domingo, 23 de diciembre de 2018

Navidad, dos nacimientos

Hago este inciso con motivo de la Navidad. ¡Felices fiestas a todos los que visitéis este blog!


Esta semana de fiestas brilla en torno a una idea: nacimiento. Navidad, natividad, nacer, luz, vida. El nacimiento de un niño es fiesta en una familia, porque cambia su historia. El nacimiento de Dios es fiesta en la gran familia de la Iglesia, porque también significó un giro en la historia de la humanidad.

Este nacimiento que cambió la historia, sin embargo, no es recogido en ningún manual de historia. No se estudia en las asignaturas académicas, fuera de la teología. No merece un lugar en las crónicas oficiales. Si lo sacamos del ámbito religioso, Jesús no ocupa un lugar entre los grandes personajes históricos.

Realmente, su nacimiento fue un evento humilde, que pasó desapercibido por muchos. Los evangelios de la infancia, donde se mezcla lo real con el relato pedagógico ―midrash―  nos dicen que los únicos que se enteraron fueron gentes muy marginales: unos pastores, un anciano devoto en el templo, una anciana profetisa y unos magos algo despistados venidos de Oriente. Excepto Simeón y Ana, de los demás ni siquiera se consignan los nombres.

Obreros marginados, ancianos llenos de esperanza y científicos extranjeros en busca de la verdad. Estos son los que reciben el mensaje, los que tienen la mente y el corazón abiertos para comprender que Dios viene a la tierra, no en medio de un escenario espectacular, sino en la sencillez de lo cotidiano, incluso de lo pobre.

¡Este es el estilo de Dios! Cuando se hace uno de nosotros, no elige hacerse como un líder o un famoso, sino como uno más, de la mayoría. Y la mayoría, hace dos mil años, era una humanidad superviviente, campesina, a menudo oprimida y acostumbrada a la precariedad. Dios se encarna así. Un niño, un joven, un hombre de pueblo.

Escena del nacimiento, del film Nativity.


Dos nacimientos


Podríamos comparar, en la Biblia, los nacimientos de dos grandes figuras para entender mejor cómo actúa Dios en la historia humana. Tomemos a Moisés, el salvador del Antiguo Testamento, con Jesús, el salvador del Nuevo Testamento. Moisés es la figura clave sobre la que descansan la ley de Dios y las profecías, es el enviado, amigo de Dios, que libera al pueblo esclavizado en Egipto y lo lleva a la tierra prometida. Jesús es el cumplimiento de las profecías: es más que el enviado de Dios: es Dios mismo vivo entre su gente, viene a liberar al pueblo de la esclavitud del mal y le abre las puertas de otra tierra prometida que no tiene fronteras: el reino del cielo.

Moisés y Jesús son dos niños que nacen con una misión enorme: liberar y salvar a la gente oprimida. Sus nacimientos son humildes y en condiciones precarias. Uno nace entre los esclavos hebreos, sometidos en Egipto. El otro nace en el seno de una humilde familia de Nazaret, en un reino sometido al imperio romano. Pero los dos pertenecen a dos linajes que para Israel eran importantes: uno es de la tribu de Leví, la de los sacerdotes; Jesús pertenece a la estirpe de David, el rey emblemático.

El nacimiento de estos niños se ve envuelto en peligros y amenazas. Moisés, según órdenes del faraón, debe morir, como todos los niños varones nacidos de mujeres hebreas. Jesús también debe morir, por orden del rey Herodes, que manda matar a los recién nacidos en Belén para eliminar un posible rival a su trono. Moisés escapa de la muerte por la astucia y la rebeldía silenciosa de su madre y la princesa, hija del faraón. Jesús escapa de la muerte por la intervención de un ángel y la prudencia de José, que huye con su familia a Egipto. Parece que los poderosos del mundo se conjuran para echar por tierra los planes de Dios… pero Dios se vale de los pequeños, los que aparentemente nada pueden ―mujeres, hombres de pueblo― para salirse con la suya. Los dos niños viven, y crecen. Cuando se hagan adultos, podrán emprender su misión.

Moisés salvado de las aguas, según el pintor Gentileschi (Museo del Prado)

Belleza


El Éxodo nos dice que cuando la madre de Moisés ve a su hijo lo encuentra hermoso, se conmueve y decide salvarlo. La expresión empleada es la misma que aparece en el Génesis, cuando Dios va creando el mundo y ve que todo “es bueno”, o hermoso. La palabra es la misma. Hay belleza y bondad en la obra de Dios.

