sábado, 28 de julio de 2018

Profetas de la crisis asiria: Miqueas


Así como Oseas y Amós predicaron en Israel, el reino del norte, Isaías y Miqueas pertenecen al reino del sur. Son dos profetas diferentes, cuyas voces resuenan en medio de la crisis asiria. Las tropas asirias asolan y conquistan el reino del norte. Tras varias incursiones, acaban arrasando la capital, Samaría, deportan a buena parte de sus habitantes y repueblan el país con gentes venidas de Siria y otros lugares. Unos cuantos huyen al sur, donde se refugian en Jerusalén y en otros lugares. Del norte vendrá la escuela deuteronomista, una línea profética que clama por la fidelidad del pueblo a Yahvé y a su alianza.

El reino del sur, Judá, de momento se libra de la destrucción, pero no de las amenazas y las guerras. Los reyes de Judá buscan la alianza y la complicidad de Egipto y Siria para hacer frente al poderoso imperio asirio, y se enzarzan en complicados juegos de poder. Pero las tropas asirias acaban rodeando Jerusalén y su rey tiene que doblar la rodilla y aceptar pagar un tributo de vasallaje al invasor, si quiere evitar la ruina.

En estos tiempos convulsos predican Isaías y Miqueas. Ambos predicen la destrucción de Jerusalén y la caída del reino, ambos avisan contra la idolatría, el culto falso y la injusticia, pero difieren en un aspecto crucial. Mientras que Isaías defiende y afirma el pacto especial de Dios con la casa de David, y la promesa de mantener viva su estirpe, Miqueas no da concesión alguna a la dinastía real. Todos sucumbirán y no habrá atenuantes. La infidelidad del pueblo será castigada. Isaías representa la teología real, vinculada a la monarquía davídica, mientras que Miqueas es la voz del pueblo llano, desvinculado de los reyes y clama por recuperar la fe de los orígenes.



El clamor del pueblo


Según los estudiosos, Miqueas se hace eco de la teología del éxodo, arraigada en la población rural y sencilla. Dios ama a su pueblo, pero la infidelidad de este es tan flagrante, que no hay manera de librarse del castigo. Jerusalén caerá. Miqueas arremete contra el culto hipócrita y fingido, y contra las falsas seguridades de una religión que genera un sentimiento de inmunidad.

Empieza sus oráculos con una acusación en forma de pleito legal y amenaza de castigo (1, 2-7):

«Que Yahvé sea testigo entre vosotros, el Señor desde su santo templo. Porque saldrá de su morada y caminará por el globo de la tierra, las montañas se fundirán a su paso como la cera ante el fuego […] ¿Cuál es la infidelidad de Jacob? ¿Cuál es el pecado de Judá? Haré de Samaría una ruina, de Jerusalén, una viña […] destruiré todos sus ídolos…»

Continúa acusando a los malos gobernantes y los ricos que oprimen a los pobres (Miqueas 2 y 3, 1-4):
«¿No os toca a vosotros conocer el derecho, enemigos del bien y amigos del mal, que devoráis la carne de mi pueblo? Le arrancáis la piel y le partís los huesos, los desmenuzáis como carne de olla… Si claman a Yahvé, él no responderá; por sus malas acciones ¡les ocultará el rostro!»

También acusa a los falsos profetas que viven adulando y devolviendo favores Miqueas 3, 5-6):
«Así habla Yahvé contra los profetas que descarrían a su pueblo, que le arrancan la piel a tiras… los que, cuando alguien les mete un bocado entre los dientes, claman: ¡Paz!, pero si no les dan de comer, declaran la guerra santa. Por eso vendrá la noche para vosotros, una noche oscura en tinieblas, donde no veréis nada. El sol se pondrá sobre los profetas, el día se volverá negra noche…»

Esperanza en el resto fiel


Pero estas negras predicciones se ven compensadas por un mensaje de restauración y esperanza. Miqueas es uno de los primeros profetas que habla de un resto fiel del pueblo que se salvará (Miqueas 4):
«Sí, te reuniré, Jacob, entero, ¡reuniré al resto de Israel! Los agruparé como ovejas en el corral… Aquel día recogeré a las cojas y a las descarriadas, que yo había maltratado. De las cojas haré un resto, y de las distantes, una nación poderosa. Entonces Yahvé reinará sobre ellos en la montaña de Sión, desde ahora y para siempre».

Ciertas palabras de Miqueas nos resuenan, porque las leemos en el evangelio de Mateo (2, 6) cuando los magos de Oriente llegan a Jerusalén para adorar al hijo de Dios (Miqueas 5, 1):
«Y tú, Belén, casa de Efrat, el más pequeño de los clanes de Judá, de ti saldrá el que habrá de reinar sobre Israel…»
Este nuevo Israel, renovado y purificado, fiel de nuevo a su Dios, será «como el rocío que viene de Yahvé, las gotas de lluvia sobre la hierba, que no confía en los hombres ni espera nada de los mortales». Este pueblo que no confía en nadie más que en Dios se levantará y «será entre las naciones como el león entre las bestias del bosque: cada vez que pasa, pisa, clava la zarpa y nadie se salva». De oprimido a temible y poderoso. El pequeño resto se convierte en fiera temible. El nacionalismo judío se alimenta de profecías como esta… Muchos siglos después, ¡las palabras de Miqueas parecen haberse hecho realidad!



Pero ¿cuál es la clave para que el pueblo sobreviva y sea restaurado? La fidelidad a Yahvé, como en los días el éxodo. Así lo expresa el profeta (Miqueas 7, 14-20):
«Haz pastorear a tu pueblo, a tu rebaño propio que vive desamparado en el yermo, en medio del Carmelo. Que se apaciente en Basán y Galaad, como en los días de antaño, como en los días en que salieron de Egipto, en medio de prodigios. Que lo vean los paganos y queden confundidos, por la pequeñez de su poder […] Que muerdan el polvo como la serpiente, que sus corazones tiemblen ante Yavhé, nuestro Dios […] ¿Quién como tú, que quitas la culpa y perdonas magnánimo la infidelidad, que no te obstinas en tu ira para siempre, porque te complace ser benévolo? ¡Compadécete de nosotros, pisa nuestras culpas, arroja al fondo del mar todos nuestros pecados! Demostrad fidelidad a Yahvé, piedad a Abraham, como habéis jurado a vuestros padres desde los días de antaño!»

domingo, 22 de julio de 2018

Profetas de la crisis asiria: Amós y Oseas


Rafael de Sivatte, en su espléndido libro sobre el Antiguo Testamento, Dios camina con los pobres, traza un panorama histórico y social de la época en que brotó el profetismo en Israel y de las motivaciones que empujaban a estos hombres inspirados por Dios.

