Rafael de Sivatte, en su espléndido libro sobre el Antiguo
Testamento, Dios camina con los pobres,
traza un panorama histórico y social de la época en que brotó el profetismo en
Israel y de las motivaciones que empujaban a estos hombres inspirados por Dios.
Los reinos de Israel y Judá en los inicios del profetismo (s. VIII a.C.) Fuente: Wikipedia.
Contexto histórico y social
Estamos en plena monarquía de Israel, entre los siglos X y
VII a.C. La riqueza afluye al reino. Por Israel pasan tres grandes rutas que
comunican Asia Menor con Egipto y Oriente y Siria con el Mediterráneo y el Mar
Rojo. Los monarcas de Israel y Judá se enriquecen comerciando, cobrando
aranceles y construyendo almacenes y talleres. Ezion-Geber, próspero puerto a
orillas del Mar Rojo, trae riquezas y productos exóticos del sur. En los
fértiles valles crecen las viñas, el trigo y los olivos. Las arcas reales y las
de los templos se llenan, y los nobles favorecidos por los reyes, así como los
mercaderes, se enriquecen. El pueblo trabaja duro para sobrevivir, y cuando
vienen malas cosechas los campesinos y los pequeños artesanos han de pedir
préstamos a los ricos, para poder comer y para poder sembrar de nuevo. Así
comienza un círculo de endeudamiento. Si los deudores no pueden devolver el
préstamo, la deuda aumenta, crecen los intereses y familias enteras pueden
acabar en la ruina. Para evitar morir de hambre, terminan vendiendo tierras,
casas y posesiones; hasta llegar a sus hijos y a sí mismos, como esclavos. Esta
situación de desigualdad genera un malestar social creciente y toda una serie
de prácticas injustas y corruptas que los profetas se lanzan a denunciar.
Por otro lado, la religión se ha convertido en un
instrumento a manos del régimen. La prosperidad genera un nacionalismo
religioso: ¡somos el pueblo elegido! «Dios está de nuestra parte y nos
favorece». La fe se ritualiza, todo se acaba reduciendo a ofrendas, sacrificios
y donativos. Un culto de normas y cumplimiento, sin alma. El devoto puede
creerse a salvo y amigo de Dios, mientras maltrata a los pobres, odia a su
vecino y exprime a sus deudores.
Los profetas que surgen en este periodo atacan lo que
consideran dos terribles males del pueblo: la injusticia social y la fe
hipócrita y ritualista.
Tipos de profetas
Sivatte, como otros autores, distingue entre tres tipos de
profetas:
- Los estáticos, místicos o iluminados, que viven experiencias sobrenaturales, entran en trance y a menudo realizan acciones extravagantes, con un mensaje simbólico. Entre estos encontraríamos a Samuel, Elías y Eliseo.
- Los profesionales: son los que están al servicio de reyes y nobles, a menudo son sacerdotes asociados a un templo o santuario. Muchos de estos son aduladores que se especializan en tranquilizar conciencias y halagar a sus señores. Son los que dicen lo que los otros quieren oír, para complacerles y obtener beneficios.
- Los vocacionados: llamados por Dios, incluso a su pesar, que viven su misión como una tarea que Dios les encomienda. Son los que mantienen una íntima relación de amistad-lucha con Dios y a menudo se enfrentan a otros profetas, a reyes y a ricos. Su voz es incómoda y a veces violenta. Amenazan en tiempos de paz, dan consuelo y esperanza en tiempos de crisis y catástrofe. Son verdaderos despertadores de conciencia que quieren propiciar una conversión de vida y una mejora en la sociedad.
Los profetas cuyos escritos y oráculos recoge la Biblia son
los vocacionados, aunque se dan casos en que un profeta puede ser vocacionado y
extático a la vez (como Elías o Ezequiel), incluso también puede ser un
sacerdote del templo, aunque disidente en ciertos momentos (como Jeremías e
Isaías).
Veremos ahora algunos profetas del siglo VIII y VII a.C.,
los que surgieron alrededor de la crisis asiria, cuando el imperio asirio
amenazó e invadió el reino del norte, Israel. En todos ellos hay una fuerte
denuncia social, una llamada a vivir una fe auténtica y también un aviso contra
las naciones extranjeras prepotentes.
