domingo, 19 de agosto de 2018

22. El tercer Isaías: visiones de un mundo nuevo

La escuela del Tercer Isaías produce sus escritos entre el periodo del exilio babilónico (586-540 a.C.) y en el periodo posterior llamado de la restauración, bajo el imperio persa, cuando los judíos pudieron regresar a su tierra bajo la protección del emperador, reconstruyeron su templo y restablecieron su culto religioso.

Estos escritos reflejan los problemas y desafíos del pueblo hebreo en esas épocas. Durante el exilio, el profeta afronta el desánimo de sus compatriotas y la tendencia a fusionarse con la población babilónica, adoptando sus usos y su religión politeísta. Durante la restauración, los que regresaron a Judá también se encontraron con toda clase de dificultades: incomprensión, oposición de la población local, denuncias por rebeldía ante el emperador, carencias económicas y el dilema: ¿debían o no mezclarse con la población local y extranjera? ¿Debían mantener sus vínculos con Babilonia y los otros pueblos? ¿Segregación o integración? ¿Nacionalismo o universalismo?

El Tercer Isaías ofrece un mensaje de consuelo y esperanza en ambos contextos. Y en este sentido, la visión del profeta es optimista. El pueblo está en manos de Dios, que no lo ha abandonado, y Dios se vale de las catástrofes y los avatares de la historia para sacar algo bueno de todo. Dios creará una realidad nueva. Y en este mundo nuevo habrá lugar, no sólo para Israel, sino para todas las naciones. Todo el mundo está llamado a la renovación, la gracia de Yahvé alcanza todas las tierras y todas las gentes, sin excepción. La posición de la escuela de Isaías, por tanto, no es nacionalista ni cerrada ante los extranjeros, sino universal y abierta a otros pueblos.

Visión de la Nueva Jerusalén.


Páginas de esperanza: la nueva Jerusalén


Este pasaje de Isaías es muy conocido pues se lee en diversas fiestas litúrgicas:

¡Levántate, Jerusalén, ponte radiante, que lega tu luz y la gloria de Yahvé despunta para ti! Sí, las tinieblas cubren la tierra y las negras nubes las naciones, ¡pero sobre ti despunta Yahvé y su gloria asoma por encima de ti! … Cuando lo veas, estarás radiante y el corazón se te ensanchará de emoción, porque los tesoros del mar afluirán hacia ti, las riquezas de los paganos vendrán a tu casa… Y tus puertas estarán siempre abiertas, no las cerrarán de noche ni de día, para que vengan a ti las riquezas de los paganos… sí, haré magnífico el lugar de mi santuario (Isaías 60, 1-2. 5. 11-12)

Esta visión de la Jerusalén radiante contrasta vivamente con la memoria que muchos debían conservar, de una ciudad devastada por la guerra, empobrecida y derrotada. Pero la nueva ciudad de Dios no sólo será un lugar espléndido, sino un hogar de paz.

No se oirá hablar más de violencia en tu país, ni de estragos ni calamidades sobre tu territorio. Pondrás en tus murallas el nombre de “Salvación” y en tus puertas, el de “Alabanza”. De día ya no tendrás al sol como luz, ni la claridad de la luna te iluminará, porque Yahvé será tu luz eterna, y tu Dios será tu magnificencia. Jamás se pondrá tu sol ni menguará tu luna, porque Yahvé será tu luz eterna y tus días de duelo se habrán terminado (Isaías 60, 18-20).

De nuevo, como en otros pasajes proféticos, Jerusalén es comparada con la novia, con la esposa amada que aguarda a su esposo y se alegra ante su llegada:

Mi alma se regocijará en mi Dios, porque me ha vestido con la victoria, me ha envuelto con el manto de la liberación como un novio se ciñe su diadema, como la novia se atavía con sus joyas. Porque como la tierra hace brotar sus semillas, como un jardín hace germinar sus plantas, así el Señor Yahvé hará germinar la liberación y la alabanza ante todas las naciones (Isaías 61, 10-11).
Ya no te llamarán más “Abandonada”, ni a tu tierra “Solitaria”, sino que te llamarán “mi Deleite”, y a tu tierra, “Desposada”, porque Yahvé se deleitará en ti y tu tierra tendrá un esposo. Porque, como un joven desposa a una doncella, te desposará el que te reconstruya, y como el novio se alegra con la novia, tu Dios se alegrará contigo (Isaías 62, 4-5).