Los reinos de Israel y Judá en los inicios del profetismo (s. VIII a.C.) Fuente: Wikipedia.


Contexto histórico y social


Estamos en plena monarquía de Israel, entre los siglos X y VII a.C. La riqueza afluye al reino. Por Israel pasan tres grandes rutas que comunican Asia Menor con Egipto y Oriente y Siria con el Mediterráneo y el Mar Rojo. Los monarcas de Israel y Judá se enriquecen comerciando, cobrando aranceles y construyendo almacenes y talleres. Ezion-Geber, próspero puerto a orillas del Mar Rojo, trae riquezas y productos exóticos del sur. En los fértiles valles crecen las viñas, el trigo y los olivos. Las arcas reales y las de los templos se llenan, y los nobles favorecidos por los reyes, así como los mercaderes, se enriquecen. El pueblo trabaja duro para sobrevivir, y cuando vienen malas cosechas los campesinos y los pequeños artesanos han de pedir préstamos a los ricos, para poder comer y para poder sembrar de nuevo. Así comienza un círculo de endeudamiento. Si los deudores no pueden devolver el préstamo, la deuda aumenta, crecen los intereses y familias enteras pueden acabar en la ruina. Para evitar morir de hambre, terminan vendiendo tierras, casas y posesiones; hasta llegar a sus hijos y a sí mismos, como esclavos. Esta situación de desigualdad genera un malestar social creciente y toda una serie de prácticas injustas y corruptas que los profetas se lanzan a denunciar.

Por otro lado, la religión se ha convertido en un instrumento a manos del régimen. La prosperidad genera un nacionalismo religioso: ¡somos el pueblo elegido! «Dios está de nuestra parte y nos favorece». La fe se ritualiza, todo se acaba reduciendo a ofrendas, sacrificios y donativos. Un culto de normas y cumplimiento, sin alma. El devoto puede creerse a salvo y amigo de Dios, mientras maltrata a los pobres, odia a su vecino y exprime a sus deudores. 

Los profetas que surgen en este periodo atacan lo que consideran dos terribles males del pueblo: la injusticia social y la fe hipócrita y ritualista.

Tipos de profetas


Sivatte, como otros autores, distingue entre tres tipos de profetas:

  • Los estáticos, místicos o iluminados, que viven experiencias sobrenaturales, entran en trance y a menudo realizan acciones extravagantes, con un mensaje simbólico. Entre estos encontraríamos a Samuel, Elías y Eliseo.
  • Los profesionales: son los que están al servicio de reyes y nobles, a menudo son sacerdotes asociados a un templo o santuario. Muchos de estos son aduladores que se especializan en tranquilizar conciencias y halagar a sus señores. Son los que dicen lo que los otros quieren oír, para complacerles y obtener beneficios.
  • Los vocacionados: llamados por Dios, incluso a su pesar, que viven su misión como una tarea que Dios les encomienda. Son los que mantienen una íntima relación de amistad-lucha con Dios y a menudo se enfrentan a otros profetas, a reyes y a ricos. Su voz es incómoda y a veces violenta. Amenazan en tiempos de paz, dan consuelo y esperanza en tiempos de crisis y catástrofe. Son verdaderos despertadores de conciencia que quieren propiciar una conversión de vida y una mejora en la sociedad.

Los profetas cuyos escritos y oráculos recoge la Biblia son los vocacionados, aunque se dan casos en que un profeta puede ser vocacionado y extático a la vez (como Elías o Ezequiel), incluso también puede ser un sacerdote del templo, aunque disidente en ciertos momentos (como Jeremías e Isaías).
Veremos ahora algunos profetas del siglo VIII y VII a.C., los que surgieron alrededor de la crisis asiria, cuando el imperio asirio amenazó e invadió el reino del norte, Israel. En todos ellos hay una fuerte denuncia social, una llamada a vivir una fe auténtica y también un aviso contra las naciones extranjeras prepotentes.



Amós, la justicia de Dios


Libro emblemático del profetismo


El libro del profeta Amós es breve, pero muy representativo de la literatura profética. Christine Hayes, en su curso sobre Antiguo Testamento, resalta que es un prototipo perfecto del profeta, por su temática, estructura y estilo.

Los libros proféticos no pueden leerse como novelas o crónicas. Reúnen una miscelánea de temas y de formas literarias diversas. Incluso pueden reunir escritos o discursos de varios autores (normalmente el profeta que da el nombre y su escuela o sus discípulos). No siguen un orden cronológico y los temas enlazan unos con otros de manera poética o literaria, no según una lógica que hoy diríamos «racional» o causal. En el libro de Amós, como en la mayoría de literatura profética, encontramos:
  • La llamada del profeta, su vocación a partir de un encuentro místico.
  • Oráculos de condena, tanto del pueblo de Israel como de otros pueblos, por sus crímenes y pecados.
  • Oráculos de esperanza.
  • Notas editoriales que narran detalles biográficos del profeta, en tercera persona.
  • Visiones proféticas: pueden ser de la vida cotidiana o escenas espectaculares, pero todas con un contenido simbólico.
  • Fragmentos poéticos y sapienciales: canciones, himnos, proverbios…
  • Fórmulas legales, como la del pacto (en hebreo, riv). Dios es presentado como juez que denuncia al pueblo por romper su alianza.


El mensaje de Amós


Podemos condensar el mensaje de Amós en torno a tres ejes: la denuncia de los crímenes del pueblo, una serie de visiones de castigo y un mensaje final de esperanza y renovación.

Denuncias


Amós, según él mismo declara, no es profeta ni sacerdote. Está lejos del profetismo profesional que antes hemos citado. Cuando el sacerdote Amasías, de Betel, lo expulsa del país, él responde: «Yo no soy profeta ni hijo de profetas; soy vaquero y cultivador de higos. Pero Yahvé me tomó de detrás del rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel» (Amós 7, 14-15). Por tanto, vemos que es un labrador, un hombre de ciertos recursos, que viajaba entre Judá e Israel quizás vendiendo el producto de sus rebaños y tierras, y pudo observar la injusticia que campaba a su alrededor.