Los evangelios de la infancia nada nos dicen de María y sus sentimientos, pero podemos imaginar qué debió experimentar María al ver a su hijo recién nacido y acogerlo en su seno. Hay un hermoso escrito de Sartre que imagina la escena con estas palabras:

«Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí... Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe». Jean Paul Sartre, Barioná, el hijo del trueno (1940).

Sin embargo, los evangelios nos muestran la belleza de este momento en el coro de ángeles que cantan en el cielo y en la actitud de los pastores, que se maravillan y vuelven cantando alabanzas del niño. Sin duda han contemplado algo muy hermoso, algo que les ha tocado el corazón y que les dice que en aquel niño hay mucho más que lo que ven con los ojos físicos.

Los últimos papas, sobre todo Juan Pablo II y Benedicto XVI, nos han hablado mucho sobre la belleza como lenguaje de Dios. Así es. Dios puede actuar con sencillez, con estilo humilde y en lo más cotidiano. Pero su actuación no está nunca exenta de belleza. Es una hermosura que brilla por sí misma, porque es algo “bueno”, como la creación. Pero se necesita un corazón limpio para poder apreciarla; un corazón limpio como el de una madre, el de un carpintero, el de unos pastores o el de un anciano sabio que se arrodilla ante el misterio y se atreve a confiar en Dios.


domingo, 9 de diciembre de 2018

Job - ¿Existe la justicia divina?


En los ambientes cristianos se ha hecho proverbial la paciencia del santo Job. Se suelen citar frases de este libro para ilustrar al hombre justo, bueno y dócil, que sufre toda clase de desgracias sin rebelarse contra su destino, aceptando la voluntad de Dios. «Dios me lo dio, Dios me lo quitó, ¡loada sea su voluntad!».

Pero una lectura del libro completo, yendo más allá del comienzo y de las típicas frases que ya conocemos, nos va a mostrar un panorama muy diferente. Y quizás desconcertante. Porque Job, como veremos, no es un hombre paciente y sumiso. No es un modelo de docilidad. Job sufre, Job mira el mal cara a cara, el mal injusto, el mal inicuo, el dolor inmerecido, y se rebela. Job es el hombre que clama ante el cielo y lleva a juicio al mismo Dios.

El libro de Job es tremendamente existencialista. Y es audaz. Es valiente y sincero. Toca fondo y no rechaza abordar los interrogantes más profundos sobre el hombre y sobre Dios. Job es el hombre que no se contenta con respuestas fáciles. No acepta remedios light. No quiere explicaciones sencillas, ni lógicas razonables. Job se atreve a asomarse al abismo. Y se topa con su propio misterio, el misterio del mal y el misterio insondable de Dios.

Una estructura literaria simétrica


El libro de Job se enmarca entre un prólogo y una  conclusión que forman parte del relato que conocemos ―el hombre justo que lo pierde todo, salvo la vida, sufre hasta el límite y finalmente lo recupera todo con creces―. En medio se despliega un diálogo grandioso, con momentos de tensión y versos de gran lirismo y tintes épicos.

El prólogo o introducción explica su historia y el origen de sus desgracias. Siguen tres diálogos de Job con sus tres amigos. En cada diálogo, Job debate con los amigos, uno tras otro. Ellos exponen sus argumentos, Job se los rebate y luego clama ante Dios. Finalmente, aparece un quinto personaje, Elihú, que inicia cuatro discursos ante Dios y ante Job. A continuación siguen los cuatro últimos discursos, dos de Dios y dos de Job. Finalmente, encontramos la coletilla o epílogo que enlaza con el prólogo. Es la conclusión del nudo que se ató al principio, y que se resuelve aquí.

Literariamente hablando, es una estructura simétrica, compleja y perfecta. Y la fuerza de sus versos, su expresividad y su calidad dramática hacen de este libro uno de los más densos, profundos e impactantes de toda la Biblia.

Una dura prueba, un final feliz


En el prólogo se nos explica cómo Dios y Satán observan a Job desde el cielo. ¿Quién es Satán? La profesora Hayes explica que no responde al concepto del demonio, tal como lo entendemos hoy en clave cristiana. «El Satán», así, tal como aparece en este libro, es una especie de fiscal acusador, un miembro del consejo de ministros de Dios. Está al servicio de su Señor, y su función es poner a prueba la integridad de Job.

