Antes de entrar a estudiar cada libro de la Biblia, veamos
más a fondo la idea que vertebra y recorre todas las páginas de la Biblia: la
noción de un solo Dios, todopoderoso, libre y bueno.
El monoteísmo, dentro del panorama religioso del mundo, es
una rareza. Esto, y el hecho de que sea el fundamento y motivo de supervivencia
de un pueblo que parecía destinado a la extinción, lo hacen merecedor de
estudio, aunque solo sea desde un punto de vista antropológico y filosófico. Por otra parte, el monoteísmo es la raíz de tres religiones
cuyos creyentes suman casi la mitad de la población mundial, y su influjo en la
cultura occidental es innegable.
En el s. XIX, por influencia del evolucionismo y los
estudios históricos, se sostuvo que en las religiones del mundo se daba también
una progresión:
―animismo,
―politeísmo,
―henoteísmo o monolatría,
―y finalmente, monoteísmo.
Esta gradación suponía que el monoteísmo era el estadio más
avanzado de la religiosidad y alentaba prejuicios contra las otras creencias,
así que con el tiempo fue rechazada.
Yehezkel
Kaufmann rebatió esta teoría y propuso que el monoteísmo, más que fruto de
una evolución religiosa, era una revolución. En su obra estudia las
características de los sistemas politeístas y las del monoteísmo, las compara y
extrae sus conclusiones. Aunque ya las vimos resumidas en otra entrada, vamos a
exponerlas.
El politeísmo
Las religiones politeístas presentan estos rasgos:
- Existen múltiples dioses, ninguno de ellos todopoderoso, que a menudo luchan entre sí y están sometidos a una fuerza sobrenatural superior.
- Los dioses tienen origen e historia: hay una mitología y teogonías.
- La frontera entre lo divino y lo natural es fluida y porosa: algunos humanos pueden deificarse, los dioses se aparean con hombres y mujeres mortales, etc.
- El poder es algo material, asociado a alguna sustancia, ya sea agua, fuego, un mineral o elemento de la naturaleza: quien lo posee es poderoso.
- La magia es una forma de manipular esa sustancia de poder para influir en el mundo divino y atraer los favores de los dioses.
- El culto reproduce los procesos naturales, reflejo de las luchas divinas, y se utiliza como medio para aplacar a los dioses y obtener beneficios.
- El mal es una realidad metafísica en plano de igualdad con el bien: existe un principio del bien y otro del mal, que se enfrentan.
- El universo es amoral (no inmoral): no hay una ley absoluta ni una ética fija, cambian según prevalezca uno u otro dios (o uno u otro rey).
- El hombre debe buscar su salvación por sí mismo, recurriendo a los ritos y a la magia, pues los dioses no se preocupan por él (bastante tienen con sus guerras). A veces los humanos son juguete de las iras o caprichos divinos.
De aquí podemos concluir que la importancia de los ritos es crucial: mediante ellos, los humanos
pueden de alguna manera influir en el mundo sobrenatural y conjurar la
incertidumbre y las calamidades de la vida.
El monoteísmo
El monoteísmo surgido en Israel tiene estas características:
- Existe un solo Dios, todopoderoso y trascendente, más allá del mundo natural.
- Dios no tiene origen ni historia, no hay mitología ni teogonías, siempre ha sido, es y será.
- Hay una clara frontera entre lo natural y lo sobrenatural, son dos reinos distintos. La naturaleza queda desacralizada.
- El poder está en manos de Dios.
- No hay magia válida, ni adivinación: a Dios no se le puede manipular.
- Tampoco sirven los rituales propiciatorios. El único culto a Dios es la fidelidad y la adhesión a su voluntad. Las fiestas ya no celebran los ciclos naturales, sino eventos históricos puntuales donde se manifiesta la intervención divina.
- El mal no es una realidad metafísica, sino la consecuencia de la conducta humana, fruto de su libertad. No hay un principio del mal, sino una opción moral.
- El universo está sujeto a una ley moral que emana de Dios. Su voluntad es la ley.
- Dios desea la salvación del hombre: se comunica con él, interactúa con él, le ofrece su amor. Pero el hombre es libre para aceptarla o rechazarla.
Conclusión: lo más importante no son los ritos, sino la relación que el ser humano establece
con Dios, libremente. Por tanto, el
hombre es responsable de acatar la voluntad de Dios o no, asumiendo las
consecuencias. La ética es más importante que el culto.
Pero ¿cómo surgió?
¿Cómo surge una idea tan novedosa? No fue fruto de un día;
el monoteísmo en Israel se fue desarrollando con el paso de los siglos. Muchos
relatos de la Biblia nos dejan ver que, en tiempos antiguos, los israelitas
practicaron una religión sincrética con elementos de otros pueblos: en varios
pasajes vemos cómo en los hogares se guardaban ídolos protectores o de la
fecundidad; en otros vemos cómo Yahvé es considerado el primero, o el más
poderoso entre los dioses; en otros se nos habla de seres sobrenaturales ―los
nefilim, los gigantes―; la magia y la adivinación fueron prácticas muy
habituales en tiempos de los jueces y la monarquía…
Kaufmann y otros autores consideran que el monoteísmo
arranca de los tiempos de Moisés y el éxodo. Ahí nace la creencia en un Dios
personal que salva a su pueblo y lo acompaña por el desierto. Esta fe del
pueblo nómada topó con la exuberante religiosidad cananea al llegar a la tierra
prometida. El conflicto entre la fe del desierto y la fe agraria fue constante
durante siglos y se refleja en las páginas bíblicas. Los profetas fueron
grandes adalides del monoteísmo: el más llamativo y el primero de todos ellos
fue Elías. En tiempos de algunos monarcas, como Josías, se fue afianzando la fe
en Yahvé como dios único. Y en el exilio y el post-exilio se consolidó todavía
más, hasta cristalizar en la convicción que permea toda la Biblia, tal como la
conocemos hoy.