Amós denuncia los atropellos que ve con palabras durísimas (Amós 4, 1-3):

Escuchad, vacas de Basán, que moráis en la montaña de Samaría, las que oprimís a los débiles, las que robáis a los pobres, que decís a vuestros maridos: ¡Trae de beber! El Señor Yahvé jura por su santidad: vendrán días en que seréis izadas con ganchos, y hasta las últimas, con arpones. Saldréis por las brechas una tras otra y seréis arrojadas al Hermón…

No ahorra ironía cruel contra los ricos que se ceban sobre los pobres, amenazándoles con un futuro devastador (Amós 3, 9-15):

Pregonad en los palacios de Asiria y en los palacios del país de Egipto: ¡Congregaos contra los montes de Samaría! Ved cuántos desórdenes encierra, cuánta violencia hay en su seno! No saben obrar con rectitud ―oráculo de Yahvé― los que amontonan violencia y rapiña en sus palacios. Por eso, esto dice el señor Yahvé: El adversario invadirá la tierra, abatirá tu fortaleza y serán saqueados tus palacios… Sacudiré la casa de invierno y la casa de verano, se acabarán las mansiones de marfil y muchas casas desaparecerán.

Los ricos se fían de su poder, pero su seguridad es falsa, su apogeo terminará dramáticamente (Amós 6, 3-7):

Vosotros, los que tratáis de alejar el día funesto… los que se tumban en camas de marfil, arrellanados en sus lechos; los que comen corderos del rebaño y becerros del establo; los que canturrean al son del arpa y se inventan, como David, instrumentos musicales; los que beben el vino en anchas copas y se ungen con los mejores perfumes, pero no lamentan el desastre de José. Por eso, ahora irán al destierro a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas.

Los poderosos, los que ahora se regocijan en su abundancia, serán los primeros en ser castigados. Amós predice la invasión de Asiria, que asolará el reino del norte. Los asirios deportarán justamente a las élites del país, llevándose a los supervivientes al destierro. Amós profetiza (8, 4-6):

Escuchad esto, los que pisoteáis a los pobres, los que queréis suprimir a los humildes de la tierra. Decís: ¿Cuánto pasará el novilunio para poder vender el grano, y el sábado para dar salida al trigo, achicar la medida y aumentar el peso, trucando balanzas para robar; para comprar por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias, y vender hasta el salvado del grano? Lo ha jurado Yahvé por el honor de Jacob: ¡Jamás olvidaré todas vuestras obras!

El delito moral, por tanto, es prioritario. Es más importante ser justo y honrado incluso que cumplir con los rituales religiosos. No tiene sentido una religiosidad si no va acompañada de una conducta recta y compasiva hacia los pobres (Amós 5, 21-24):

¡Odio, detesto vuestras fiestas, no me aplacan vuestras solemnidades! Si me ofrecéis holocaustos… no me satisfacen vuestras oblaciones, ni miro vuestros sacrificios de comunión, de novillos cebados. ¡Aparta de mí el rumor de tus canciones! ¡No quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí, el derecho como agua y la justicia como arroyo perenne!

Visiones de la ruina


Un país tan corrupto perecerá ante sus enemigos ―el imperio asirio―. A las denuncias y amenazas, Amós añade cinco visiones sobre el castigo que sufrirá el pueblo: las langostas que devoran la hierba de la tierra; la seguía que asola los campos; la plomada como símbolo de justicia y castigo de Dios contra el pueblo: «¡Es que voy a aplicar plomada en medio de mi pueblo Israel: ni una más le volveré a pasar!» (Amós 7, 8); la canasta de fruta madura («Es que ha llegado la madurez para mi pueblo Israel, ¡ni una más le volveré a pasar!» en Amós 8, 3); y por fin la caída del santuario que se desploma sobre los fieles. Esta última visión es trágica: «¡Sacude el capitel y que se desplomen los umbrales! ¡Rómpelos en la cabeza de todos ellos! Yo mataré a espada a los que queden; no huirá de entre ellos un solo fugitivo…» (Amós 9, 1-2).

Plaga, sequía, plomada, fruta madura a punto y el templo que se derrumba. Son imágenes de una civilización que llega a su tiempo álgido y cae estrepitosamente. Pero después de la ruina… ¿qué sucederá?

La restauración

Aquel día levantaré la cabaña ruinosa de David, repararé sus brechas, restauraré sus ruinas; la reconstruiré para que quede como en los días de antaño, para que leguen a poseer lo que queda de Edom y todas las naciones sobre las que se invocó mi nombre… Mirad, ya vienen días en que el arador alcanzará al segador y el que pisa la uva al sembrador; destilarán vino los montes y todas las colinas se derretirán. Entonces haré volver a los deportados de mi pueblo Israel. Reconstruirán las ciudades devastadas y podrán habitar en ellas; plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertas y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su tierra y no serán arrancados nunca más de la tierra que les di, dice Yahvé, tu Dios (Amós 9, 11-15).

Así termina el libro de Amós, con un mensaje de esperanza. Después de la ruina vendrá la reparación. Después del castigo, la sanación. Después de la pobreza, el hambre y la guerra, vendrá la paz y la prosperidad. Después de ser expulsados y desposeídos de su tierra, podrán volver a ella, y arraigarán en ella para siempre.

Juicio y conversión


El mensaje de Amós es una llamada a volver al amor de Dios, pero no mediante una religiosidad de apariencias, sino practicando la justicia hacia los semejantes. La justicia social es superior al culto religioso, en este sentido. No se puede amar a Dios sin ser justo y generoso con el hombre. Jesús en su evangelio desarrollará este mensaje: quien dice amar a Dios pero no ama a su semejante, ¡hipócrita! Y, en el juicio final, los benditos del Padre no serán los creyentes ni los practicantes escrupulosos, sino los que han practicado la misericordia con los hermanos.

La invasión y la destrucción, hechos políticos e históricos, se convierten para el profeta en el medio en que Dios castiga a su pueblo. Amós da un paso atrevido. Normalmente los profetas maldecían a los otros países, enemigos del pueblo. Amós dirige sus oráculos de amenaza no sólo contra los extranjeros, sino contra el mismo Israel. De ahí que se topara con una fuerte oposición de la casta sacerdotal y de los dirigentes. Al final, tiene que huir del norte y refugiarse en Judá.

Para Amós, los males venidos de afuera son un castigo por el mal interno que corrompe el país. Esta mentalidad: juicio-castigo es típica de muchos profetas, aunque no todos los autores bíblicos la comparten, como iremos viendo. La escuela deuteronomista, por ejemplo, sostenía que Israel es el hijo predilecto de Dios y el amor y el favor de este hacia su pueblo son incondicionales. La catástrofe es debida, principalmente, a la idolatría y a la ruptura de la alianza con Dios. Amós y otros profetas atacan la idolatría, pero no sólo esta, sino también la injusticia y el mal moral.