¿Cómo leer estos textos hoy? Tomando la analogía hebrea a la inversa. Si Jerusalén es la novia de Dios… podemos leerlo también así: todos nosotros somos Jerusalén. Todos nosotros somos el amado, la amada de Dios que espera la restauración. Todos hemos sido Jerusalén devastada cuando hemos sufrido grandes pruebas: enfermedad, duelo por un ser querido, pérdida, pobreza, cárcel, incluso emigración, guerra o exilio. Pero si confiamos en Dios, él nos ayudará a salir adelante. Porque quien confía, vive de otra manera. Quien espera, ya está anticipando el bien que vendrá. Y quien vive diferente está creando otra realidad, para sí y para quienes le rodean. La enseñanza del profeta no se aleja mucho de la de los modernos coach o gurús de la autoayuda: cuando haces algo diferente, tu vida cambia. Y actúas diferente porque crees y confías que las cosas pueden mejorar, siempre.

Reconstrucción del templo en tiempos de Zorobabel.


Los extranjeros son bienvenidos


La Biblia, como colección de libros, no mantiene una posición única ni uniforme respecto a muchos temas. Como señala la profesora Christine Hayes, forma una polifonía que, en conjunto, es rica y armónica, pero si tomamos parte por parte encontraremos que hay voces muy diferentes, incluso en contrapunto. Así como en los libros de Esdras y Nehemías, escritos durante la restauración, vemos reflejada una posición fuertemente nacionalista y de cerrazón ante los extranjeros, que debían ser excluidos de la comunidad judía, no es esta la postura del Tercer Isaías. Leemos versos como estos:

Observad el derecho y practicad la justicia… Que el extranjero que se ha adherido a Yahvé no diga: Ciertamente, Yahvé me excluirá de su pueblo. Que el eunuco tampoco diga: ¡No soy más que un árbol seco! Porque así habla Yahvé: A los eunucos que observan mis sábados, que optan por aquello que yo favorezco y se mantienen firmes en mi alianza, les daré mi casa y en mis muros tendrán una estela y un nombre que valdrá más que hijos e hijas; les daré un nombre eterno que no se perderá nunca. En cuanto a los extranjeros que se han adherido a Yahvé para ser sus ministros y para amar su nombre y ser sus servidores: todo aquel que observe el sábado sin profanarlo y se mantenga firme en mi alianza, los conduciré a mi montaña santa y haré que se alegren en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán aceptados sobre mi altar, ya que mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos (Isaías 56, 1-7).

Este texto viene a decirnos que hubo extranjeros que abrazaron la fe en Yahvé e incluso fueron “ministros” suyos (¿sacerdotes?). Y que Dios no los rechaza. Su favor no depende de la nacionalidad, ni siquiera de su estado personal, pues los eunucos también son aceptados. Basta que la persona sea fiel a su alianza, es decir, que cumpla con sinceridad lo que agrada a Dios, y recibirá un “nombre eterno”, es decir, que tendrá un lugar junto a Dios para siempre. Con esto, el favor divino no se basa ya en una tierra ni en un linaje, sino en la condición moral de la persona. Dios no te amará por ser de tal país o tal nacionalidad, sino por tu bondad y por la nobleza de tus obras.

Grabado que representa el sacrificio de niños a Baal.

Contra la idolatría


En cambio, el Tercer Isaías se muestra muy duro y exigente contra los propios judíos, a quienes acusa de hipocresía y tendencias idolátricas. Contra estos y contra sus prácticas paganas utiliza invectivas despiadadas:

Pero vosotros os habéis hecho hijos de la bruja, raza adúltera y prostituida: ¿A quién hacéis muecas y sacáis la lengua? ¿No sois unos infieles, una raza falsa? Los que se excitan bajo los terebintos, bajo todo árbol verde, que inmolan niños en los arroyos, entre las grietas de las rocas (Isaías 57, 3-5).

Dios se lamenta de que su pueblo lo abandona por otros dioses y anuncia que al final, sólo los humildes, los que confían en él, se salvarán:

¿Quién te ha asustado y amenazado para que hayas renegado de mí, para que no te acuerdes de mí ni te preocupes por mí? ¿No es cierto? Yo callaba y cerraba los ojos, así que no te causaba temor alguno. Pero soy yo quien denunciaré tu justicia y tus obras. No te servirán de nada cuando grites, no te salvarán tus ídolos. A todos se los llevará el viento, un soplo se los llevará. Pero el que confía en mí heredará la tierra y poseerá mi montaña santa (Isaías 57, 11-12).

