sábado, 1 de septiembre de 2018

Jeremías, el imbatible

La historia del profeta Jeremías merece una novela o una película. De hecho, hay un film, que yo sepa, que se puede visionar en YouTube. La película tiene sus aciertos y sus flojeras, pero en general es entretenida, está bien ambientada y resalta aspectos interesantes y muy humanos del profeta.

El pastor y teólogo Eugene Peterson ha escrito un libro fascinante sobre el profeta Jeremías. Se titula Corriendo con los caballos (Run with the horses) y en él hace un recorrido por las diferentes etapas de la vida del profeta, su significado y su mensaje actualizado para el lector de hoy. Recomiendo vivamente su lectura. En esta entrada tomaré muchas de sus ideas y seguiré en parte el hilo conductor de su libro.

El libro de Jeremías es el segundo más extenso, entre los libros proféticos de la Biblia. Lo primero que nos topamos es que no sigue un orden cronológico, algo típico en estos escritos bíblicos, sino que va alternando oráculos, fragmentos biográficos, episodios diversos y algunos capítulos más íntimos, como los llamados de las confesiones. Pero de todo el conjunto podemos extraer la historia de un hombre fiel a su vocación, que jamás se rindió, y que luchó por transmitir un mensaje de Dios, con creatividad y audacia. Jeremías vivió una breve época de bonanza, como parte del grupo sacerdotal vinculado al templo de Jerusalén, pero después conoció la persecución, la tortura y la cárcel. Conoció la paz de los inicios del reinado de Josías y la guerra durante el reinado de sus sucesores. Finalmente, vivió el gran desastre que hundió a su pueblo: la invasión babilónica bajo Nabucodonosor, la destrucción de Jerusalén, el exilio de sus élites y un interregno conflictivo, al final del cual un grupo de rebeldes huyó a Egipto, llevándose con ellos al profeta.

Veamos a grandes trazos su vida y su mensaje.

Llamado por Dios


Jeremías vivió en la época de los últimos reyes de Judá, el reino del sur. Era hijo de Helcías, un sacerdote que servía en el templo de Jerusalén. Nació en Anatot, un pueblecito cerca de la capital. Helcías vivió de lleno la espléndida reforma del rey Josías, que regeneró el culto en el templo y barrió con el politeísmo cananeo. Educó a su hijo para que fuera un buen sacerdote y él se aplicó mucho. Pero este muchacho tenía algo diferente a los demás. Quizás, en sus momentos solitarios de oración, descubrió que Dios no sólo está en el templo, sino dentro de uno mismo, en lo más hondo del corazón. Y este Dios íntimo, a veces, da sorpresas inesperadas.

Antes de formarte en el vientre de tu madre te he conocido, y antes de que salieras del seno te he apartado para mí; Eres mío, y yo te designo como profeta ante las naciones (Jeremías 1, 5).

A Jeremías le sucedió como a Moisés ante la zarza ardiendo. ¡Tuvo miedo! Señor, le dijo a Dios, sólo soy un muchacho ignorante, no sé hablar, no soy quién… Dios le respondió lo que suele responder a todos los llamados temerosos:

No digas: soy un muchacho. Porque irás a todos a quienes te enviaré y les dirás todo cuanto te ordene. No tengas miedo, porque yo estoy contigo para liberarte, oráculo de Yahvé (Jeremías 1, 7-8).

Jeremías, desde aquel día, se convirtió en un hombre audaz. Y empezó a anunciar lo que Dios le comunicaba.

La llamada «desde el vientre de la madre» tiene una connotación especial. Repasando su vida, las personas vocacionadas tienen la impresión de que todo en el universo se ha confabulado para que su vida fuera así, para que se diera la llamada y siguieran cierto camino. No existen las casualidades, decimos… En realidad, lo que sucede es que Dios está fuera del espacio y del tiempo, para él todo es un eterno presente y todo, pasado, presente y futuro, está ante él. Pero nuestra vida se desarrolla en el tiempo. No sabemos lo que sucederá mañana, de modo que las decisiones que tomamos hoy son fruto de nuestra libertad. Sólo con el paso del tiempo vamos descubriendo el significado hondo de nuestra vida y encontramos sentido a todo lo que nos sucede. Nuestra llamada y nuestra respuesta «están escritas» en el cielo, por así decir.