Amós, la justicia de Dios
Libro emblemático del profetismo
El libro del profeta Amós es breve, pero muy representativo
de la literatura profética. Christine Hayes, en su curso sobre Antiguo
Testamento, resalta que es un prototipo perfecto del profeta, por su temática,
estructura y estilo.
Los libros proféticos no pueden leerse como novelas o
crónicas. Reúnen una miscelánea de temas y de formas literarias diversas.
Incluso pueden reunir escritos o discursos de varios autores (normalmente el
profeta que da el nombre y su escuela o sus discípulos). No siguen un orden
cronológico y los temas enlazan unos con otros de manera poética o literaria,
no según una lógica que hoy diríamos «racional» o causal. En el libro de Amós,
como en la mayoría de literatura profética, encontramos:
- La llamada del profeta, su vocación a partir de un encuentro místico.
- Oráculos de condena, tanto del pueblo de Israel como de otros pueblos, por sus crímenes y pecados.
- Oráculos de esperanza.
- Notas editoriales que narran detalles biográficos del profeta, en tercera persona.
- Visiones proféticas: pueden ser de la vida cotidiana o escenas espectaculares, pero todas con un contenido simbólico.
- Fragmentos poéticos y sapienciales: canciones, himnos, proverbios…
- Fórmulas legales, como la del pacto (en hebreo, riv). Dios es presentado como juez que denuncia al pueblo por romper su alianza.
El mensaje de Amós
Podemos condensar el mensaje de Amós en torno a tres ejes: la
denuncia de los crímenes del pueblo, una serie de visiones de castigo y un
mensaje final de esperanza y renovación.
Denuncias
Amós, según él mismo declara, no es profeta ni sacerdote.
Está lejos del profetismo profesional que antes hemos citado. Cuando el
sacerdote Amasías, de Betel, lo expulsa del país, él responde: «Yo no soy
profeta ni hijo de profetas; soy vaquero y cultivador de higos. Pero Yahvé me
tomó de detrás del rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel» (Amós
7, 14-15). Por tanto, vemos que es un labrador, un hombre de ciertos
recursos, que viajaba entre Judá e Israel quizás vendiendo el producto de sus
rebaños y tierras, y pudo observar la injusticia que campaba a su alrededor.
Amós denuncia los atropellos que ve con palabras durísimas
(Amós 4, 1-3):
Escuchad, vacas de Basán, que moráis en la montaña de Samaría, las que oprimís a los débiles, las que robáis a los pobres, que decís a vuestros maridos: ¡Trae de beber! El Señor Yahvé jura por su santidad: vendrán días en que seréis izadas con ganchos, y hasta las últimas, con arpones. Saldréis por las brechas una tras otra y seréis arrojadas al Hermón…
No ahorra ironía cruel contra los ricos que se ceban sobre
los pobres, amenazándoles con un futuro devastador (Amós 3, 9-15):
Pregonad en los palacios de Asiria y en los palacios del país
de Egipto: ¡Congregaos contra los montes de Samaría! Ved cuántos desórdenes
encierra, cuánta violencia hay en su seno! No saben obrar con rectitud ―oráculo
de Yahvé― los que amontonan violencia y rapiña en sus palacios. Por eso, esto
dice el señor Yahvé: El adversario invadirá la tierra, abatirá tu fortaleza y
serán saqueados tus palacios… Sacudiré la casa de invierno y la casa de verano,
se acabarán las mansiones de marfil y muchas casas desaparecerán.
Los ricos se fían de su poder, pero su seguridad es falsa,
su apogeo terminará dramáticamente (Amós 6, 3-7):
Vosotros, los que tratáis de alejar el día funesto… los que se tumban en camas de marfil, arrellanados en sus lechos; los que comen corderos del rebaño y becerros del establo; los que canturrean al son del arpa y se inventan, como David, instrumentos musicales; los que beben el vino en anchas copas y se ungen con los mejores perfumes, pero no lamentan el desastre de José. Por eso, ahora irán al destierro a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas.
Los poderosos, los que ahora se regocijan en su abundancia,
serán los primeros en ser castigados. Amós predice la invasión de Asiria, que
asolará el reino del norte. Los asirios deportarán justamente a las élites del
país, llevándose a los supervivientes al destierro. Amós profetiza (8, 4-6):
Escuchad esto, los que pisoteáis a los pobres, los que queréis suprimir a los humildes de la tierra. Decís: ¿Cuánto pasará el novilunio para poder vender el grano, y el sábado para dar salida al trigo, achicar la medida y aumentar el peso, trucando balanzas para robar; para comprar por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias, y vender hasta el salvado del grano? Lo ha jurado Yahvé por el honor de Jacob: ¡Jamás olvidaré todas vuestras obras!
