domingo, 23 de diciembre de 2018

Navidad, dos nacimientos

Hago este inciso con motivo de la Navidad. ¡Felices fiestas a todos los que visitéis este blog!


Esta semana de fiestas brilla en torno a una idea: nacimiento. Navidad, natividad, nacer, luz, vida. El nacimiento de un niño es fiesta en una familia, porque cambia su historia. El nacimiento de Dios es fiesta en la gran familia de la Iglesia, porque también significó un giro en la historia de la humanidad.

Este nacimiento que cambió la historia, sin embargo, no es recogido en ningún manual de historia. No se estudia en las asignaturas académicas, fuera de la teología. No merece un lugar en las crónicas oficiales. Si lo sacamos del ámbito religioso, Jesús no ocupa un lugar entre los grandes personajes históricos.

Realmente, su nacimiento fue un evento humilde, que pasó desapercibido por muchos. Los evangelios de la infancia, donde se mezcla lo real con el relato pedagógico ―midrash―  nos dicen que los únicos que se enteraron fueron gentes muy marginales: unos pastores, un anciano devoto en el templo, una anciana profetisa y unos magos algo despistados venidos de Oriente. Excepto Simeón y Ana, de los demás ni siquiera se consignan los nombres.

Obreros marginados, ancianos llenos de esperanza y científicos extranjeros en busca de la verdad. Estos son los que reciben el mensaje, los que tienen la mente y el corazón abiertos para comprender que Dios viene a la tierra, no en medio de un escenario espectacular, sino en la sencillez de lo cotidiano, incluso de lo pobre.

¡Este es el estilo de Dios! Cuando se hace uno de nosotros, no elige hacerse como un líder o un famoso, sino como uno más, de la mayoría. Y la mayoría, hace dos mil años, era una humanidad superviviente, campesina, a menudo oprimida y acostumbrada a la precariedad. Dios se encarna así. Un niño, un joven, un hombre de pueblo.

Escena del nacimiento, del film Nativity.


Dos nacimientos


Podríamos comparar, en la Biblia, los nacimientos de dos grandes figuras para entender mejor cómo actúa Dios en la historia humana. Tomemos a Moisés, el salvador del Antiguo Testamento, con Jesús, el salvador del Nuevo Testamento. Moisés es la figura clave sobre la que descansan la ley de Dios y las profecías, es el enviado, amigo de Dios, que libera al pueblo esclavizado en Egipto y lo lleva a la tierra prometida. Jesús es el cumplimiento de las profecías: es más que el enviado de Dios: es Dios mismo vivo entre su gente, viene a liberar al pueblo de la esclavitud del mal y le abre las puertas de otra tierra prometida que no tiene fronteras: el reino del cielo.

Moisés y Jesús son dos niños que nacen con una misión enorme: liberar y salvar a la gente oprimida. Sus nacimientos son humildes y en condiciones precarias. Uno nace entre los esclavos hebreos, sometidos en Egipto. El otro nace en el seno de una humilde familia de Nazaret, en un reino sometido al imperio romano. Pero los dos pertenecen a dos linajes que para Israel eran importantes: uno es de la tribu de Leví, la de los sacerdotes; Jesús pertenece a la estirpe de David, el rey emblemático.

El nacimiento de estos niños se ve envuelto en peligros y amenazas. Moisés, según órdenes del faraón, debe morir, como todos los niños varones nacidos de mujeres hebreas. Jesús también debe morir, por orden del rey Herodes, que manda matar a los recién nacidos en Belén para eliminar un posible rival a su trono. Moisés escapa de la muerte por la astucia y la rebeldía silenciosa de su madre y la princesa, hija del faraón. Jesús escapa de la muerte por la intervención de un ángel y la prudencia de José, que huye con su familia a Egipto. Parece que los poderosos del mundo se conjuran para echar por tierra los planes de Dios… pero Dios se vale de los pequeños, los que aparentemente nada pueden ―mujeres, hombres de pueblo― para salirse con la suya. Los dos niños viven, y crecen. Cuando se hagan adultos, podrán emprender su misión.

Moisés salvado de las aguas, según el pintor Gentileschi (Museo del Prado)

Belleza


El Éxodo nos dice que cuando la madre de Moisés ve a su hijo lo encuentra hermoso, se conmueve y decide salvarlo. La expresión empleada es la misma que aparece en el Génesis, cuando Dios va creando el mundo y ve que todo “es bueno”, o hermoso. La palabra es la misma. Hay belleza y bondad en la obra de Dios.

Los evangelios de la infancia nada nos dicen de María y sus sentimientos, pero podemos imaginar qué debió experimentar María al ver a su hijo recién nacido y acogerlo en su seno. Hay un hermoso escrito de Sartre que imagina la escena con estas palabras:

«Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí... Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe». Jean Paul Sartre, Barioná, el hijo del trueno (1940).

Sin embargo, los evangelios nos muestran la belleza de este momento en el coro de ángeles que cantan en el cielo y en la actitud de los pastores, que se maravillan y vuelven cantando alabanzas del niño. Sin duda han contemplado algo muy hermoso, algo que les ha tocado el corazón y que les dice que en aquel niño hay mucho más que lo que ven con los ojos físicos.

Los últimos papas, sobre todo Juan Pablo II y Benedicto XVI, nos han hablado mucho sobre la belleza como lenguaje de Dios. Así es. Dios puede actuar con sencillez, con estilo humilde y en lo más cotidiano. Pero su actuación no está nunca exenta de belleza. Es una hermosura que brilla por sí misma, porque es algo “bueno”, como la creación. Pero se necesita un corazón limpio para poder apreciarla; un corazón limpio como el de una madre, el de un carpintero, el de unos pastores o el de un anciano sabio que se arrodilla ante el misterio y se atreve a confiar en Dios.


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