Sin embargo, Dios es bueno y sigue amando a su pueblo. Le ofrece esperanza en medio de la ruina. A quienes sean fieles, les espera un futuro en el que serán restaurados. El final del libro de Amós probablemente está escrito mucho después de su muerte, por sus discípulos, y con la perspectiva del exilio de Babilonia y la posibilidad del regreso.




Oseas, o el amor celoso de Dios


El libro del profeta Oseas nos presenta una historia dramática (Oseas 1, 2-9): Dios ordena al profeta que se case con Gómer, una prostituta. Hermosa y de vida ligera, le da tres hijos que reciben, por indicación de Dios, nombres muy significativos: Yizrael (contra Israel), Lo-Ruhamab (No-compadecida) y Lo-ammi (no-mi pueblo).

Como es de esperar, Gómer, pese a ser amada por Oseas, vuelve a sus hábitos promiscuos y este la echa de casa. Luego se arrepiente y la va a buscar, para perdonarla y envolverla en su amor.

¿Qué significa esta historia?

El matrimonio fracasado es una metáfora de la relación entre Dios e Israel. El amor traicionado simboliza el amor de Dios, no correspondido por su pueblo. La infidelidad de Gómer es la infidelidad de Israel, que se entrega a la idolatría, por un lado, y a la corrupción social y moral por otro. Por consiguiente, Dios expulsará a su pueblo, desposeyéndolo de su tierra, y lo enviará al desierto, donde purgará sus faltas.

Pero este Dios celoso e indignado no deja de amar y no soporta el dolor y el sufrimiento del pueblo castigado. Se compadece y, finalmente, lo irá a buscar para traerlo de regreso. Oseas, como señala Christine Hayes, refleja de manera incomparable el conflicto que se libra en el corazón de Dios, un Dios amante que se debate entre su ira celosa y su inagotable amor. Esta batalla, finalmente, la ganará el amor, porque Dios no puede abandonar a su pueblo.

La ira ante la alianza rota


El matrimonio es un pacto, una alianza. Así, la infidelidad rompe el pacto y el marido engañado denuncia a la esposa. Israel, rompiendo su pacto con Dios, provoca su ira (Oseas 2, 4-6):

¡Pleitead con vuestra madre, pleitead, porque ella ya no es mi mujer, y yo no soy su marido! ¡Que quite de su rostro sus prostituciones, que retire de sus pechos sus adulterios, no sea que yo la desnude del todo y la deje como el día en que nació, y la convierta en desierto, la reduzca a tierra árida y la haga morir de sed! No me compadeceré de sus hijos porque son hijos de prostitución!

La reconciliación


El amor de Dios es descrito con la palabra hebrea Jésed, que significa a la vez amor y misericordia, un amor noble e incondicional, que se estremece hasta las entrañas. Después de expulsar a la esposa infiel al desierto, Dios se compadece de ella (Oseas 2, 16-18):

Por eso voy a seducirla, voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón. Allí le daré sus viñas, convertiré el valle de Acor en puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como cuando subió del país de Egipto. Ella me llamará «esposo mío» y no «Baal mío».

El desierto y Egipto: hay en este párrafo una alusión a los tiempos del éxodo, contemplados como una época casi idílica entre Dios y su pueblo naciente, como esos primeros tiempos de pasión entre dos enamorados. Pero también es una alusión al retorno del pueblo de Israel del exilio babilónico. El tiempo de destierro es como el castigo en el desierto. Un castigo que, en realidad, es una purificación para regresar con corazón renovado y reiniciar una vida de fidelidad y unión con Dios.

Aviso al pueblo


Oseas explica su mensaje: Dios ha ofrecido su amor incondicional a Israel, pero el pueblo ha respondido con infidelidad, idolatría y toda clase de injusticias. No parece sino que los israelitas se complacen en romper todos los mandamientos del Decálogo, uno tras otro (Oseas 4, 1-3):

¡Escuchad la palabra de Yahvé, hijos de Israel! Que Yahvé pone pleito a los habitantes de esta tierra, pues no hay fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra, sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, sangre y más sangre. Por eso la tierra está en duelo y se marchita cuanto en ella habita…

Después de arremeter contra la idolatría y el desenfreno del pueblo, Oseas avisa. Los malos líderes llevan a la gente a la ruina, y no vale un regreso superficial a la fe. No valen cultos, sacrificios ni rogativas hipócritas. Esta fe, sin justicia, es una falsa seguridad (Oseas 6, 1-2):

Venid, volvamos a Yahvé, él ha desgarrado pero nos curará, él ha herido pero nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y viviremos en su presencia…

El pueblo reacciona como un niño travieso: si volvemos a Dios, sumisos y con buena cara, como él es bueno ya nos perdonará y nos restablecerá. Pero, ay, Dios conoce demasiado bien sus intenciones (Oseas 6, 4-6):

¿Qué voy a hacer contigo, Efraím? ¿Qué voy a hacer contigo, Judá? ¡Vuestro amor es nube mañanera, rocío matinal que se evapora! Por eso los he hecho trizas por medio de los profetas, los he castigado con las palabras de mi boca, y mi juicio surgirá como la luz. Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, mejor que holocaustos.

Misericordia quiero y no sacrificios… Jesús en el evangelio se hará eco de estas palabras en más de una ocasión. De nada sirve una fe ritualista e hipócrita.

No os fiéis de los poderosos


En tiempos de Oseas, Asiria amenazaba el reino del norte, que acabaría sucumbiendo ante sus tropas. Los reyes de Israel intentaron varias alianzas con otros reyes, como Egipto y Siria, para intentar detener el avance asirio. Oseas, con mucho realismo, dice que de nada sirve confiar en estos monarcas extranjeros que se creen poderosos. Si Asiria tiene que invadir, lo hará, y nadie podrá detenerla. El único en quien confiar es Dios, porque todos los imperios de la tierra, por muy fuertes que parezcan, caerán algún día (Oseas 8, 4-10):

Han entronizado reyes sin contar conmigo; han nombrado príncipes sin mi conocimiento. Con su plata y su oro se han fabricado ídolos para su perdición… ¡Israel ha sido devorado! Está ahora entre las naciones como objeto indeseado. Porque ha subido a Asiria Efraín, ese onagro solitario, a comprarse amores; pues aunque los compre entre las naciones, yo voy a reunirlos ahora y pronto tendrá que soportar la carga del rey de príncipes.

Efraín es el reino de Israel, los príncipes nombrados alude a los diferentes golpes de estado y asesinatos que cambiaron la dinastía de Omrí a la de Jehú; los amores comprados son el favor de otros países y el rey de príncipes es el soberano asirio.