El delito moral, por tanto, es prioritario. Es más
importante ser justo y honrado incluso que cumplir con los rituales religiosos.
No tiene sentido una religiosidad si no va acompañada de una conducta recta y
compasiva hacia los pobres (Amós 5, 21-24):
¡Odio, detesto vuestras fiestas, no me aplacan vuestras solemnidades! Si me ofrecéis holocaustos… no me satisfacen vuestras oblaciones, ni miro vuestros sacrificios de comunión, de novillos cebados. ¡Aparta de mí el rumor de tus canciones! ¡No quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí, el derecho como agua y la justicia como arroyo perenne!
Visiones de la ruina
Un país tan corrupto perecerá ante sus enemigos ―el imperio asirio―. A las denuncias y amenazas, Amós añade cinco visiones sobre el castigo que sufrirá el pueblo: las langostas que devoran la hierba de la tierra; la seguía que asola los campos; la plomada como símbolo de justicia y castigo de Dios contra el pueblo: «¡Es que voy a aplicar plomada en medio de mi pueblo Israel: ni una más le volveré a pasar!» (Amós 7, 8); la canasta de fruta madura («Es que ha llegado la madurez para mi pueblo Israel, ¡ni una más le volveré a pasar!» en Amós 8, 3); y por fin la caída del santuario que se desploma sobre los fieles. Esta última visión es trágica: «¡Sacude el capitel y que se desplomen los umbrales! ¡Rómpelos en la cabeza de todos ellos! Yo mataré a espada a los que queden; no huirá de entre ellos un solo fugitivo…» (Amós 9, 1-2).
Plaga, sequía, plomada, fruta madura a punto y el templo que
se derrumba. Son imágenes de una civilización que llega a su tiempo álgido y
cae estrepitosamente. Pero después de la ruina… ¿qué sucederá?
La restauración
Aquel día levantaré la cabaña ruinosa de David, repararé sus brechas, restauraré sus ruinas; la reconstruiré para que quede como en los días de antaño, para que leguen a poseer lo que queda de Edom y todas las naciones sobre las que se invocó mi nombre… Mirad, ya vienen días en que el arador alcanzará al segador y el que pisa la uva al sembrador; destilarán vino los montes y todas las colinas se derretirán. Entonces haré volver a los deportados de mi pueblo Israel. Reconstruirán las ciudades devastadas y podrán habitar en ellas; plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertas y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su tierra y no serán arrancados nunca más de la tierra que les di, dice Yahvé, tu Dios (Amós 9, 11-15).
Así termina el libro de Amós, con un mensaje de esperanza.
Después de la ruina vendrá la reparación. Después del castigo, la sanación.
Después de la pobreza, el hambre y la guerra, vendrá la paz y la prosperidad.
Después de ser expulsados y desposeídos de su tierra, podrán volver a ella, y
arraigarán en ella para siempre.
Juicio y conversión
El mensaje de Amós es una llamada a volver al amor de Dios, pero no mediante una religiosidad de apariencias, sino practicando la justicia hacia los semejantes. La justicia social es superior al culto religioso, en este sentido. No se puede amar a Dios sin ser justo y generoso con el hombre. Jesús en su evangelio desarrollará este mensaje: quien dice amar a Dios pero no ama a su semejante, ¡hipócrita! Y, en el juicio final, los benditos del Padre no serán los creyentes ni los practicantes escrupulosos, sino los que han practicado la misericordia con los hermanos.
La invasión y la destrucción, hechos políticos e históricos,
se convierten para el profeta en el medio en que Dios castiga a su pueblo. Amós
da un paso atrevido. Normalmente los profetas maldecían a los otros países,
enemigos del pueblo. Amós dirige sus oráculos de amenaza no sólo contra los
extranjeros, sino contra el mismo Israel. De ahí que se topara con una fuerte
oposición de la casta sacerdotal y de los dirigentes. Al final, tiene que huir
del norte y refugiarse en Judá.
