lunes, 18 de agosto de 2014

Samuel, el último juez

Sacerdote, profeta, juez: en Samuel se unen tres facetas que lo convierten en el segundo gran personaje del Antiguo Testamento después de Moisés, y en una figura de transición entre la era tribal y la monarquía israelita.

Los dos libros de Samuel relatan la fase turbulenta en que las tribus se debaten entre dos tendencias opuestas: la tribal y la monárquica. La situación política es de crisis profunda: amenazados y oprimidos por los filisteos y otros reinos vecinos, los israelitas corren peligro de extinción. Hasta el momento, el factor aglutinante ha sido cultural y religioso. La creencia en Yahvé los une y el pacto entre tribus se renueva anualmente con los cultos celebrados en los santuarios de Siquem. Cuando esta ciudad es destruida, se desplaza el culto a Shiló.

Más que un estado o una nación, Israel es una comunidad, unida por una misma fe. Pero esta fe también se ve amenazada por la corrupción de sus sacerdotes. El sacerdote Elí es justo, pero no sus hijos. Los hijos de Samuel tampoco serán íntegros como su padre y se dejarán comprar a cambio de favores y dinero. Al declive político se suma la degeneración religiosa.

Un acontecimiento precipita la crisis: la caída de Shiló. El libro de Samuel nos relata que los filisteos y los israelitas están en guerra. Estos deciden llevar el Arca de la Alianza a la batalla para que la presencia de Dios los ayude a vencer a sus enemigos. Pero sufren una contundente derrota y los filisteos se llevan el arca, como trofeo de guerra, a sus ciudades.

Los restos arqueológicos muestran que, en efecto, Shiló fue destruida, posiblemente a manos de los filisteos. En la Biblia tampoco se vuelve a mencionar la ciudad hasta mucho más tarde, cuando Jeremías recuerde «lo acaecido en Shiló». De modo que nos encontramos con un pueblo derrotado, acosado por sus enemigos, con su santuario central destruido y despojado del arca sagrada que contiene la presencia de Dios. Samuel, sacerdote sucesor de Elí, es el líder que los aglutina en estos tiempos revueltos.

El primer profeta

La infancia de Samuel está rodeada de señales. Es hijo de una mujer estéril, fruto de sus oraciones insistentes a Dios. La madre, Ana, lo consagra apenas nacer. Su cántico de alabanza recuerda mucho el Magníficat de María en el evangelio de Lucas, posiblemente es la adaptación de un antiguo poema de exaltación de los pobres de Yahvé: Dios favorece a los pequeños, a los humildes y a los desposeídos de la tierra, a los desvalidos y a las mujeres infértiles, como ella.

Cuando Ana desteta a su hijo, lo lleva al sacerdote Elí para que se eduque con él y sirva a Yahvé. El niño crece bajo la sabia tutela de Elí y ante el mal ejemplo que dan los dos hijos de este, Hofní y Fineas, que son corruptos. Samuel no se deja pervertir: «el muchacho Samuel, en cambio, crecía y era bueno, delante de Yahvé y de los hombres» (1 Samuel 2, 26).

La llamada de Samuel es un episodio muy conocido. Una noche, el joven escucha una voz que lo llama: ¡Samuel, Samuel! Pensando que es el anciano Elí, acude a su lado hasta tres veces. El viejo sacerdote lo advierte: esa voz viene de lo alto. La próxima vez, debe responder «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Efectivamente, Dios habla al muchacho y le avisa: castigará a la casa de Elí por su corrupción. A instancias de Elí, Samuel revela la visión a su maestro. Desde entonces, dice el relato, «Yahvé lo favorecía y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras. Todo Israel, desde Dan hasta Beersheva, supo que Samuel era reconocido como profeta de Yahvé. Yahvé continuó mostrándose en Shiló, porque se revelaba a Samuel» (1 Samuel 3, 19-21). 