Hoy podríamos establecer un paralelo de esta situación en la política internacional de cualquier pequeño país que se encuentre en medio del juego de poder de grandes potencias. ¿Qué hacer? ¿Aliarse con uno u otros? Unos y otros devorarán al pequeño… a menos que mantenga una política inteligente de no enfrentamiento y de conservación de su propia identidad y libertad. ¿Es difícil? Sí, tanto como mantener la fe firme en medio de la idolatría, o un amor fiel en medio de un mundo que mercadea con el amor…

Vuelve a Dios


Volver a Dios: aquí reside la salvación del pueblo y este es el mensaje fundamental de Oseas. Regresa a tu Dios, vuelve a los brazos del que te ama. ¡Regresa! Olvida las alianzas engañosas, renuncia a tu orgullo, despréndete de la falsedad y la hipocresía, busca la autenticidad (Oseas 14, 2-9):

Vuelve, Israel, a Yahvé tu Dios, pues tus culpas te han hecho caer. Preparaos unas palabras y volved a Yahvé. Decidle: quita toda culpa; acepta lo bueno, y en vez de novillos te ofrecemos nuestros labios. Asiria ya no nos salvará, no montaremos a caballo y no diremos más “Dios nuestro” a la obra de nuestras manos, oh tú, que te apiadas del huérfano. Yo sanaré su infidelidad, los amaré graciosamente, pues mi cólera se ha apartado de él. Seré como rocío para Israel, florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano […] Yo respondo y lo protejo; yo soy como un ciprés siempre verde, y de mí procede tu fruto.

sábado, 14 de julio de 2018

Los profetas: la voz en la crisis


Los libros proféticos forman un grueso importante del Antiguo Testamento, y la segunda parte de la Biblia Hebrea, los Nevi’im. La palabra nevi, que se traduce por profeta, significa «el llamado». También se puede entender por el heraldo, el anunciador. El nombre lo dice todo: el profeta es un hombre ―o una mujer, que también las hubo― enviado por Dios para anunciar algo al pueblo. Se convierten en los portavoces de Dios y en un aguijón que espolea al pueblo.

De entrada, hay que rechazar la imagen del profeta como alguien «que predice el futuro». En realidad, el profeta está hablando del presente, aunque utilice un lenguaje simbólico y se valga de imágenes muy dramáticas, a  veces apocalípticas. No sólo habla: el profeta a menudo realiza acciones que pueden ser consideradas audaces o extravagantes, para llamar la atención de las gentes. Jeremías fue un buen ejemplo. Todas ellas tienen un significado. Muchos años más tarde, Jesús haría un gesto profético en el templo de Jerusalén, echando mano a un látigo y volcando los puestos de los mercaderes y cambistas.

Místicos y enviados


La profesora Christine Hayes en su curso sobre Antiguo Testamento distingue entre los profetas extáticos y los apostólicos.

Los profetas extáticos son los primeros que aparecen en la Biblia, en los relatos de los libros de Samuel y Reyes. Son personajes curiosos y audaces, que tienen visiones y experiencias místicas, protagonizan hechos espectaculares y están rodeados de mitificación. Por ejemplo, Elías y Eliseo. Se dice también del rey Saúl, que de tanto en tanto caía en trance y también profetizaba. Este tipo de profetas eran muy populares en todo el antiguo Oriente. Solían entrar en trance, un estado de conciencia alterado, y pronunciaban oráculos para los reyes y señores (casi siempre favorables). Algunos profetas posteriores, como Ezequiel, también vivieron este tipo de experiencias sobrenaturales.

Los profetas apostólicos, o literarios, son aquellos que dejaron escritos, o bien sus discípulos recogieron sus enseñanzas en libros que llevan su nombre: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, y todos los demás. En estos profetas se da un perfil y una función distinta. De entrada, se alejan de la adivinación y la magia. No son videntes ni astrólogos. Son hombres, algunos muy normales y alejados del ámbito religioso, como Amós, que un buen día viven una experiencia que cambia radicalmente sus vidas. Son llamados por Dios. Desde entonces consagran su vida a la misión: transmitir el mensaje que Dios les ha dado.  Su principal propósito es despertar las conciencias y provocar un cambio en las gentes.

Voces en la tormenta


Los profetas apostólicos o enviados suelen aparecer en tiempos de grandes crisis. Los biblistas a veces los agrupan en cuatro periodos:
  • Los profetas de la crisis asiria, en torno al 722 a.C., cuando los asirios conquistaron Israel, el reino del norte, y deportaron a su población. Unos cuantos huyeron y se refugiaron en el sur, en el reino de Judá, y llevaron consigo su mensaje. En esta época, los profetas alertan del peligro que se cierne sobre el país y achacan la inminente catástrofe al caos interno: idolatría religiosa, hipocresía, avaricia, injusticia social flagrante, desprecio de los pobres y arrogancia de los reyes. Entre estos profetas encontramos a Amós y a Oseas, en el norte, y en el sur Isaías y Miqueas.
  • Los profetas de la crisis babilonia, en torno al 586 a.C. En esta época, el imperio babilonio conquistó el reino del sur, Judá, y destruyó Jerusalén y el templo. Israel desaparece como potencia de la historia y la catástrofe traumatiza al pueblo. Los profetas en torno a esta crisis llevan un mensaje de alerta y aviso, y después de consuelo ante la ruina y esperanza en el futuro. Entre ellos encontramos a Nahum, Habacuc y Jeremías.
  • Los profetas del exilio. Intentan explicar el desastre desde una visión teológica y animar al pueblo a sobrevivir en condiciones muy adversas. Entre ellos destaca Ezequiel.
  • Los profetas del post-exilio o restauración, a partir del siglo V a.C. En esta época el imperio persa invade y absorbe el imperio babilonio y conquista todos sus territorios. El emperador persa, tolerante con los pueblos dominados, permite que los israelitas regresen a su tierra y reconstruyan el templo de Jerusalén. Pero el retorno no será fácil y la restauración de la comunidad estará plagada de dificultades. Más adelante, una nueva potencia, Grecia, conquistará Palestina. Los gobernantes helenísticos intentarán imponer su cultura, provocando la oposición de un sector de la población. Es la época de las revueltas de los Macabeos. Los profetas de esta época presentarán distintas alternativas y actitudes, según el momento histórico. Su mensaje es tanto de alerta como de aliento y esperanza. Profetas de este periodo son Ageo, Zacarías, Joel (tal vez) y Malaquías.