El profeta denuncia la inutilidad de los sacrificios y un culto superficial.


Contra la hipocresía


«No creáis una sola palabra», así titula Eugene H. Peterson el capítulo de su libro referente a la primera predicación rebelde del profeta. Jeremías participa fervientemente en la reforma de Josías, la gran limpieza y purificación del templo de todo ídolo pagano, el restablecimiento del culto al único Dios, el Dios de los padres del desierto, el Dios liberador del Éxodo, el Dios celoso y amante que pide fidelidad. Y el pueblo se entusiasma ante el brillo y la esplendidez de las grandes ceremonias públicas…

La palabra de Dios fue dirigida a Jeremías: Estate en las puertas del templo de Dios y proclama este mensaje. Di: Escucha, pueblo de Judá, que entras por estas puertas para adorar a Dios. Así habla el Dios de los ejércitos, el Dios de Israel: Limpia tus actos, la forma en que vives, todo cuanto haces, para que pueda habitar en este lugar. No creas ni un minuto las mentiras que aquí se pronuncian: ¡Este es el templo de Dios! ¡El templo de Dios! ¡El templo de Dios! (Jeremías 7, 1-4)

Jeremías contemplaba las multitudes que se agolpaban en el templo, las colas de fieles, los cientos de animales que traían para los sacrificios, las cantidades de oro y monedas de las ofrendas, los cánticos… ¿Era esto lo que Dios quería? ¿Había una fe auténtica? ¿O era todo fachada? Jeremías se da cuenta de algo que ha sucedido en todas las épocas de la Iglesia. El apogeo es el preludio de una caída. Todo ese fasto es superficial. Hay mucho culto y mucho movimiento, pero poca sinceridad de corazón. Se ha caído en una religiosidad social, política y ritualista, pero carente de profundidad.

Dios modelará a su pueblo como el alfarero, y hará de él una nación nueva.


El vaso de arcilla


Dios dijo a Jeremías: «¡Levántate! Ve a casa del alfarero. Cuando estés allí, te diré lo que tengo que decir». Así que fui a casa del alfarero, y el alfarero estaba allí, trabajando en su torno. Cuando la vasija se deformaba, como a veces sucede, el artesano simplemente comenzaba de nuevo, utilizando la misma arcilla para fabricar otro vaso (Jeremías 18, 1-4).

Como otros profetas, Jeremías utilizó imágenes simbólicas para expresar el mensaje que Dios quería transmitir a su pueblo. Somos barro y Dios es nuestro alfarero. Por mucho que nos equivoquemos, o cometamos males, Dios siempre puede renovarnos y hacer de nosotros una persona nueva. Jeremías pensó que Dios haría lo mismo con Israel: su pueblo se había torcido y tenía grietas por todas partes. Pero Dios lo tomaría, amorosamente, como la arcilla húmeda, y volvería a modelar un pueblo fiel y auténtico.

Jeremías se enfrentó a su primer dilema. Podía seguir la corriente, contentándose con ser un sacerdote discreto y viviendo cómodamente del dinero que recibía el templo, o llamaba la atención de la gente, alertando contra una religiosidad hipócrita.

Y Jeremías eligió. Desde el patio del templo comenzó a hablar a las gentes, diciendo: ¡No os creáis todas estas mentiras! Tanta ofrenda, tanto animal sacrificado, tantos rezos… Si no cambiáis vuestro corazón, ¡no sirve de nada! Si no os enamoráis de Dios y no obráis bien con vuestros hermanos, toda esta parafernalia no sirve de nada.

La predicación de Jeremías contra todo este fasto, lógicamente, resultó muy impopular. Era molesto para las autoridades del templo, molesto para el rey y sus funcionarios y antipático para las gentes que acudían a adorar.

Jeremías en el yugo, como símbolo del pueblo sometido a Babilonia.

El rechazo y la soledad


El rey Josías murió en la batalla de Megiddo, combatiendo a Egipto. Su hijo y sucesor, el reyJoaquín, no era como él y se dejaba influenciar por unos y otros. La reforma de Josías se debilitó y el pueblo volvió a los cultos paganos. El templo volvió a ser un centro sincrético donde florecía el culto a toda clase de dioses.