Dios alaba la justicia y la bondad de Job, su fe y su piedad. Pero Satán lo cuestiona: Job es bueno porque lo tiene todo: salud, dinero, amor, familia… Todo le va bien en la vida, ¡es fácil ser bueno así! ¿Y si le quitas todo lo que tiene? Dios le permite quitárselo todo.

Y Job, privado de su riqueza, viendo cómo sus hijos mueren y su patrimonio se diluye, se mantiene fiel. Aquí es donde pronuncia la famosa sentencia: «Desnudo vine del vientre de mi madre al mundo; desnudo he de volver. Dios da y Dios quita, sea bendito su nombre» (Job 1, 21).

Satán da una vuelta más de tuerca. Bien, le hemos quitado todo lo que tenía. Pero conserva la salud, la vida, la fuerza. ¿Y si le quitamos también eso? Dios le permite quitarle la salud, pero no la vida.

Y Job cae con una enfermedad espantosa e incurable, que le produce llagas y sufrimientos atroces. Hasta su mujer lo deja por imposible y lo increpa. ¡Muérete de una vez!, le viene a decir. Job aguanta. «En todo esto, Job no pecó con sus labios ni recriminó nada a Dios…». Ahora bien, podemos preguntarnos: en su interior, ¿lanzó alguna acusación a Dios?

Si nos saltáramos los diálogos que siguen y fuéramos a la conclusión del relato tendríamos la historia perfecta: Job es recompensado por tanta paciencia y lealtad a Dios y, finalmente, todos sus bienes y su salud le son restablecidos, y aún más que antes. Es el premio a su fidelidad. Punto final, y final feliz.

Pero… esa no es toda la historia. Los biblistas coinciden en que el prólogo y el final de Job son añadidos a un núcleo duro que es la médula y el corazón del relato. Son los tres diálogos y los discursos finales donde se despliega el argumento principal de este libro. Y no es una historia bonita, sino un drama con tintes trágicos en el que todos, en algún momento de nuestra vida, nos podemos reconocer.



¿Es Dios justo?


El primer ciclo de diálogos acaba cuestionando la justicia de Dios y la mentalidad retributiva: es decir, aquello que siembres cosecharás. Si eres bueno, tendrás premio, si obras mal, serás castigado. Muchos de nosotros, desde niños, fuimos aleccionados en esta doctrina. También es propia de otras religiones e incluso en el mero plano ético y filosófico. Parece lógico que el justo reciba su recompensa… Pero no es esto lo que nos dice Job. Este sistema falla, y él es la prueba viviente.

El primer amigo, Elifaz, es un defensor de la doctrina retributiva: «¿No has puesto tu confianza en la piedad, y tu esperanza en una vida íntegra? ¿Qué inocente se ha perdido jamás? ¿Dónde se ha visto que los justos sean exterminados? Tal como he visto: quienes labran la miseria y siembran el dolor, eso recogen» (Job 4, 7-9). Y si el hombre justo es castigado, es porque algo tiene que aprender: «Feliz el hombre al que Dios corrige, ¡no desdeñes la lección del Poderoso!» (Job 6, 37).

Job replica desde un dolor insoportable, tanto que no le valen discursos ni razonamientos: «Tengo plantadas en mí las flechas del Todopoderoso, y mi espíritu sorbe su veneno. El terror de Dios me cubre y ni alma no encuentra el sosiego» (Job 6, 4-7). Pero, además, él es un hombre bueno, que no ha hecho ningún mal, no merece castigo: «¡Qué gratos son vuestros discursos equitativos! Pero ¿qué quieren atacar vuestras críticas? ¿Pretendéis censurar unas palabras, expresiones de desespero que se lleva el viento?  ¡Atacáis a un hombre íntegro y os cebáis contra vuestro amigo!… ¿Hay injusticia en mi lengua, o mi paladar no distingue las palabras? (Job 6, 25-30)



Bildad, el segundo amigo, echa mano del optimismo fácil: reprocha a Job sus lamentos y lo invita a tener esperanza, pues «tu antigua condición te parecerá nada vista la prosperidad que te espera» (Job 8, 7). «Dios no rechaza al hombre íntegro ni defiende a los que obran el mal. La risa llenará tu boca de nuevo, el gozo florecerá en tus labios y tus enemigos serán cubiertos de oprobio, la tienda de los impíos desaparecerá» (Job 8, 20-22). Esta es la filosofía de buena parte de los salmos y los proverbios. Confía en Dios y él te defenderá.