El último juez

Samuel inaugura la tradición profética en Israel, pero además ejerce como juez. Tras la caída de Shiló y la pérdida del arca, se suceden unos años agitados. El arca es tan poderosa que atrae toda clase de maldiciones y plagas sobre las ciudades filisteas donde se conserva, así que los filisteos la van llevando de un lugar a otro hasta que, por fin, deciden devolverla a los israelitas. Pero las ciudades de Israel tampoco se libran de las calamidades. Por fin, Samuel convoca al pueblo en Masfá y lo exhorta a dejar la idolatría y el culto pagano a los baales y astartés. De esta manera, Dios favorecerá a su pueblo. Viendo a los israelitas reunidos, los filisteos deciden aprovechar para atacarlos. Aquí Samuel toma el mando como juez y anima al pueblo a luchar, ofreciendo sacrificios a Yahvé. Yahvé hace caer una gran tronada sobre la tropa filistea y los israelitas infligen a su enemigo una gran derrota. Dice el autor bíblico que «los filisteos no volvieron a entrar en territorio de Israel. Durante toda la vida de Samuel, la mano de Yahvé estuvo contra los filisteos» (1 Samuel 7, 12-13).

El sacerdote

Samuel ejercía como juez y sacerdote en varios santuarios. Durante el año se iba desplazando por Betel, Gálgala y Masfá, «y juzgaba a Israel en todos aquellos lugares. Su punto de retorno era Ramá, donde tenía su hogar, y allí también juzgaba a Israel» (1 Samuel, 15-17).

La función sacerdotal de Samuel se ve reflejada no solo en el culto a Yahvé, sino en el gesto de ungir a los futuros reyes del pueblo. El acto de ungir con óleo sagrado era tradicional en los reinos en el antiguo Oriente Medio. El ungido era el elegido por Dios, favorecido por él para ejercer su misión como gobernante del pueblo.

Como la Biblia relata, no faltaban en tiempos de Samuel los sacerdotes corruptos, que se dejaban comprar por dinero y se acostaban con las mujeres que acudían a rezar y a hacer ofrendas. Con su mal ejemplo, escandalizaban a las gentes y las alejaban de Dios. El autor bíblico denuncia estas malas prácticas en boca de un personaje anónimo que increpa a Elí y le vaticina un trágico final para sus hijos: «tus hijos Hofní y Fineas morirán en un solo día. Pero promoveré un sacerdote fiel, que actuará de acuerdo con mi voluntad y mi deseo» (1 Samuel 2, 24-25).

Samuel es la imagen ideal de un sacerdote íntegro: fiel a su misión, incondicional de Yahvé, honesto ante los hombres, es bendecido por el favor divino y su palabra profética es sabia y nunca falla.

Monarquía vs. Teocracia

En la historia de Samuel y los primeros reyes, Saúl y David, convergen dos tradiciones distintas que los autores bíblicos han yuxtapuesto, reflejando así la controversia. Si antes la tensión del pueblo era religiosa, entre el naturalismo cananeo y el yahvismo nómada, ahora la tensión es política: entre la teocracia y la monarquía.

En el libro de los Jueces ya vimos dos intentos de monarquía. Gedeón, tras su victoria contra los madianitas, es propuesto como rey, pero su respuesta es contundente: «solo Yahvé es el rey de Israel». En cambio, su hijo Abimelec fuerza una monarquía en Siquem, que acaba en desastre. Por tanto, ya vemos que el paso de la confederación tribal a la monarquía tiene dos precedentes poco favorables.

Ahora nos encontramos con dos versiones del nombramiento de Saúl como rey. La primera versión de su nombramiento como rey es la llamada fuente de Saúl, y relata que Samuel lo unge en un acto privado, casi en secreto.

Samuel tomó la jarra de aceite y lo vertió sobre Saúl. Después lo besó y le dijo: ¿No es cierto que el Señor te ha ungido como soberano de tu pueblo? […] El Espíritu del Señor se apoderará también de ti y harás como aquellos profetas. Desde ese momento te convertirás en otro hombre. […] Ya puedes hacer lo que convenga, porque Dios estará contigo. (1 Samuel 10, 1-8)

Según esta versión, posiblemente cercana a la tribu de Benjamín, a la que pertenecía Saúl, el rey es visto como la esperanza de su pueblo, un nuevo salvador al estilo de Moisés, enviado por Dios para liberar a Israel de sus enemigos. Saúl es un joven de la tribu de Benjamín, un campesino robusto, dotado de un físico espléndido y un carácter brioso, y tocado por el espíritu divino: de tanto en tanto entra en éxtasis y se pone a profetizar. Cuando los amonitas atacan a Israel y piden ayuda, él monta en cólera y reúne a las tribus para combatirlos. Obtiene una victoria aplastante y entonces el pueblo le ofrece la corona. Saúl lo tiene todo para convertirse en un líder popular: es carismático, apuesto, valiente, cercano al pueblo y amado por las gentes.