El papel de los profetas


Los profetas son personas hondamente arraigadas en su tiempo y en su espacio vital. Su mensaje refleja una preocupación por las gentes y su porvenir. Su misión proviene de Dios, y permanecen en continuo diálogo con él, pero su vida está volcada en los hombres. Las palabras proféticas adquieren una triple tonalidad: denuncia, anuncio y esperanza. Además, suelen acompañar sus discursos con actos simbólicos y llamativos.

Políticamente incorrectos


Muchos profetas fueron perseguidos por atacar a los aduladores cortesanos. Los profetas no eran complacientes con los reyes ni con la gente. No decían lo que los otros querían oír. Y arremetían contra los «falsos profetas», los «hombres del sí», que halagaban la vanidad de los reyes para obtener beneficios, sin que les importara la verdad ni el futuro del pueblo.

Miqueas disgustó a los reyes del norte y del sur, porque «nunca ha profetizado nada favorable para mí», como se queja el rey Josafat, de Judá. Amós fue expulsado del santuario de Betel por el sacerdote Amazías, acusado de agitador y agorero. Jeremías fue perseguido, apalead, encarcelado y sometido a vergüenza pública en varias ocasiones, por no ser complaciente con los diversos reyes que le tocó conocer.

Hoy diríamos que eran políticamente incorrectos, que decían verdades incómodas y que no seguían las corrientes dominantes del poder. ¿Quieres saber si una persona es realmente profética? Si tiene mucho éxito y todo el mundo le aplaude, posiblemente le esté faltando algo (o mucho) de autenticidad y veracidad.

Poner reyes y quitar reyes


Algunos profetas fueron muy combativos e incluso se metieron en política. El profeta Samuel fue consejero y promotor de los primeros reyes, David y Saúl. El profeta Natán apoyó a la reina Betsabé a aupar al trono a su hijo Salomón, a la muerte de David. Estos profetas apoyaron a la monarquía y en especial a ciertos miembros de la casa real. El profeta Isaías es un firme defensor de la Casa de David.

Otros profetas hicieron lo contrario. A muchos nos resultan familiares las vicisitudes del profeta Elías, acusador del rey Acab y de su esposa la reina Jezabel. Su enemistad le valió persecuciones y ataques de todo tipo. Más tarde, su sucesor Eliseo instigó a Jehú, capitán de los ejércitos reales. Jehú asesinó al rey Acab, exterminó a su familia y se coronó rey. 

Conciencia del rey


Otros profetas fueron la voz de la conciencia para los reyes, avisándolos cuando caían en abusos de poder o se desviaban en su conducta. Es célebre el caso del profeta Natán, cuando David se acostó con Betsabé y envió al marido de esta, Urías, a la muerte en combate. La historia del hombre pobre y su oveja es una parábola que se ha hecho célebre para explicar los excesos de los poderosos. Elías también quiso ser la conciencia del rey Ajab, como se relata en la historia de la viña de Nabot. Más tarde encontraremos a Jeremías, intentando aconsejar a los reyes bajo cuyos reinados le tocó vivir, con suerte dispar, como veremos.

Dios y los hombres


Los primeros profetas, como Amós, Miqueas, Oseas y el mismo Isaías, centran su denuncia a la sociedad en dos polos: por un lado, la hipocresía religiosa y la idolatría. Atacan duramente los rituales y el culto, lleno de folclore y vacío de sentido. Por otro lado, atacan la injusticia social y los excesos de los ricos que oprimen a los pobres. Este fragmento de Isaías es un compendio de la denuncia:
¿A mí qué vuestros sacrificios?, dice Yahvé. Harto estoy de holocaustos de carneros, de sebo de cebones; no me agrada la sangre de los novillos […] Cuando venís a presentaros ante mí, ¿quién ha solicitado de vosotros que andéis pateando mis atrios?… Vuestras lunas nuevas y solemnidades aborrezco de corazón […] Vuestras manos están llenas de sangre; lavaos, purificaos, apartad vuestras fechorías de mi vista, desistid de hacer el mal y aprended a hacer el bien: buscad lo que es justo, reconoced los derechos del oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda (Isaías 1, 11-17)

Finalmente, podríamos resumir que el mensaje profético es principalmente:
  • De denuncia y amenaza, en tiempos de aparente bonanza y cuando el hombre se siente arrogante y poderoso. El aviso es este: alerta, porque la destrucción se acerca. Los oráculos contra Israel y otras naciones, como los de Isaías, son sobrecogedores.
  • De consuelo y aliento en tiempos de profunda crisis y devastación. Cuando el hombre está hundido, hay que levantarlo y ayudarle a sobrevivir y a mirar hacia adelante. Los escritos de Jeremías, Isaías y Ezequiel, así como partes del libro de Oseas,  ayudan a hacer lecturas trascendentales de la catástrofe y a extraer una enseñanza y una fortaleza para el futuro.
  • De esperanza y alegría, confiando en un mundo mejor que está en camino. Todo está en manos de Dios, y el plan de Dios es hermoso e inimaginable. Las guerras y las desgracias son castigos, lecciones que aprender. Pero Dios no abandona a su pueblo. Los textos del llamado Tercer Isaías, las visiones de un futuro pacífico y gozoso, de una vida próspera en tierras fértiles, son imágenes de ese porvenir que llegará.

Literariamente…


Los escritos proféticos son espectaculares. Si se leen con mente limpia de prejuicios y con los seis sentidos, no pueden dejar indiferente a ningún lector, aunque no se comprenda toda la complejidad del texto de una sola vez.

Durante muchos años compartí cierta visión literaria de la Biblia, difundida por reputados autores, como Erich Auerbach. Él comparaba la Biblia y los textos de la Ilíada y la Odisea y decía que el lenguaje bíblico es austero y muy sobrio, apto para ser oído y captar un mensaje, pues carece de imágenes plásticas. En cambio, el lenguaje homérico es visual y colorido, apto para ser visto y recrearse más en las sensaciones estéticas. Leyendo a los profetas he descubierto que esta visión es un poco simplista. Se puede aplicar a la narrativa bíblica y a ciertos pasajes, pero la Biblia, claro está, no es un solo libro, sino muchos. Los libros proféticos están lejos de ser un lenguaje austero y falto de estética visual. Isaías, por poner un ejemplo, se recrea en poderosas imágenes que despiertan la imaginación y suscitan toda clase de emociones. El teólogo Eugene H. Peterson dice de Isaías que es un poeta en todo el sentido de la palabra: con su discurso crea y destruye, engendra realidades y pulveriza otras, suscita todo tipo de sentimientos. Su palabra es pincel, mazo y cincel; también es espada y hacha de doble filo. No es el único. Leyendo a Jeremías, a Ezequiel, Oseas, las visiones de Daniel… uno se da cuenta de que la Biblia no sólo contiene mensaje, sino una riquísima y variada expresión literaria.