¿Ha cambiado de  dioses alguna nación? ¡Y ellos no son dioses! Pero mi pueblo ha cambiado la Gloria por la Inutilidad. Los cielos se horrorizan ante esto y se les hiela la sangre, oráculo de Yahvé. Porque es un doble mal el que ha cometido mi pueblo: me han abandonado a mí, la fuente de agua viva, y se han excavado cisternas agrietadas que no retienen el agua (Jr 2, 11-13).

Jeremías denunció la infidelidad religiosa con oráculos encendidos y predijo las calamidades que azotarían al pueblo:

¿No tiene la culpa de esto que te ocurre el hecho de que hayas abandonado a tu Dios?... ¡Tu mal te corregirá! Sí, reconoce y mira cuán amargo es para ti abandonar a tu Dios! Pero mi terror ya no te impone, oráculo de Yahvé, porque hace tiempo que rompiste tu yugo… Has dicho: ¡No quiero servirte! (Jr 2, 17. 19)

También anunció que desde el norte vendría un gran desastre para el reino, la futura invasión de los babilonios, que un observador avisado y atento a los movimientos políticos de su entorno podía prever:

Anunciadlo en Judá, hacedlo oír en Jerusalén y decid: Sonad el cuerno en todo el país, gritad a pleno pulmón. ¡Reuníos, retirémonos a las ciudades fortificadas! … Ceñíos de saco, gemid y lamentaos: ¡La ira ardiente de Yahvé no se ha apartado de nosotros! Aquel día, oráculo de Yahvé, el corazón del rey y los príncipes desfallecerá, los sacerdotes quedarán aterrados y los profetas angustiados, y dirán: ¡Ah, Señor Yahvé, habéis engañado a este pueblo y a Jerusalén, cuando decíais: Tendréis paz, ¡cuando la espada ha atravesado hasta el alma! … Hete aquí que asciende como las nubes, sus carros son como el huracán. Sus caballos corren más ligeros que las águilas: ¡Ay de nosotros, estamos perdidos!  (Jr 4, 5. 8-10. 13)

Los mensajes catastróficos no gustan, ni al pueblo ni a los gobernantes. Cuando las cosas parecen ir bien, y cuando las gentes encuentran un punto de comodidad, las amenazas resultan incómodas y la tendencia es a rechazarlas. Jeremías conocería este rechazo, y el castigo no se hizo esperar.

Jeremías en el cepo, sometido a vergüenza pública por orden de Fashur.


Había un sacerdote muy popular, responsable del templo. Se llamaba Fashur, y era lo que hoy se diría un gurú mediático. Siempre hablaba un lenguaje «positivo», animando a la gente y halagando a sus conciencias. Todos lo escuchaban complacidos y sus discursos eran aplaudidos por todos. Jeremías era una piedra en su zapato. De tal modo que, un día, mandó a los guardias del templo que lo apresaran, lo apalearan y lo pasearan por las calles, atado a un yugo, para exponerlo a la vergüenza pública.

El sacerdote Fashur, hijo de Emmer, era el prefecto del templo de Yahvé. Oyó que Jeremías profetizaba estas palabras. Fashur hizo azotar a Jeremías y le hizo sujetar el cuello a la argolla que había en la puerta superior de Benjamín, en la entrada del templo de Yahvé. Al día siguiente Fashur lo hizo soltar. Jeremías le dijo: «Dios tiene un nuevo nombre para ti: ya no te llama Fashur, sino Terror-a-tu-alrededor» (Jr 20, 1-3)

Como se puede ver, Jeremías no quedó intimidado por el castigo, y tampoco esta injusticia pudo sellar su boca.