Una fe coherente


Isaías, como otros profetas, aboga por una fe coherente con la justicia. Jesús se hará eco de estas palabras en el evangelio:

Sí, pasáis el ayuno en disputas y peleas, atizando impíamente golpes de puño. No son ayunos como estos los que harán oír vuestra voz en las alturas. ¿Es este el ayuno que yo quiero, un día en que el hombre se mortifica? Inclinar la cabeza como un junco, tenderse sobre el saco y la ceniza, ¿es esto a lo que tú llamas ayuno, un día agradable a Yahvé? ¿No es este el ayuno que yo querría, oráculo del Señor Yahvé: romper las cadenas injustas, desatar el yugo, liberar a los oprimidos, romper cualquier yugo? ¿No lo es partir el pan con quien tiene hambre, acoger a los pobres que no tienen casa? Si ves a alguien desnudo, vístelo, y no finjas ignorar a tu prójimo; entonces tu sol despuntará como la aurora y tu herida se cicatrizará pronto. Tu justicia irá por delante de ti y la gloria de Yahvé seguirá tus pasos. Entonces, si llamas, Yahvé te responderá, si pides auxilio, te dirá: ¡Aquí me tienes!  Si rompes los yugos, si dejas de señalar con el dedo y de maldecir, si das tu pan al hambriento, si consuelas el alma afligida, tu sol brillará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía. Yahvé te guiará constantemente… (Isaías 58, 4-11).

Aquí tenemos el origen de las bienaventuranzas y las obras de misericordia. Dios no quiere sacrificios absurdos ni mortificaciones: Dios quiere que seamos solidarios, generosos, atentos a las necesidades de los demás. El “sacrificio” que Dios quiere, en definitiva, es el amor y la compasión hacia el prójimo, y nada de imposturas espirituales ni aspavientos devotos.

Sólo Dios


De nuevo el Tercer Isaías regresa al gran tema, al protagonista, al centro de su mensaje: ¡sólo Dios! Dios es el centro, el origen y el destino de todo. Nada ni nadie es más grande, y él lo abraza todo. Pero este Dios todopoderoso y terrible, también es padre, y es madre, entrañable y cercano a sus hijos. En primer lugar, Dios salva del peligro (como lo hizo en el éxodo, partiendo en dos el Mar Rojo). Veámoslo en estos versos:

¿Dónde está quien ha puesto en medio de ellos su Espíritu Santo, el que caminó a la derecha de Moisés con su brazo glorioso, que partió las aguas ante ellos para hacerse un nombre eterno…? (Isaías 63, 11-12)

El pueblo se aleja de Dios, olvidando que es su padre. Pero luego, perdido, como niño desamparado, clama y pide su presencia:

Eres tú, Yahvé, nuestro padre, nuestro redentor desde siempre. ¿Por qué, Yahvé, dejas que erremos lejos de tus caminos, y que nuestro corazón se endurezca contra ti? ¡Vuelve, por amor a tus siervos, a las tribus de tu heredad! (Isaías 63, 16-17)

Finalmente, el pueblo reconoce la grandeza de Dios y reafirma su confianza en él:

Jamás oído oyó ni ojo ha visto un Dios fuera de ti, que salve a quien en él confía… Nadie que invoque tu nombre, deja de reaccionar y hacerse fuerte en ti…. Y ahora, Yahvé, tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú el alfarero; todos somos obra de tus manos. No te irrites demasiado, Yahvé, no pienses siempre en nuestra culpa. Oh, por favor, contémplalo, porque nosotros somos tu pueblo… ¿Puedes ser insensible a estas cosas, Yahvé? ¿Puedes callar para humillarnos sin cuento? (Isaías 64, 3. 6-8. 11)

Dios ofrece algo más que protección: Dios ofrece una vida renovada, llena de gozo.

A mis siervos les será dado otro nombre… Porque he aquí que yo crearé una Jerusalén “Fiesta” y su pueblo será “Gozo”… Mi pueblo durará como los árboles… Antes que llamen, yo responderé, y cuando todavía estén hablando, ya les habré escuchado. El lobo y el cordero pacerán en armonía, y el león comerá paja como un buey; pero la serpiente se alimentará de polvo. La gente no será malvada ni cometerá el mal sobre mi montaña santa, dice Yahvé (Isaías 65, 15. 18. 22. 24-25)


El león pacerá junto al cordero: un nuevo mundo pacífico.