Humanamente…


¿Qué podemos extraer los lectores de hoy de estos libros, a parte de un rato interesante y un mayor conocimiento del mundo bíblico? Creo que los profetas son una voz atemporal que no pierde vigencia. Siguen siendo denuncia, anuncio y esperanza para el mundo de hoy. Sus clamores siguen siendo de rabiosa actualidad… Veamos algunos ejemplos.

Ante la prepotencia de los ricos y poderosos, los profetas avisan que todo imperio tiene sus días contados, y puede caer estrepitosamente bajo otro.

Ante los atropellos y la injusticia social, los profetas denuncian que la desigualdad, los abusos y la corrupción acabarán destruyendo la sociedad, y nadie se librará de las consecuencias.

Ante la pobreza flagrante de unos y la riqueza obscena de otros, los profetas pronuncian palabras durísimas que pocos activistas contemporáneos se atreverían a utilizar (¡leed a Amós!).

Ante las catástrofes y crisis de todo tipo, los profetas animan a seguir viviendo, luchando y proyectando, sin perder la esperanza.

Ante la dura realidad de los emigrantes y refugiados, profetas como Jeremías envían un mensaje sobre la necesidad de integración y convivencia con otras culturas.

Ante la desesperación por una gran pérdida, los profetas animan a levantar la mirada y hacer planes de futuro. No estamos solos ni abandonados. El mundo no se termina.

Ante la vejez, el cansancio y la tristeza, los profetas nos invitan a seguir vivos, como Jeremías. ¡Nada de jubilarse! Nada de rendirse. Siempre activo, siempre luchando, siempre transmitiendo un mensaje… Siempre en misión, hasta el último día de su vida.

Hoy las personas tenemos mucha información, quizás demasiada. Y los medios e Internet nos bombardean con toda clase de datos y noticias. Cierta literatura nos revela los secretos de la «cúpula del mal» que gobierna el mundo a la sombra, y una sensación de miedo e impotencia se adueña de mucha gente. ¿Qué podemos hacer? ¿Basta adoptar una postura de heroicos supervivientes? ¿Buscar círculos de gentes afines y crear pequeños oasis, islas de resistencia? ¿Basta aspirar a aumentar nuestro «nivel de conciencia» para situarnos en un plano espiritual superior? ¿Buscamos una conciliación entre el ser conscientes y dejarnos llevar por la corriente? ¿Nos contentamos con el mal menor o el ir tirando?

¿No son posiciones un tanto resignadas o escapistas?

Los profetas, desde luego, no se resignan ni se escapan. Se meten hasta los codos en la realidad y bregan en ella. No se refugian en espiritualismos ideales. No se pertrechan en monasterios ni en islas de paz. Tampoco sucumben a la seducción del poder político y mediático (si fueran ricos y poderosos… ¡podrían hacer «tanto bien»!). No temen nadar a contracorriente, y no los detienen ni el rechazo ni la persecución ni la pobreza. Hoy diríamos que no les preocuparía tener muchos «like» y fans en las redes sociales.  No les importaría ser o no influencers. Tampoco se refugiarían entre amigos o partidarios. Ellos se lanzan a combatir, a campo abierto y a pecho descubierto. Sin otra defensa que el mismo Dios que les ha seducido y les ha llamado. Su amor los sostiene. Es la única explicación a su perseverancia. Los profetas son hombres ―y mujeres― amigos de Dios. Su relación con él atraviesa crisis, también sostienen sus luchas (leed a Jeremías). Pero son peleas de dos que se aman y están indisolublemente unidos. Sólo quien está enamorado persiste.

Algunos pasajes proféticos (no todos, por supuesto), podrían leerse como auténticos libros de autoayuda. Si eres creyente, lector, encontrarás la presencia de Dios latiendo detrás de las líneas. Si no lo eres, déjate fascinar por el ritmo poderoso de sus versos y saborea la fuerza de sus palabras. Son la voz de un puñado de hombres valientes que se atrevieron a desafiar el mal, cara a cara.

lunes, 18 de junio de 2018

Reyes, profetas y villanos


Con los dos libros de Samuel entramos en una nueva etapa de la historia de Israel: la monarquía. Esta historia se relata en los libros de Samuel 1 y 2, Reyes 1 y 2 y en las Crónicas.

El periodo de los jueces, en que las tribus eran libres y «todo el mundo hacía lo que le parecía bien» (Jueces 21, 25) terminó con una espiral de violencia imparable, tal como relata el libro de los Jueces en sus capítulos 19, 20 y 21. Son episodios muy sangrientos y terribles, en los que unas tribus luchan con otras hasta llegar casi al exterminio de una de ellas. Al final, la división interna y la presión de los reinos externos provocan que el pueblo pida un rey que los una y pelee contra sus enemigos. Samuel, el último juez, unge a un rey. Primero a Saúl, un rey carismático y popular, excelente guerrero y hombre temperamental, amado por el pueblo, pero cuya vida y gobierno terminan en desgracia. Tras alguna victoria sonadas y ampliar el territorio de Israel, muere en una batalla contra los filisteos y a su muerte el reino se sume en el caos.

El siguiente rey ungido es David. Su historia merece sobradamente toda la literatura y filmografía que se le ha dedicado. Es un carácter extraordinario y tremendamente humano. Pastor, poeta, guerrero, bandolero y estratega, finalmente se convierte en rey. Primero gobierna en el sur, situando su capital en Hebrón. Al final, las tribus del norte, que se habían agrupado en torno al hijo de Saúl, terminan sometiéndose también a él. David tiene tres grandes aciertos, como gobernante: el primero es unificar a todas las tribus ―unidad política―; el segundo es instaurar una capital que represente a todo el reino ―Jerusalén―;  el tercer logro es religioso, trasladando a Jerusalén el arca de la alianza ―unidad religiosa―. David planeará construir un gran templo a Dios; él no lo hará, pero será la gran obra de su hijo, Salomón.

Además, con David la monarquía adquiere ya la estructura propia de un reino: se crea un ejército profesional, una burocracia y una jerarquía. Israel expande su territorio y se consolida. Los otros pueblos cananeos, salvo los filisteos, que mantienen sus ciudades en la costa, se rinden a su poder.