El silencio de Dios


Pero el profeta no era de piedra. Era humano, y también vivió una etapa de profunda crisis. El rechazo, la cárcel que sufrió más tarde y la soledad que experimentó le hicieron tocar hondo. Rezó y clamó al cielo. ¿Dónde estaba Dios? ¿Había abandonado a su pueblo? ¿Lo había abandonado a él? En ese silencio interior, un silencio terrible, de soledad y dudas, Jeremías tuvo otra tentación. Podía olvidarse de sus profecías y volver a ser un sacerdote normal y corriente, dócil a la corriente oficial. Más le valía no complicarse la vida. Las llamadas confesiones de Jeremías son textos muy íntimos, que nos revelan la interioridad del hombre, sus dudas, su dolor y sus reproches a Dios:

¡Ay de mí, madre, porque me has engendrado para acusar y encausar al país! No he prestado, ni me han prestado a mí, ¡y todos me maldicen! Amén, Yahvé, si he faltado en algo, si no te he insistido en tiempos de desgracia y de apuro, a favor del enemigo. ¿Acaso mi brazo es de hierro y mi cabeza de bronce?... Bien lo sabes, Yahvé, ¡acuérdate de mí y cuida de mí! ¡Véngate de quienes me persiguen, no seas tan paciente! Por ti soporto el oprobio de quienes desprecian tu palabra. No dejes a ninguno, y que sea mi gozo, la alegría de mi corazón, el hecho de llevar tu nombre, Yahvé Sabaot. Jamás he podido sentarme a reír con los que ríen; por presión de tu mano he tenido que sentarme solo, porque me habías llenado de indignación. ¿Por qué mi dolor es continuo y mi herida no se cura? ¡Eres para mí un arroyo traicionero, un agua de la que no se puede fiar! (Jr 15, 10-18)

Jeremías se queja de la amargura de su misión. Ya le gustaría sentarse con los sacerdotes y profetas complacientes, reír con ellos y compartir su mensaje de falso optimismo. Decir la verdad de Dios le ha comportado soledad y desprecio. Humanamente, ¿quién puede desear este destino?

Pero en su oración desesperada y sincera, Jeremías recibe respuesta:

Si vuelves, te dejaré volver; podrás retomar mi servicio y, si extraes lo que es precioso y lo separas de lo vil, serás como mi boca. Son ellos quienes tendrán que volverse hacia ti, pero tú no tendrás que girarte hacia ellos. Entonces haré de ti, para este pueblo, una muralla inexpugnable, y cuando te declaren la guerra, no te podrán vencer. Porque yo estoy contigo, para socorrerte y para liberarte, oráculo de Yahvé, y te rescataré de la mano de los malos, de las zarpas de los déspotas (Jr 15, 19-21).

Jeremías eligió seguir confiando. Pese a sentir la soledad y la lejanía de Dios, continuó amando. Y continuó incansable su tarea profética.

Baruc lee las profecías de su maestro.


Baruc, el ayudante


Los grandes hombres nunca están solos del todo. Con los enemigos, también aparecen los amigos fieles. Quizás pocos, pero muy leales. Jeremías llamó a su lado a Baruc, un joven escriba, para que fuera su ayudante y escribiera todo lo que Dios le comunicaba.

Jeremías recibió este mensaje de Dios: Toma un rollo y escribe todo lo que te he dicho sobre Israel y Judá y los otros pueblos desde el primer día que comencé a hablarte, en tiempos de Josías hasta hoy. Quizás al oírte la comunidad de Judá finalmente entenderá la catástrofe que estoy planeando para ella y se convertirá de sus malas obras, y me dejará perdonar su maldad y su pecado. Jeremías llamó a Baruc, hijo de Nerías. Jeremías le dictó y Baruc escribió en un rollo todo cuanto Dios le había dicho ( Jr 36, 1-4).

Baruc fue recopilando los oráculos de Jeremías. Fue su gran discípulo, y autor del libro que lleva su nombre. Baruc también se convirtió en el portavoz de su maestro en los tiempos en que este guardó silencio en público. Jeremías pidió a Baruc que leyera, en el templo, un rollo sobre los mandamientos de Dios a su pueblo. Era un escrito muy exigente y lleno de amenazas. Los dignatarios de la corte que lo oyeron quedaron impresionados, aconsejaron a Baruc que él y su maestro se ocultaran y luego informaron al rey. El rey Joaquín escuchó una lectura del rollo de Jeremías. Después se burló y lo hizo quemar.

El final del rey Joaquín fue trágico. Convertido en un vasallo de Nabucodonosor, se rebeló contra los babilonios y estos enviaron un ejército a Judá para castigarlo. El rey fue asesinado durante el asedio a Jerusalén y su cuerpo fue arrojado fuera de las murallas. Lo sucedió su tío Sedecías, otro hijo del rey Josías, que aceptó pagar tributos a Babilonia a cambio de la paz.  