Para Amós, los males venidos de afuera son un castigo por el
mal interno que corrompe el país. Esta mentalidad: juicio-castigo es típica de
muchos profetas, aunque no todos los autores bíblicos la comparten, como iremos
viendo. La escuela deuteronomista, por ejemplo, sostenía que Israel es el hijo
predilecto de Dios y el amor y el favor de este hacia su pueblo son
incondicionales. La catástrofe es debida, principalmente, a la idolatría y a la
ruptura de la alianza con Dios. Amós y otros profetas atacan la idolatría, pero
no sólo esta, sino también la injusticia y el mal moral.
Sin embargo, Dios es bueno y sigue amando a su pueblo. Le
ofrece esperanza en medio de la ruina. A quienes sean fieles, les espera un
futuro en el que serán restaurados. El final del libro de Amós probablemente
está escrito mucho después de su muerte, por sus discípulos, y con la
perspectiva del exilio de Babilonia y la posibilidad del regreso.
Oseas, o el amor celoso de Dios
El libro del profeta Oseas nos presenta una historia dramática (Oseas 1, 2-9): Dios ordena al profeta que se case con Gómer, una prostituta. Hermosa y de vida ligera, le da tres hijos que reciben, por indicación de Dios, nombres muy significativos: Yizrael (contra Israel), Lo-Ruhamab (No-compadecida) y Lo-ammi (no-mi pueblo).
Como es de esperar, Gómer, pese a ser amada por Oseas,
vuelve a sus hábitos promiscuos y este la echa de casa. Luego se arrepiente y
la va a buscar, para perdonarla y envolverla en su amor.
¿Qué significa esta historia?
El matrimonio fracasado es una metáfora de la relación entre
Dios e Israel. El amor traicionado simboliza el amor de Dios, no correspondido
por su pueblo. La infidelidad de Gómer es la infidelidad de Israel, que se
entrega a la idolatría, por un lado, y a la corrupción social y moral por otro.
Por consiguiente, Dios expulsará a su pueblo, desposeyéndolo de su tierra, y lo
enviará al desierto, donde purgará sus faltas.
Pero este Dios celoso e indignado no deja de amar y no
soporta el dolor y el sufrimiento del pueblo castigado. Se compadece y,
finalmente, lo irá a buscar para traerlo de regreso. Oseas, como señala
Christine Hayes, refleja de manera incomparable el conflicto que se libra en el
corazón de Dios, un Dios amante que se debate entre su ira celosa y su
inagotable amor. Esta batalla, finalmente, la ganará el amor, porque Dios no
puede abandonar a su pueblo.
La ira ante la alianza rota
El matrimonio es un pacto, una alianza. Así, la infidelidad rompe el pacto y el marido engañado denuncia a la esposa. Israel, rompiendo su pacto con Dios, provoca su ira (Oseas 2, 4-6):
¡Pleitead con vuestra madre, pleitead, porque ella ya no es mi mujer, y yo no soy su marido! ¡Que quite de su rostro sus prostituciones, que retire de sus pechos sus adulterios, no sea que yo la desnude del todo y la deje como el día en que nació, y la convierta en desierto, la reduzca a tierra árida y la haga morir de sed! No me compadeceré de sus hijos porque son hijos de prostitución!
La reconciliación
El amor de Dios es descrito con la palabra hebrea Jésed, que significa a la vez amor y misericordia, un amor noble e incondicional, que se estremece hasta las entrañas. Después de expulsar a la esposa infiel al desierto, Dios se compadece de ella (Oseas 2, 16-18):
Por eso voy a seducirla, voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón. Allí le daré sus viñas, convertiré el valle de Acor en puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como cuando subió del país de Egipto. Ella me llamará «esposo mío» y no «Baal mío».
El desierto y Egipto: hay en este párrafo una alusión a los
tiempos del éxodo, contemplados como una época casi idílica entre Dios y su
pueblo naciente, como esos primeros tiempos de pasión entre dos enamorados.
Pero también es una alusión al retorno del pueblo de Israel del exilio
babilónico. El tiempo de destierro es como el castigo en el desierto. Un
castigo que, en realidad, es una purificación para regresar con corazón
renovado y reiniciar una vida de fidelidad y unión con Dios.