En cambio la segunda versión, llamada fuente de Samuel, recoge las reticencias de ciertos sectores de las tribus ante la figura de un rey. Aquí, Samuel aparece reacio a la monarquía y el autor bíblico pone en boca de Yahvé esta respuesta: «No es a ti a quien rechazan, sino a mí» (1 Samuel 8, 7). Samuel accede a regañadientes, convoca a los hombres y, en una especie de sorteo, elige y nombra a Saúl como rey. Ahora bien, avisa de los riesgos que conlleva un régimen monárquico con palabras muy certeras (1 Samuel 8, 11-18):

Así os gobernará el rey: tomará a vuestros hijos para que lleven sus carros de guerra y escolten su carroza. Los nombrará oficiales de cien o de cincuenta hombres. Les hará labrar sus propios campos y segar sus propios sembrados, y les obligará a fabricar sus armas y los arreos de sus carros de combate. Os quitará a las hijas para hacerlas perfumistas, cocineras y panaderas. Se apropiará de los mejores campos, de las mejores viñas y los mejores olivares para darlos a sus cortesanos. Exigirá el diezmo de vuestras cosechas y de vuestras viñas para pagar a sus funcionarios y cortesanos. Requisará a vuestros criados y criadas, a vuestros mejores mozos y a vuestros asnos y los ocupará en trabajos públicos.  Se quedará con el diezmo de vuestros ganados y vosotros mismos seréis sus esclavos. El día que esto ocurra, os quejaréis del rey que habéis elegido, pero el Señor no os escuchará.

Esta segunda fuente se enmarca dentro de la tradición deuteronomista, crítica con la monarquía. Además, la revisión final del texto se da en la época del exilio, cuando Israel ya ha caído ante Babilonia y se conoce el trágico fin del reino. Como señalan algunos biblistas, la sombra del futuro se alarga hacia el pasado, presagiando que la monarquía, aunque nace con signos prometedores, no será definitiva en la historia de Israel.

La historia de los reyes de Israel, reflejada en los libros de Samuel y Reyes, no será un compendio de hazañas y panegíricos, como sucedía con las crónicas de otros monarcas de la antigüedad. La Biblia no se recata en mostrar los aspectos más humanos, los defectos y debilidades de sus líderes. No son dioses ni semidioses, como los faraones o los reyes babilónicos. Son hombres, mortales y falibles, cuyo poder es temporal y efímero. El verdadero monarca, nos viene a decir la Biblia, sigue siendo Dios.

Epopeyas y héroes

Desde un punto de vista literario los relatos de los libros de Samuel y Reyes son fascinantes. Podríamos decir que son novelas históricas de la antigüedad. Recogen fragmentos de la épica oral, crónicas de la monarquía ya establecida, leyendas populares y tradiciones del profetismo. Sus autores anónimos lo refunden todo dando lugar a una narrativa llena de color y humanidad. Sus personajes son complejos y ambivalentes. Tanto en Saúl como en David encontramos rasgos nobles y heroicos, aspectos que nos los hacen simpáticos y atractivos, pero también descubrimos sus sombras y sus pasiones más oscuras: celos, mentira, traición, crimen. También Samuel, que es un compendio de varias corrientes, resulta un personaje muy rico. Su concepción y nacimiento ya están marcados por Dios. Su llamada es la de un profeta: Dios mismo le habla y le revela su vocación. Su vida es azarosa y a menudo se debatirá entre lo que él considera justo y lo que las circunstancias le obligan a hacer. En ocasiones, su lealtad y el sentido del deber chocarán con sus sentimientos… Samuel, como Moisés, será fiel a su misión hasta la muerte, y recibirá el reconocimiento de su pueblo.