Nabucodonosor II contempla su gran obra, la opulenta ciudad de Babilonia.


Ante el desastre


Sedecías fue otro rey títere, influenciado por unos y otros, cuyo reinado acabó en catástrofe. Escuchó a profetas como Hananías, partidario de rebelarse contra los babilonios, pero también a Jeremías, que le aconsejó lo contrario, si quería evitar la ruina. El rey acabó aliándose alió con Egipto para sacudirse el yugo. Nabucodonosor invadió Judá con sus tropas, pero tuvo que marchar pronto para hacer frente al faraón en Egipto. Su marcha temporal alentó las esperanzas de los israelitas. Algunos grupos empezaron a conspirar para rebelarse y liberarse de los babilonios. Jeremías los avisó: no os rebeléis, porque ellos son más poderosos y os van a aplastar. Volved a Dios, confiad en él y vivid con honradez. No caigáis en la violencia ni en el engaño. Entonces fue acusado de derrotista y cómplice del enemigo. Fue arrojado a un pozo y luego metido en la cárcel. Pero un eunuco jefe de la guardia se compadeció e intercedió por él ante el rey. Sedecías dejó que lo liberasen e incluso mantuvo algunas conversaciones con el profeta, lo cual da una muestra más de su debilidad de carácter (ver capítulo 37).

Por si fuera poco, Jeremías también quiso escribir a los judíos exiliados en Babilonia. En Babilonia algunos sacerdotes se dedicaron a sembrar el odio. Incitaban a sus compatriotas a odiar a los babilonios y les decían: mientras estáis aquí, vivid al día, no os comprometáis con nada, procurad hacer lo mínimo y no os esforcéis, porque pronto volveremos a Jerusalén. No vale la pena trabajar, ni hacerse una casa, ni formar una familia. Jeremías les envió varias cartas con un mensaje totalmente distinto.

Este es el mensaje del Señor, Dios de los ejércitos, el Dios de Israel, a todos los exiliados que he llevado de Jerusalén a Babilonia: Construid casas y haceos un hogar. Plantad jardines y comed de lo que crece en el país. Casaos y tened hijos… Construid un hogar aquí y trabajad por el bienestar del país. Rezad por la prosperidad de Babilonia. Si Babilonia prospera, vosotros prosperaréis. Sí, creedlo o no, este es el mensaje del Señor, Dios del os ejércitos, Dios de Israel. No dejéis que todos esos predicadores y sabios que pululan alrededor os engañen con sus mentiras. No prestéis atención a las fábulas que se inventan para complaceros. Son un puñado de mentirosos que esparcen embustes ¡y todavía claman que yo les he enviado! Jamás los envié, creedme. Oráculo del Señor. Esta es la palabra de Dios: cuando se cumplan setenta años en Babilonia, ni un día más ni un día menos, intervendré, cuidaré de vosotros y, tal como os prometí, os llevaré de regreso a casa. Sé lo que hago, lo tengo todo planeado. No me olvido de vosotros, no os he abandonado, tengo planes para daros el futuro que esperáis. Cuando me llaméis, cuando recéis, os escucharé. Cuando me busquéis, me encontraréis (Jr 29, 4-13).

Jeremías era realista. Tal vez tendrían que pasar muchos años en Babilonia. Les abrió la mente: todos los hombres son iguales ante Dios y, ya que estaban en el extranjero, tenían que sacar lo mejor de la vida. Jeremías les enseñó que podían ser fieles a Dios y a sí mismos en cualquier lugar del mundo. Con esto, la fidelidad a Yahvé ya no queda supeditada a un templo, a una ciudad o a un reino. La verdadera fe se aparta de los nacionalismos. Hoy diríamos: se independiza de la política. Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios. Este mensaje de Jeremías podría dirigirse a todos los emigrantes, exiliados y refugiados del mundo: no os encerréis en vuestro trauma. No alimentéis el odio al enemigo. Haceos parte del país que os acoge y vivid en él, mezclaos con sus gentes. Integración.