Pero Job replica que no puede fiarse de la justicia divina porque, ¿quién es el hombre para saber lo que piensa Dios? ¿Acaso podemos adivinar sus designios? Job es consciente de la grandeza de Dios, que «hace cosas grandes, insondables, y maravillas sin número» (Job 9, 10), pero este mismo Dios se hace esquivo e inabarcable: «Si quiere tomar nada, ¿quién se le puede resistir? ¿Quién se atreve a decirle: “¿Qué haces?” Dios no pone freno a su ira… Aunque tuviera razón, no me podría defender. Si grito, no me responde, y estoy convencido de que me oye. Él, que me espía desde la tormenta y multiplica mis heridas sin razón, ¡que no me deja ni tomar aliento y me colma de amargura!... Justo o culpable, ¡él todo lo mata! Y si no es él, ¿quién es?» (Job 9, 12-24). Aquí encontramos una imagen de Dios lejos de las estampas infantiles: es el Dios terrible, el Dios que está en una tremenda desigualdad con el hombre. Es tan grande y poderoso que el ser humano nada puede ante él.

Job, sin embargo, es atrevido. Su dolor lo impulsa a presentar una denuncia ante Dios, porque se siente condenado sin ser culpable: «¡Estoy harto de vivir! Presentaré ante él mi queja. Quiero decir a Dios: No me condenes, ¡dime por qué me has declarado la guerra! ¿Es un bien para ti que me hagas violencia, que rechaces la obra de tus manos?... Y sabes bien que yo no soy culpable, que no he cometido ninguna obra pérfida» (Job 10, 1-7).

Job reconoce que su vida es obra de Dios, pero su vida ahora es tan dolorosa que reniega de esta existencia tan triste. Su reacción es muy natural, podemos reconocerla en aquellos que sufren tanto que prefieren morir. «Tus manos me han modelado y me han hecho, ¿ahora quieres destruirme? ¿Me amasaste como arcilla y me harás volver al polvo? ¿Me vestiste de piel y carne y me tejiste de huesos y nervios? ¿Me infundiste la vida y velaste por mi aliento con solicitud? Pero te guardabas esto, escondido en tu corazón: si pecaba, me vigilabas sin pasarme ninguna falta: si era culpable, ¡pobre de mí! Y si era justo, ¡no podía ni alzar la cabeza!» (Job 10, 8-15). Es otra denuncia ante Dios. Si nos has creado, ¿por qué permites que suframos? ¿O es que nos has creado para que seamos tus esclavos, castigados si nos portamos mal, oprimidos si obramos bien? ¿Es Dios un tirano que juega con nosotros?

Sofar, el tercer amigo, queda escandalizado y reprueba a Job sus quejas y denuncias a Dios. Lo considera un insensato: «¿Pretendes descubrir el fondo de Dios, y llegar hasta el final del Todopoderoso?... Pero ojalá Dios hablase y abriese la boca para responderte, y te desvelara los secretos de la sabiduría, que son maravillas de la inteligencia. Es más alta que el cielo, ¿qué haces tú? Más profunda que el país de los muertos, ¿qué sabes tú?... Es él quien conoce a la gente perdida, ve la iniquidad y la observa» (Job 11, 9-11). Sofar, como Bildad, invita a Job a ser paciente y a esperar en la bondad de Dios.

Job replica también a este amigo bienintencionado: «¡Con vosotros morirá la sabiduría!... El que invoca a Dios y lo escucha, el hombre justo, ha sido la burla y el oprobio de los demás. A los íntegros les caen las desgracias, el feliz desprecia el tiempo y su pie llega al fin de su viaje. Las casas de los rufianes están en paz y los que irritan a Dios viven seguros, pensando que tienen a Dios en el bolsillo» (Job 12, 2-6).

