que su hijo favorito, Jacob, el pequeño, fuera elegido heredero de su padre y recibiera su bendición. La historia de Rebeca está íntimamente ligada a un famoso plato de lentejas.

El ardid


Resumiendo el episodio, la Biblia nos cuenta que el matrimonio de Isaac y Rebeca tuvo dos hijos. Esaú, el mayor, robusto y velludo, cazador y temperamental, era el preferido de su padre, mientras que Jacob, el menor, más delicado, lampiño de cuerpo, inteligente y de carácter suave, era el predilecto de su madre.

Un día, regresando de cazar y con hambre de lobo, Esaú encontró a su hermano menor guisando una cazuela de lentejas. Tan hambriento estaba, que le prometió darle lo que fuera a cambio de un plato de aquel suculento guiso. Jacob, ladino, le pidió el derecho de primogenitura, a lo que Esaú, un tanto ligeramente, accedió, mientras daba cuenta de las lentejas. Y se olvidó del asunto.

Pero Rebeca había oído lo sucedido entre ambos hermanos. Dispuesta a asegurar un buen porvenir para Jacob, aprovechó que su esposo era viejo y ciego para engañarlo. Mientras Esaú estaba ausente, cazando para ofrecer una buena presa a su padre, Rebeca ordenó a Jacob cubrirse los brazos con un vellón de carnero. A instancias de su madre, y fingiendo ser Esaú, el joven Jacob guisó un buen estofado para su anciano progenitor y éste, agradecido, le ofreció su bendición y el derecho de primogenitura. Pero al oír su voz dudó. «Es la voz de Jacob.» Entonces Jacob tendió hacia él sus brazos cubiertos de la piel de carnero. Al palpar el vello, Isaac cayó en la trampa: «Los brazos son de Esaú». Y lo nombró su heredero y le dio su bendición. Cuando Esaú llegó del monte con su botín, ya era tarde para él. Este fue el inicio de una azarosa etapa de persecuciones y huidas entre ambos hermanos, hasta su reconciliación final, muchos años más tarde. Como todos sabemos, Jacob conservó sus derechos y, cuenta la Biblia, fue padre de doce hijos que darían origen a las doce tribus de Israel. Después de Abraham, Jacob es el gran patriarca del pueblo judío.

La madre astuta


Rebeca se nos presenta como modelo de madre astuta que no vacila en emplear sus ardides a fin de conseguir lo mejor para su hijo predilecto. Vemos cómo estas cualidades de la madre son heredadas por su hijo, Jacob, quien también las empleará durante su vida para salir adelante, enriquecerse y llegar a ser un hombre notable en medio de su pueblo. La historia de Rebeca nos muestra cómo la acción de las madres es decisiva en la vida de los hijos. Dicen los pedagogos entendidos que las mayores cualidades que heredan los hijos suelen ser las virtudes de la madre. 

Moralmente, la actuación de Rebeca es muy cuestionable. Pero su resolución debería, cuando menos, hacernos reflexionar. La astucia en sí no es nada malo si se emplea para un buen fin. No se trata de justificar los medios por el fin, sino de rescatar una cualidad del ser humano que a menudo nuestra cultura ha hermanado más con los vicios y los defectos que con las virtudes.

La astucia, léase aquí, la capacidad de tramar un plan con inteligencia, evitando los enfrentamientos violentos, debería ser una cualidad a recuperar, debidamente depurada de cualquier interés dañino o egoísta. Cuántas veces se producen rupturas, discusiones, situaciones violentas y distanciamiento entre las personas por no haber sabido tratar con tacto y perspicacia un asunto. La astucia, que Jesús elogia en el evangelio, debería ser una clase de diplomacia, delicadeza y saber hacer que evitara el dolor y las fricciones entre las personas, cuando esto sea posible.

Conjugar inteligencia y corazón


Rebeca nos hace presente una frase de Jesús que deberíamos recordar con frecuencia: «Sed mansos como palomas y astutos como serpientes». Muy a menudo nos concentramos en la primera parte, es decir, en la ingenua mansedumbre, que llega a ser pánfila y corta de miras, y no reparamos en la segunda.