Nabucodonosor entra con sus tropas en Babilonia por la puerta de Ishtar.


Un campo en Anatot


Estando en la cárcel, a Jeremías se le ocurrió algo insólito. Un pariente suyo le ofreció comprar un campo de su propiedad en Anatot, su pueblo natal. Jeremías llamó a Baruc y le encargó que tomara todos sus ahorros y comprara esa finca.

¿Por qué Jeremías, en medio de una guerra y en aquella situación, decidió algo tan ilógico como invertir en un campo? Quien compra un campo es porque planea conseguir beneficios en el futuro. Quien compra un campo es porque tiene esperanza. En medio de aquella crisis terrible, Jeremías hizo una inversión de futuro para enseñar a la gente que todo desastre tiene su final, y que volverían los buenos tiempos en que vale la pena comprar fincas, construir casas y levantar negocios. Jeremías, con esta compra, dio ejemplo de esperanza, no sólo con palabras, sino con obras.

La ciudad en ruinas


Finalmente, Nabucodonosor II venció en Egipto y regresó a Judá. Arrasó la capital, depuso al rey se llevó a lo mejorcito de Israel: nobles, sacerdotes, sabios, familias enteras. Sedecías, prisionero, vio cómo los babilonios masacraban a sus propios hijos, antes de que le sacaran los ojos.

Nabucodonosor dejó en el trono a Godolías, un gobernador obediente a él, y regresó a Babilonia llevándose a los deportados. Era el año 586 a.C.: empezaba la etapa del exilio babilónico, que marcaría de forma indeleble a Israel.

En ese tiempo, Jeremías recibió una oferta tentadora desde Babilonia: acudir allí, para convertirse en un consejero de la corte real, donde sería reconocido como profeta y tratado con todos los honores y consideración que merecía. Jeremías se enfrentó otro dilema. ¿Ir al destierro, donde sería tratado como merecía y respetado hasta el fin de sus días? ¿O quedarse con sus gentes, sobreviviendo entre las ruinas de una nación arrasada?

Jeremías se quedó. Ayudando y animando a la gente que reconstruía sus casas y sus vidas. Se quedó en Jerusalén con su ayudante, el escriba Baruc. Fueron años terribles de hambre y opresión. Un grupo de rebeldes encabezados por el guerrero Johanan se enfrentó al gobernador Godolías. Una noche asaltaron el palacio, asesinaron al gobernador y ocuparon el poder.  Entonces Johanan llamó a Jeremías para pedir su consejo.

Jeremías no aplaudió la hazaña. Con violencia no arreglaréis nada, les dijo. ¿Qué esperáis que responda, el rey de Babilonia? Volverá a enviar a sus tropas y nos castigará. Ya no podemos aguantar tantas represalias… ¿No os dais cuenta?

Johanan, para evitar la venganza de los babilonios, decidió escapar a Egipto con sus guerreros y un grupo de gente. Y se llevaron con ellos a Jeremías y a Baruc, su ayudante. Esta vez Jeremías no pudo elegir. Lo obligaron.

Vista de Anatot, pueblo natal de Jeremías.


La voz incansable


Ya anciano, Jeremías acabó sus días en Egipto. Allí todo parecía más fácil. El país era fértil y rico, las leyes eran justas, la religión egipcia era alegre y festiva. Tal vez allí podría acabar sus días en paz y olvidarse de todo… Pero Jeremías no olvidó. No olvidó su llamada, no olvidó su misión ni se rindió al descanso.

Continuó comunicándose con sus gentes: las que se quedaron en Judá, las que vivían en Babilonia y las que estaban por Egipto. Y no sólo eso: Jeremías se convirtió en lo que hoy llamaríamos un activista político internacional. Empezó a enviar misivas a los gobernantes de muchos países vecinos. En todas ellas les escribía los mensajes que Dios le inspiraba. Baruc, su escriba, no descansaba.