De nuevo derrumba la tesis de la justicia retributiva: a muchas personas buenas les acaece toda clase de males, mientras que muchos granujas prosperan y son felices. Dios permite todo esto. Por eso, Job reitera su demanda: «Tengo ganas de pleitear contra Dios, ¡vosotros no sois más que unos charlatanes, médicos de fantasías todos! Si al menos callaseis de una vez, os contaría este silencio como sabiduría. Escuchad los agravios de mi boca y las razones de mis labios, ¿creéis que vais a defender a Dios con un lenguaje injusto, y que vais a defender su causa con mentiras?... Callad ante mí y dejadme hablar, ¡que me suceda lo que quiera! Tomo mi carne entre mis dientes y mi vida en mis propias manos. Aunque me mate, yo seguiré esperando y defenderé ante él mi conducta» (Job 12, 4-7. 13-15)

Al final de este diálogo, Job expresa su angustia existencial ante la muerte y la aniquilación. El hombre sediento de vida anhela, también, que esta dure para siempre y no perezca. En su reproche hay un enojo porque la vida es perecedera.

«El árbol conserva una esperanza, si lo talan, vuelve a brotar… Pero el hombre, si muere, queda inerte, ¿dónde está un ser humano cuando expira? Hasta que se gaste el cielo no despertará… ¡Oh, si me escondieras en el país de los muertos hasta que pase la ira, si fijaras un plazo para pensar en mí! ¡Oh, si un hombre, una vez muerto, pudiera volver a vivir! … Pero una montaña que cae se deshace, una roca cambia de lugar, las piedras las erosiona el agua, sus torrentes se llevan la tierra. Así destruyes la esperanza del mortal y el hombre yace para no volver a levantarse; naufraga para siempre y se va, lo desfiguras y lo despides. Si sus hijos son honrados, no lo sabrá; si son poca cosa, no pensará en ello; no sufre sino por sí mismo, y es por sí solo que se lamenta» (Job 14, 7-22).



Vemos en este primer diálogo un intento, por parte de los amigos, de explicar la conducta de Dios y justificarla. Quieren dar una imagen de Dios accesible y razonable. La réplica, por parte de Job, nos dice que es imposible entender a Dios, conocer sus planes y predecir sus designios. Es tan grande e inabarcable que no se puede nada contra él. Pero él, Job, lo va a demandar porque ha cometido dos injusticias contra el hombre, a su ver: castigar a un justo (devolver mal por bien) y haber creado una vida perecedera (si nos das la vida, ¿por qué luego la quitas?). Job expresa dos rebeliones impresas en la psique humana: la indignación ante el mal injusto y ante la muerte como final definitivo.

La justicia de Dios y la justicia humana


Comienza un segundo diálogo donde los tres amigos vuelven a intervenir.

Elifaz, siempre defendiendo la noción de justicia como premio-castigo, recrimina a Job que intente juzgar a Dios y dirigir contra él su ira. El ser humano no es quién para enfrentarse a su creador: «Tu boca te condena, no yo, y tus labios dan testimonio contra ti. ¿Qué es el hombre, para ser puro, y para ser justo? Dios no confía en sus santos ni el cielo es puro a sus ojos, ¿qué no será del tarado y corrupto, del hombre que bebe la injusticia como agua? Quiero instruirte, escúchame, y te contaré lo que he visto… La vida del impío es un tormento continuo… Ha extendido la mano contra Dios y se atreve a desafiarlo… Su fortuna no se mantiene y el viento se lleva su fruto…» (Job 15, 13-16. 17-20. 25. 28-30)

Job replica. ¡Es fácil hablar así cuando uno está bien! También él podría soltar discursos similares. Pero desde el dolor inhumano, la realidad se ve de otra manera. «¡Sois todos unos consoladores molestos! ¿No acabarán nunca, esas palabras de viento? También yo podría hablar como vosotros si estuvierais en mi caso; y os ofrecería discursos deslumbradores, os daría consuelo con la boca, coraje con los labios. Si hablo, no cede mi dolor, si callo, ¿acaso se va de mí?» (Job 16, 2-6).



De nuevo Job expresa su sufrimiento y reclama justicia de Dios, insistiendo en su inocencia: «Dios me ha entregado en manos de bribones, me ha lanzado entre los impíos. Estaba tranquilo, me ha agarrado por el cuello y me ha destrozado. Me ha plantado como un hito y las flechas vuelan sobre mí, me traspasa las entrañas sin piedad…» (Job 16, 11-13). «¡Oh tierra, no cubras mi sangre, y que nada detenga su clamor! Pues tengo en el cielo a mi testigo, mi defensor habita en lo alto. Las lágrimas resbalan por mi rostro ante Dios. Que mi defensor haga de árbitro entre el hombre y Dios » (Job 16, 18-21).