La astucia, la capacidad de raciocinio, la inteligencia, son dones de Dios. Como talentos, hemos de emplearlos y desarrollarlos. Bien usados contribuyen a nuestro bienestar. La persona puede ser bondadosa, leal, de trato amable y magnánimo, sin que esto signifique que deba ser ingenua o boba. La astucia no está reñida con la bondad. Es más, la bondad sola y simple, sin inteligencia, puede llevarnos a chocar una y otra vez con los demás, causando incluso un daño que no pretendemos. En cambio, si empleamos la inteligencia y la conjugamos sabiamente con el corazón, es posible que las cosas nos vayan mejor, a nosotros y a quienes nos rodean.

Un apunte sobre las lentejas


El episodio de las lentejas también tiene una profunda carga pedagógica. Los dos hermanos, Esaú y Jacob, representan dos actitudes diversas ante la vida, como algunos filósofos y literatos han hecho notar. Esaú es el hombre que vive el presente, la inmediatez, el disfrute de lo rápido. Es el hombre del «lo quiero ya, ahora, pronto». Sin duda, es una imagen de nuestros tiempos acelerados. En cambio, Jacob, como su madre Rebeca, es el hombre que sabe esperar con paciencia. Traza sus planes y aguarda el momento para actuar. Es el hombre racional, que piensa y actúa de acuerdo con un plan. Esaú vive el instante. Jacob se propone una meta y la persigue hasta alcanzarla.

La actitud de Esaú nos resulta muy familiar e incluso podemos simpatizar con ella. Personifica la filosofía del carpe diem hasta el extremo. Vive el ahora, no te preocupes por el futuro, porque, ¡Dios dirá! Pero las consecuencias de su despreocupación serán enormes. Esaú perderá algo muy valioso y la angustia y el resentimiento lo acompañarán durante largos años. En cambio, el paciente Jacob, cuya vida no parece sino una sucesión de esperas y de trabajo largo e ingrato (recordemos la historia de Raquel, ¡Jacob tuvo que esperar siete años para casarse con la mujer que amaba!), finalmente alcanzó la plenitud, colmando sus aspiraciones y su vida.

El vitalismo de Esaú, en realidad, es trágico. Al carecer de visión de futuro, se convierte en existencialismo que lo lleva al vacío. Por el contrario, la actitud serena y reflexiva de Jacob lo conduce a una vida intensa y plena.

Sin dejar de disfrutar el presente ―lo único que tenemos― esta historia apela al equilibrio necesario entre el goce vital y la necesidad de orientar la vida hacia un norte, trazando un plan básico que dé sentido a la existencia de cada cual. El recorrido de ese camino, disfrutando de cada paso, pero sin perder la meta de vista, puede convertir nuestra vida en una aventura gratificante y motivadora.

Se dice que estamos entrando en una era histórica donde los valores femeninos ganan cada vez mayor protagonismo. Rebeca es un símbolo de estos valores. Es propio de la mujer pensar, meditar y aguardar que las cosas sigan su proceso, sin precipitación. La obsesión del corto plazo, del «ya mismo», no es propia de una cultura auténticamente femenina. Una mujer sabe esperar muy bien. Sabe que la vida humana requiere de nueve meses para gestarse y salir a la luz. Sabe que una persona requiere de mucho más que nueve años para hacerse adulta… Sabe, intuye y tiene grabados en su sangre los ritmos vitales de la naturaleza, con sus vaivenes y sus aparentes pausas. Unos ritmos que poco tienen que ver con el frenesí y la loca precipitación de la vida contemporánea. Si nuestra civilización quiere ensalzar los valores femeninos deberá apelar a un ritmo más sosegado y paciente. Y también deberá rescatar la astucia, la intuición, la capacidad de meditar, de planear a medio y largo plazo y de soñar para el futuro.

Raquel, una historia de amor

Un amor más allá de la razón


La historia de Raquel está íntimamente ligada con la de Jacob, padre de doce hijos de quienes descenderían las doce tribus de Israel. Raquel es una mujer muy femenina y hermosa, tal como nos la describe el Génesis, y no siempre virtuosa en sus sentimientos y actitudes. Pero hay algunos rasgos en su historia que merece la pena destacar.