¿Qué mensaje transmitía a las otras naciones? A todos les venía a decir dos cosas: una, que respetaran a Dios, que es el creador y el Señor del mundo. Por tanto, los reyes debían ser humildes y no creerse dioses eternos e invencibles. Hoy podían ser poderosos, pero llegaría el día en que su imperio se hundiría, como siempre ha sucedido en la historia. El segundo mensaje era una llamada a la justicia. Por respeto a Dios y a su creación, a la vida, estos reyes debían ser gobernantes íntegros, no exigir demasiados impuestos al pueblo, evitar la violencia, proteger a los pobres y hacer justicia con todos. Si los reyes obraban así, verían la prosperidad y la paz, porque Dios no es Dios de un solo pueblo, sino de todos.

Jeremías no tuvo miedo ni reparo en decir lo que creía. Por eso sus mensajes podían gustar o no gustar, pero nadie dudaba de su sinceridad.

Así pasó Jeremías los últimos años, viviendo en Egipto. Jamás se rindió y le sacó al máximo el jugo a la vida. Siguió rezando, siguió confiando, fiel a su misión hasta el final.

Nueva comunidad, nueva alianza


Cito de los apuntes de Teología cedidos por un sacerdote amigo, porque creo que resumen muy bien el mensaje final del profeta Jeremías en claves atemporales:

«Jeremías es llamado con frecuencia el profeta del individualismo. Un título dudoso, si tenemos en cuenta el individualismo de nuestra cultura occidental. Muchas veces se glorifica el duro individualismo, el águila solitaria que piensa para sí, obra con su propia fuerza y vive con una fe religiosa privada. En este sentido, Jeremías no era un individualista. Se sumergió en las profundidades de la fe personal más intensamente que cualquier otro profeta del A.T. Supo que en tiempos de tragedia, cuando todo el orden social está dislocado, una persona puede sentir con todo su ser su vinculación completa a Dios. Este tipo de fe personal está expresado maravillosamente en sus confesiones. Pero Jeremías no invocó un individualismo separado de las tradiciones de su pueblo, apartado de la comunidad de la alianza. Aún en el aislamiento, conoció que los hombres tienen acceso a Dios y experimentan la curación o salvación dentro de la comunidad. De aquí que, cuando Jeremías alzaba sus ojos al horizonte del futuro, hablara de una nueva comunidad. La más profunda hendidura de la historia del pueblo ―la trágica separación entre la casa de Israel y la de Judá― sería superada. Como en la antigua confederación tribal, aunque en un plano superior, el pueblo sería uno en su única lealtad al único Dios que les había redimido (Jr 31, 27-30).»

¿No es Efraín mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas veces trato de amenazarlo, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas y no puedo menos que compadecerme de él, dice Yahvé (Jr 31, 20).

«Estos pasajes recuerdan el mensaje de Oseas en que habla del amor de Yahvé que no dejará que su pueblo se vaya (Os 11, 8). Y como Oseas profetizó acerca del fin del reino del Norte, así Jeremías estuvo en el borde del abismo en que cayó el reino del Sur, afirmando que el amor de Yahvé, actuando a través de su juicio, daría lugar a un nuevo comienzo tanto para Israel como para Judá. Era un tiempo de desolación profunda, decía Jeremías, pero todavía será de ella salvado el pueblo (30, 7).

Esta visión de la restauración última está expresada profundamente en la profecía de la nueva alianza (31, 31-34). Esta profecía quedó impresa en la tradición profética de forma indeleble, mucho más que ninguna otra de las que pronunció Jeremías. En un momento dado, dio nombre al canon de los escritos cristianos (Nuevo Testamento significa Nueva Alianza). Como una joya tallada firmemente, esta profecía arroja luz desde varias facetas…»

Vienen días, oráculo de Yahvé, en que sellaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; no como la alianza que sellé con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, ya que fueron ellos quienes rompieron mi alianza, y yo los aborrecí, oráculo de Yahvé. Sí, esta será la alianza que sellaré con la casa de Israel después de aquellos días, oráculo de Yahvé: pondré mi ley dentro de ellos y la escribiré sobre su corazón entonces yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo (Jr 31, 31-34).

Dios sigue tendiendo una mano a la humanidad. No lo hará mediante pactos escritos o grabados en piedra. No se valdrá de leyes humanas. La verdadera alianza se dará en el corazón, y será la que transforme la realidad de otro modo. Ya no se tratará de cultos, rituales, normas y preceptos, sino de una relación profunda, una relación de amor, vivida desde la libertad. 


Arco iris sobre Anatot.

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