El segundo amigo, Bildad, insiste en el mal destino que aguarda al hombre injusto, reforzando la doctrina de la retribución: «El justo se mantiene firme en su camino, y el de manos puras se refuerza… También la luz de los impíos se apaga y no brilla la llama de su hogar… El mal le devora la piel y los miembros… Lo arranca de su tienda confortable y lo arrastra hacia el reino de terrores… Su recuerdo desaparecerá del país y jamás se hablará de él en las calles. Empujado de la luz a las tinieblas, se ve arrojado fuera del mundo… Ningún otro destino aguarda al injusto, al hogar del que no conoce a Dios» (Job 17, 9; Job 18, 5. 13-14. 17-18. 21)

Job responde desesperado: sí, Dios lo acosa y lo castiga, y ya no puede resistirlo más: «Dios comete un agravio contra mí: me rodea con su alambrada, si grito “violencia” no me responde, si pido auxilio, nadie me hace justicia. Me ha barrado el camino, para que no pase. Ha cubierto de tinieblas mi camino, me ha despojado de mis galas y me ha quitado la corona de la frente; me golpea por todas partes, y debo marchar. Arranca, como un árbol, mi esperanza, su ira se ha encendido contra mí y me considera su gran enemigo» (Job 19, 6-11). ¿Qué puede hacer un hombre contra Dios, si este lo ataca?

No le queda otra cosa que pedir clemencia: «Tened piedad, piedad de mí, amigos míos, ¡ya que es la mano de Dios la que me ha tocado! ¿Por qué me perseguís como carneros y no tenéis bastante con mi carne? ¡Ojalá mis palabras fueran escritas y grabadas en su libro, con estilete de hierro y plomo, talladas en la roca para siempre! Pero ya sé que mi vengador vive, y que él es siempre el último sobre el polvo…» (Job 21-25)

¡Médicos de fantasías! Consoladores molestos... 
¿Vais a defender a Dios con la mentira?


Sofar no hace más que parafrasear y ampliar el discurso de Bildad: el injusto acabará mal, recibirá su castigo: «Aumenta sus ganancias pero no está alegre, sus negocios crecen y no está satisfecho, porque asfixia a los humildes con su salario y roba la casa que no edificó. No está tranquilo con sus ídolos ni sus tesoros lo pueden salvar. En la cima de su esplendor pasa miseria y el desastre, con toda su furia, lo sorprende. Dios vuelca sobre él su ira ardiente y hace llover sobre él su cólera…» (Job 20, 18-23) ¿No suenan estas frases a cierto discurso contra los ricos y poderosos que corre por el mundo? A menudo las gentes de a pie nos consolamos pensando que los ricos no son felices, que un día “les tocará” vivir desgracias…

Pero Job replica y contradice a su amigo. No es cierto que el injusto siempre acabe mal, y todos lo podemos ver cada día. Incluso los descreídos que se burlan de Dios o ignoran su existencia no reciben castigo alguno: «Aunque dicen a Dios: “¡Largo de aquí! Tus caminos no nos llaman”, ¿qué necesidad tiene el Poderoso de que lo sirvamos? ¿Qué obtenemos, invocándolo?  ¿No tienen ellos la felicidad en sus manos, y Dios no está lejos de castigar a los impíos? ¿Acaso vemos a menudo que su fuego se apague y que la desgracia se abata sobre ellos?» (Job 21, 14-17). Al contrario, parece que los malos medran y salen indemnes de todo castigo: «¿No habéis preguntado a los viajeros ni sus relatos lo confirman: que el malo siempre queda preservado del desastre y que triunfa en el día de la ira? ¿Quién le reprocha a la cara su conducta y quién pasa cuentas de lo que ha hecho? Una vez lo llevan a enterrar, ¡aún velan por su túmulo!... De vuestras réplicas sólo queda falsedad» (Job 21, 19-24)

Es duro. Es duro reconocer que muchos “malos” se salvan, prosperan, son reconocidos y hasta después de muertos su memoria es respetada. ¿De qué sirve entonces creer en Dios y ser buena persona, si no hay castigo ni premio? ¿No es más razonable buscar el propio beneficio, sin preocuparse de Dios, ni del bien ni del mal?

Job no sólo pone a sus amigos contra las cuerdas. Está cuestionando todo un sistema religioso, filosófico y moral. Está cuestionando la doctrina premio-castigo en la que muchos hemos sido educados y en la que descansan culturas, credos y sociedades enteras.

¿Esperábamos encontrar algo así leyendo la Biblia?

Continuará…