Raquel, con Jacob, protagoniza una hermosa historia de amor. Por ella, Jacob trabaja siete años para su tío Labán, padre de la joven. Pero Labán lo engaña en la misma noche de bodas y sustituye a su hija Raquel por su hermana mayor, Lía, alegando que en su tierra no es correcto dar en matrimonio a la hija menor antes que a  la primogénita. Para conseguir desposarse con Raquel, a Jacob no le importa trabajar siete años más en la hacienda de Labán. Tan enamorado está, que los años «aún se le hacen pocos días». Este romance es una bonita flor que brota en las páginas bíblicas, sobrepasando las convenciones de una sociedad patriarcal arraigada en sus costumbres.

El deseo de maternidad


La relación entre ambas hermanas, Lía y Raquel, una amada y la otra desposada por la fuerza, no será fácil. Lía concebirá muchos hijos, mientras que Raquel tardará años en hacerlo. Los celos estallan entre ambas hermanas, que rivalizarán durante años por dar descendencia a su esposo. Finalmente, también Raquel tiene hijos. El primero de ellos es José, que más tarde sería vendido por sus hermanos e iniciaría la aventura del pueblo de Israel en Egipto.

Así, vemos cómo la gran pasión de la vida de Raquel es la maternidad. En su contexto histórico, ser madre es lo que más valor da a la vida de una mujer.

Su último hijo, Benjamín, fue alumbrado en un parto difícil, que le causó la muerte. Raquel lo llamó Ben-Omi, hijo del dolor, aunque posteriormente su padre lo renombró Ben-Iamin, el hijo de la dicha, en recuerdo de la felicidad que había disfrutado junto a su esposa. Hoy día en algunos países se ha extendido un movimiento llamado «el apostolado de Raquel». Consiste en ayudar a aquellas mujeres que, a pesar de las dificultades y los riesgos para su salud, deciden ser madres y llevar adelante su maternidad. Y esto me lleva a la siguiente reflexión.

La actitud de estas madres, que para muchos es heroica, ciertamente puede ser discutible. ¿Por qué arriesgar la vida, sin necesidad, para tener un hijo? ¿No resulta absurdo e imprudente? Tal vez una mujer con dificultades o peligro para engendrar debería buscar otras opciones. Pero, en el supuesto de que esté ya embarazada y peligre su vida, ¿quién puede erigirse en juez e impedirle que opte por la vida de su hijo? Hoy día, el aborto está legalizado en muchos países, con o sin restricciones. En España, si la madre corre un riesgo para su salud, física o anímica, la ley lo permite. La elección de las madres que prefieren continuar adelante con su embarazo y tener su criatura no puede menos que ser admirada, del mismo modo que admiramos el heroísmo de quienes se arriesgan altruistamente para salvar la vida de otros, aún sabiendo que pueden perder la vida en el intento.

Dar la vida, algo intrínseco al ser humano


Muchos podrían alegar insensatez o locura en la disponibilidad para dar la vida por los demás. Hoy día, tal abnegación incluso es tachada de fanatismo religioso. Algunos aseguran que estas actitudes van en contra de la verdadera naturaleza e instinto humano, que son enfermizas y neuróticas, casos de psiquiátrico y no muestras de grandeza moral. Quienes afirman esto quizás tengan una pobre imagen de lo que es la naturaleza humana.

Es propio del instinto biológico luchar por la supervivencia y por la propia preservación. Pero, incluso en los animales, se dan otras tendencias que a veces pueden contradecir estos primeros impulsos y superarlos. Se ha observado que muchas hembras de mamíferos son capaces de arriesgar su vida y de atraer a los depredadores hacia sí mismas para proteger a sus crías. Si esto se da en los animales, ¿cómo podemos pensar que sea extraño a la especie humana? El amor abnegado, el amor que no necesita razones, sin límites, sin miedos y sin reparos, es tan connatural al ser humano como su capacidad de sobrevivir. Dar la vida por amor  es algo que se hunde en las mismas raíces de nuestro ser. No se trata de una actitud extraña o ajena a nuestra verdadera naturaleza, sino de un reflejo del mismo Amor que nos hizo existir: ese aliento sagrado de Dios que aletea sobre el universo y palpita tras la vida de todos los seres de la Creación.