La pregunta última, sin embargo, queda sin responder. ¿De
dónde surge esta convicción, esta fe en un solo Dios que está más allá de todo
y a la vez actúa en el más acá, metiéndose hasta el cuello en los asuntos
humanos? Aparte de la explicación histórica y racional: que fue una elaboración
progresiva a lo largo del tiempo, respondiendo a las circunstancias que vivía
el pueblo, creo que se puede aventurar una explicación más simple y radical. A
mi ver, estos puntos de inflexión en la historia no surgen de una acción
premeditada y planeada por un grupo, sino de una experiencia, íntima, personal y transformadora. En otras palabras:
una experiencia mística que vive una persona, o un pequeño grupo de personas.
En ese momento, mirado y tocado por la
divinidad, un hombre, una mujer, puede dar un vuelco a su vida y provocar
el cambio en el destino de toda una comunidad. Esta vivencia, compartida y
transmitida, se convierte en la experiencia común de todo el pueblo. Todos son
mirados por Dios, todos reciben su gracia. Todos son llamados a liberarse de
los yugos y a iniciar una vida nueva, libre y más plena.
Por eso creo —opinión personal, aunque compartida con otros— que el relato de la zarza ardiente, más allá de
la literatura, encierra una verdad, quizás demasiado vertiginosa y honda como
para ser traducida en palabras corrientes, pero que puede ser contada en forma
de poesía. Es un pasaje que pide liberarse de prejuicios y dejar que el texto
hable por sí solo: descálzate,
líbrate de ideas preconcebidas y reticencias, abre los oídos y escucha… porque estás pisando terreno sagrado.
Dos concepciones distintas de raíz
Para las tribus nómadas que venían de una vida austera en el
desierto la religión cananea, con sus rituales de la fecundidad y sus orgías
sagradas, debió resultar enormemente atractiva. De hecho, la fe en Yahvé
liberador convivió durante siglos con las creencias politeístas y el culto a
los dioses del panteón cananeo.
¿Por qué ambas religiosidades se enfrentaron? ¿No hubieran
podido fusionarse y convivir pacíficamente? En realidad, el enfrentamiento se
produjo porque ambas comportaban dos visiones del mundo, de Dios y del hombre
radicalmente opuestas.
Las tabletas de Ras Shamra, la antigua Ugarit,
nos revelan muchos detalles del culto en Canaán. La religión estaba
estrechamente vinculada con el sexo, vehículo propiciador de la fertilidad de
la tierra. Los ciclos naturales eran un reflejo de la guerra eterna y cíclica
entre el dios creador y de la tormenta ―Baal― y el dios del inframundo ―Mot―.
En primavera vence la vida; en invierno Mot se alza con el poder. La unión
entre Baal y su consorte, Anat, trae la fecundidad sobre la tierra. Por tanto,
la unión sexual entre los humanos es una forma de reproducir ese acto sagrado
que asegura una buena cosecha. El sexo se convierte en parte del ritual.
Para el creyente en Yahvé el sexo no es malo en sí. De
hecho, es un mandato de Dios ―creced y multiplicaos―. Pero es un acto natural,
no sagrado. Dios es señor de la naturaleza y de la historia y no necesita
cultos propiciatorios. Si el hombre acata su voluntad y permanece fiel a Yahvé,
será bendecido y no tiene por qué comprar favores.
Ante una visión
retributiva de la religión ―te doy para que tú me des― encontramos otra
visión ―Dios me da porque quiere―. En la primera, el hombre ha de
merecer el favor divino y lo obtiene mediante rituales. En la segunda, el
hombre no hace méritos y es libre de aceptar o no la oferta de Dios.
Es evidente que esta segunda creencia resulta más exigente e
incómoda, porque involucra la libertad humana y pide, también, asumir las
consecuencias de la decisión tomada. Aceptar el don de Dios conlleva un cambio
de vida y una serie de actitudes vitales. Ya no hay un mecanismo automático
para obtener favores de Dios. Es más difícil entregar el corazón que dedicar un
tiempo a un rito. Es más fácil “cumplir” unos preceptos que adoptar una
conducta y mantenerla.
Christine
Hayes comenta en su curso que en el seno de la comunidad israelita se dio
una auténtica “guerra civil” religiosa en la que prevaleció el monoteísmo,
finalmente, no sin luchas y tensiones. Esta pugna marca la historia del pueblo
y se refleja muy bien en los libros de los Jueces, Samuel, Reyes y en los
escritos proféticos.
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