Esta humanidad de los personajes bíblicos distingue la épica yahvista: los héroes son ensalzados… pero no se disfrazan sus defectos. Incluso parece que se quiere hacer especial hincapié en sus flaquezas humanas. El héroe final de esta épica, como lo indica el nombre, es Yahvé. Esta es la particularidad del pueblo hebreo y de su gran libro. Por su historia desfilan muchos personajes, pero el protagonista último es Dios.

En una época similar surge también la épica griega. Una vez caída la civilización micénica, en la llamada Edad Oscura, los bardos ambulantes recorren pueblos y ciudades recitando poemas que hablan de un pasado heroico y brillante. Los héroes de la épica griega ―sobre todo si nos centramos en la Ilíada y la Odisea― también son humanos, complejos y ambivalentes. En este sentido, se puede establecer una semejanza entre ambas épicas, la yahvista y la helénica. El factor humano es central y posee un peso y una calidad insuperables. Pero la cosmovisión que subyace en ambas diverge.

En el mundo griego, los dioses juegan a capricho con las vidas de los hombres. El destino final del ser humano es trágico: los dioses lo dictan, la muerte es el fin y no hay en ella nada de glorioso ni esperanzador. La única salvación posible es perdurar en la memoria gracias a las proezas realizadas. Ahí está la grandeza humana, aunque su voluntad no sea más que oleaje estrellándose contra el acantilado inexorable de la muerte.

En el mundo semita, también la muerte pone fin a la singladura humana. En la mayor parte del Antiguo Testamento no se menciona ni se espera una vida más allá. Es en la vida terrena donde el hombre cifra su esperanza. Siempre que lo desee, puede cambiar de actitud, convertirse y modificar su destino. No es el juguete de ningún dios. Es curioso que el Dios todopoderoso de los hebreos sea justamente el que menos poder ejerce sobre su criatura. Al hacer al hombre libre renuncia a su poder sobre él y continuamente tiene que ir corrigiendo sus planes. De modo que lo que nos encontramos en la Biblia es una visión del hombre como ser libre, autónomo y responsable de sus actos. No es víctima del destino ni está a merced de los hados. En lenguaje moderno, podríamos decir que Dios lo empoderaempowers― y le da una capacidad de decisión comparable a la suya misma. El ser humano, según la Biblia, fluctúa entre la humildad de saberse barro animado y la grandeza de saberse libre, semejante a Dios. La cosecha que recoja no será regalo de la fortuna ni maldición de una deidad irritada, sino la consecuencia justa de sus actos.

Los modernos ídolos

La controversia antimonárquica del libro de Samuel nos puede hacer reflexionar, hoy, sobre nuestras idolatrías humanas. El hombre es amigo del pedestal y, desde siempre, a lo largo de la historia, ha tendido a idolatrar a reyes, caudillos, liberadores o profetas. A todos nos vienen a la mente personajes contemporáneos que se han convertido en verdaderos ídolos de multitudes, tan venerados en vida como tras su muerte. Ya no solo líderes nacionales, dictadores o guerrilleros, sino cantantes, futbolistas, actores, artistas o literatos. Algunos son personajes ejemplares, otros controvertidos. Casi todos ellos poseen valores notables, por más que discutibles; algunos han dado la vida por una causa; otros, lamentablemente, han dejado tras de sí una cosecha de sangre. Hay quienes son amados por todos, otros son tan admirados por unos como odiados por otros.

La Biblia nos recuerda que, por más heroicos o loables que nos resulten, todos estos personajes son humanos. No son dioses. Tan falibles como nosotros mismos, tan merecedores de respeto como indignos de adoración. Pueden ser grandes, pero no divinos. Pueden ser ―no siempre― modelos, pero no absolutos. Quizás una actitud más sana sería abandonar las exaltaciones y adoptar una actitud lúcida y realista hacia nuestros héroes. Extraigamos de ellos lo bueno que se puede aprender y sepamos cribar lo que no es tan modélico. Seamos más aprendices y menos fans.