Esta visión futura, idílica, próspera, el sueño de toda persona y de todo pueblo, es la promesa de Dios al que le rinda un culto sincero. ¿Cuál es este culto? Por un lado, la fe auténtica en Dios. Por otro, la justicia y el bien hacia los demás. Contra una religiosidad que se queda en la superficie, en la pompa, los edificios y el lujo, el profeta advierte en nombre de Dios:

Así ha dicho Yahvé: El cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa podéis edificarme? ¿En qué lugar puedo venir a reposar? Todo esto es obra de mis manos, y todo esto es mío, oráculo de Yahvé. Sobre este tengo puestos mis ojos: ¡sobre el desvalido y el pobre de espíritu, sobre el abatido que tiembla ante mi palabra! (Isaías 66, 1-2).

Podemos rastrear aquí el origen de aquella bienaventuranza: “Dichosos los pobres de espíritu…” Se refiere al hombre humilde que reconoce su pequeñez y la grandeza de Dios, que reconoce que todo cuanto tiene se lo debe a Dios. Es el hombre, la mujer, que admite su radical dependencia del Creador. Pero, al mismo tiempo, es libre para elegir su actitud y su conducta.

Finalmente, encontramos en Isaías una hermosa imagen de Dios como madre:

¿Quién ha oído jamás algo semejante, quién ha visto algo igual? ¿Se puede dar a luz a un país en un solo día? ¿Se ha engendrado una nación de una sola vez? Porque, apenas ha sentido los dolores del parto, Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Abriré yo mi seno para no hacer nacer?, dice Yahvé. ¿O yo, que hago nacer, lo cerraría?, dice tu Dios. ¡Alegraos con Jerusalén, festejad con ella, todos los que la amáis! ¡Estad alegres, todos los que lleváis duelo! Para que seáis saciados y amamantados con el pecho de sus consuelos, para que podáis mamar con deleite sus senos opulentos (Isaías 66, 8-11).


Un mundo futuro


El Tercer Isaías acaba con una visión escatológica, es decir, una visión sobre el futuro de los tiempos. No se trata de un final trágico sino de un final de plenitud. Dios reunirá a todos los pueblos y su gloria brillará sobre todos.

Pero el profeta es realista y sabe que muchas personas, quizás la mayor parte, no escucharán el mensaje. Quienes lo escuchen y vivan de acuerdo con él, se verán transformados. Pero quienes lo ignoren, perecerán en las guerras y las desgracias que asolan el mundo:

Como un hijo a quien consuela su madre, yo también os consolaré así… Cuando lo veáis, vuestro corazón latirá de gozo y vuestros huesos renacerán como la hierba. La mano de Yahvé se hará conocer entre sus siervos y su cólera ante sus enemigos. Porque he aquí que Yahvé vendrá en el fuego, y sus carros serán como el torbellino, para saldar con un incendio su ira, y sus amenazas con llamaradas de fuego. Porque Yahvé hará justicia en toda la tierra con fuego, y con todo ser de carne con su espada. ¡Serán incontables las víctimas de Yahvé! (Isaías 66, 13-16).

Después de este tremendo panorama, que nos puede recordar las guerras y calamidades de ayer y de hoy, sigue otra visión gloriosa:

Vendré a reunir a todas las naciones y lenguas. Y vendrán a ver mi gloria. Haré entre ellas un prodigio, y enviaré algunos de sus supervivientes a las naciones de… Y anunciarán mi gloria entre los paganos […] Ya que, así como el cielo nuevo y la tierra nueva subsistirán ante mí, oráculo de Yahvé, así subsistirá vuestro linaje y vuestro nombre (Isaías 66, 18-22).

Es la mejor promesa para un pueblo de la antigüedad, que tanto valora sus raíces y su sangre: saber que tiene un futuro, y que este futuro será glorioso. Saber que su nombre y su estirpe sobrevivirán. De forma análoga, este es también el sueño de la mayoría de hombres y mujeres que se casan y forman una familia: saber que su sangre pervivirá con sus hijos y descendientes. Quizás es un anhelo vital, instintivo, inscrito en nuestros genes. La vida sólo quiere multiplicarse y perdurar, el deseo de permanencia y de eternidad no es algo extraño ni absurdo: forma parte de nuestra naturaleza.

Como vemos, el libro de Isaías termina llamando a toda la humanidad a reunirse bajo la mirada de Dios. Expresa un anhelo de paz universal y de alegría global que no se ha extinguido, y que podemos hacer nuestro hoy, en un  mundo tan comunicado que se nos hace pequeño, porque los avances tecnológicos han acortado las distancias y han derribado muchas barreras. Aún y así, queda una muralla, quizás la mayor, que es la mental y la espiritual. Sin un corazón abierto al misterio de Dios y a la realidad del prójimo, este mundo nuevo difícilmente verá la luz.

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