Aviso al pueblo
Oseas explica su mensaje: Dios ha ofrecido su amor incondicional a Israel, pero el pueblo ha respondido con infidelidad, idolatría y toda clase de injusticias. No parece sino que los israelitas se complacen en romper todos los mandamientos del Decálogo, uno tras otro (Oseas 4, 1-3):
¡Escuchad la palabra de Yahvé, hijos de Israel! Que Yahvé pone pleito a los habitantes de esta tierra, pues no hay fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra, sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, sangre y más sangre. Por eso la tierra está en duelo y se marchita cuanto en ella habita…
Después de arremeter contra la idolatría y el desenfreno del
pueblo, Oseas avisa. Los malos líderes llevan a la gente a la ruina, y no vale
un regreso superficial a la fe. No valen cultos, sacrificios ni rogativas
hipócritas. Esta fe, sin justicia, es una falsa seguridad (Oseas 6, 1-2):
Venid, volvamos a Yahvé, él ha desgarrado pero nos curará, él ha herido pero nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y viviremos en su presencia…
El pueblo reacciona como un niño travieso: si volvemos a
Dios, sumisos y con buena cara, como él es bueno ya nos perdonará y nos
restablecerá. Pero, ay, Dios conoce demasiado bien sus intenciones (Oseas 6,
4-6):
¿Qué voy a hacer contigo, Efraím? ¿Qué voy a hacer contigo, Judá? ¡Vuestro amor es nube mañanera, rocío matinal que se evapora! Por eso los he hecho trizas por medio de los profetas, los he castigado con las palabras de mi boca, y mi juicio surgirá como la luz. Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, mejor que holocaustos.
Misericordia quiero y no sacrificios… Jesús en el evangelio
se hará eco de estas palabras en más de una ocasión. De nada sirve una fe
ritualista e hipócrita.
No os fiéis de los poderosos
En tiempos de Oseas, Asiria amenazaba el reino del norte, que acabaría sucumbiendo ante sus tropas. Los reyes de Israel intentaron varias alianzas con otros reyes, como Egipto y Siria, para intentar detener el avance asirio. Oseas, con mucho realismo, dice que de nada sirve confiar en estos monarcas extranjeros que se creen poderosos. Si Asiria tiene que invadir, lo hará, y nadie podrá detenerla. El único en quien confiar es Dios, porque todos los imperios de la tierra, por muy fuertes que parezcan, caerán algún día (Oseas 8, 4-10):
Han entronizado reyes sin contar conmigo; han nombrado príncipes sin mi conocimiento. Con su plata y su oro se han fabricado ídolos para su perdición… ¡Israel ha sido devorado! Está ahora entre las naciones como objeto indeseado. Porque ha subido a Asiria Efraín, ese onagro solitario, a comprarse amores; pues aunque los compre entre las naciones, yo voy a reunirlos ahora y pronto tendrá que soportar la carga del rey de príncipes.
Efraín es el reino de Israel, los príncipes nombrados alude
a los diferentes golpes de estado y asesinatos que cambiaron la dinastía de
Omrí a la de Jehú; los amores comprados son el favor de otros países y el rey
de príncipes es el soberano asirio.
Hoy podríamos establecer un paralelo de esta situación en la
política internacional de cualquier pequeño país que se encuentre en medio del
juego de poder de grandes potencias. ¿Qué hacer? ¿Aliarse con uno u otros? Unos
y otros devorarán al pequeño… a menos que mantenga una política inteligente de
no enfrentamiento y de conservación de su propia identidad y libertad. ¿Es
difícil? Sí, tanto como mantener la fe firme en medio de la idolatría, o un
amor fiel en medio de un mundo que mercadea con el amor…
Vuelve a Dios
Volver a Dios: aquí reside la salvación del pueblo y este es el mensaje fundamental de Oseas. Regresa a tu Dios, vuelve a los brazos del que te ama. ¡Regresa! Olvida las alianzas engañosas, renuncia a tu orgullo, despréndete de la falsedad y la hipocresía, busca la autenticidad (Oseas 14, 2-9):
Vuelve, Israel, a Yahvé tu Dios, pues tus culpas te han hecho caer. Preparaos unas palabras y volved a Yahvé. Decidle: quita toda culpa; acepta lo bueno, y en vez de novillos te ofrecemos nuestros labios. Asiria ya no nos salvará, no montaremos a caballo y no diremos más “Dios nuestro” a la obra de nuestras manos, oh tú, que te apiadas del huérfano. Yo sanaré su infidelidad, los amaré graciosamente, pues mi cólera se ha apartado de él. Seré como rocío para Israel, florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano […] Yo respondo y lo protejo; yo soy como un ciprés siempre verde, y de mí procede tu fruto.
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