Con Salomón, la monarquía israelita llega a su auge. Expande más su territorio, establece alianzas con Egipto, Fenicia y otros reinos vecinos, envía flotas comerciales a otros países, consolida la administración interna y la riqueza que afluye a sus arcas le permite iniciar grandes obras arquitectónicas, como el templo. Es un periodo de esplendor, pero en el que también comienzan a hacerse evidentes los males de la monarquía que denunció Samuel: el pueblo se ve agobiado con impuestos y trabajos forzados, aumenta la desigualdad entre ricos y pobres, la burocracia da lugar a situaciones de corrupción y soborno. Desde el punto de vista religioso, reina la tolerancia y un gran sincretismo, pues Salomón, para congraciarse con sus esposas y reinos aliados, construye templos y fomenta el culto a todo tipo de dioses extranjeros.

Aunque la tradición contempla el reinado de Salomón como un periodo dorado, de gran esplendor, y la figura de Salomón se ve enaltecida como paradigma de hombre sabio y prudente, la realidad no fue tan brillante, y los relatos bíblicos dejan traslucir esta ambigüedad. Parecía que la monarquía iba a terminar con los problemas de Israel, pero no es así. Al final, generará otros igual o más graves que los de la anárquica libertad del tiempo de los jueces. Los profetas serán quienes se encarguen de denunciar los abusos de los reyes y la élite de nobles y ricos que se ha generado a su sombra. Con el paso del tiempo, Israel como reino sucumbirá.

A la muerte de Salomón, el reino se divide en dos: Israel al norte y Judá al sur. Ambos reinos coexistirán, en ocasiones serán aliados y en otras serán enemigos. Sus historias se irán desarrollando en paralelo hasta que ambos caigan bajo la presión de los imperios orientales que se expanden por todo el Creciente Fértil.

En el 722 a.C. caerá el reino del norte, Israel, y será absorbido por el imperio asirio, bajo el rey Sargón. En el 586 a.C. el reino del sur, Judá, será destruido por el imperio babilónico bajo Nabucodonosor. Sus élites serán deportadas y tan sólo los pobres y los campesinos quedarán en la tierra que un día fue Tierra Prometida, y que ahora se convertirá en una provincia imperial, sometida al vasallaje de los reyes caldeos.

Trasfondo histórico


Las fuentes históricas de estos relatos posiblemente fueron crónicas reales, que en toda corte antigua se escribían y se conservaban. En la Biblia se alude a algunos de estos libros, donde se recogían listados de reyes con los hechos más relevantes de sus reinados.  Estos libros no se han conservado. La Biblia también toma tradiciones orales, algún cantar épico y relatos populares sobre ciertos personajes como los profetas Elías y Eliseo.

Tenemos fuentes históricas de otros reinos, como Egipto, Asiria y Babilonia, que mencionan a reyes judíos e israelitas y permiten comprobar la veracidad de algunos hechos y personajes. Así mismo, algunos hallazgos arqueológicos ―estelas conmemorativas― confirman los datos bíblicos. El obelisco de Salmanasar III, por ejemplo, nos muestra al rey Jehú, del reino de Israel, postrándose ante el emperador asirio. Las excavaciones en Israel también muestran que durante el periodo de Salomón se construyeron ciudades amuralladas, palacios, talleres y almacenes, lo que revela una expansión económica del reino.

Reyes muy humanos


Uno de los aspectos que llama la atención en los relatos bíblicos de Samuel y Reyes es la humanidad de los reyes. No son idealizados, como sucedía en las crónicas históricas de la antigüedad. Se retratan tanto sus logros como sus defectos. La profesora Christine Hayes habla de la «tenaz honestidad» de la historia de David. Los autores bíblicos relatan sus hazañas y vicisitudes en la llamada «historia de la corte», una auténtica novela histórica, en la que no tapan ninguno de los pecados y defectos de su protagonista. Si en su juventud lo vimos como un héroe victorioso, en su madurez lo vemos adúltero, tramposo, incapaz de controlar a sus hijos y, al final, viejecito y débil, sumido en un mar de intrigas familiares y políticas que no puede dominar. Los reyes son humanos, al fin y al cabo, y la monarquía que empezó con tan buenos auspicios tampoco será la panacea.

Es un aviso a los lectores de la Biblia. En la antigüedad, los reyes eran considerados semidioses, o claramente divinos, como en Egipto. La Biblia desmitifica la figura real: Dios puede favorecer o elegir a un hombre par que gobierne, pero el auténtico rey, el que rige los destinos del pueblo, es, finalmente, Dios.

Sin embargo, en el caso de David y su estirpe, vemos que surge una especie de «teología real», donde el rey es considerado hijo de Dios y agraciado por su favor.  Veámoslo más detenidamente.

Dos alianzas, Sinaí y Sión


Los biblistas explican que la historia de Samuel y Reyes sigue en general la línea filosófica y teológica del Deuteronomio. El autor o autores de esta escuela deuteronomista tienen un claro fundamento: la alianza de Dios con el pueblo en el Sinaí, sellada con Moisés. Esta alianza no es incondicional: Dios favorecerá y protegerá al pueblo, dándole la tierra, mientras este sea fiel. Si cae en la idolatría y adora a otros dioses, retirará su favor y lo entregará a manos de las potencias extranjeras. La tensión que ya vimos en el libro de los Jueces se repite con la monarquía. Los reyes, pese al templo y pese a la unidad política, no han logrado consolidar la fe en el Dios único de la alianza. La filosofía deuteronomista también explica la catástrofe final, cuando Israel y Judá caigan bajo sus enemigos. La ruina es una consecuencia directa de los pecados de idolatría, tanto de los reyes como del pueblo. La infidelidad ocasiona que Dios deje de proteger a Israel y el castigo será el exilio. Un castigo que será vivido como otro gran éxodo por el desierto. En ese tiempo, el pueblo tendrá tiempo para recapacitar y volver al Señor.

Pero, paralela a esta teología de la historia, se desarrolla otra, que también se refleja en los relatos bíblicos. Es la llamada alianza de Sión, o alianza con la Casa de David. El biblista Jon Levenson desarrolla un estudio a fondo sobre esta doble alianza en su libro Sinaí y Sión. Así como la alianza del Sinaí es entre Dios y el pueblo, y está condicionada por la fidelidad de la gente hacia Dios, la alianza de Sión es entre Dios y un hombre, David. Dios promete su favor al rey y a toda su estirpe, y lo hace de manera incondicional y para siempre: será una alianza eterna. Esta filosofía fue defendida por una escuela de sacerdotes y profetas: con ella alentaron la idea de que, pasara lo que pasara, Dios no abandonaría jamás a la Casa de David. Su semilla perduraría para siempre.

«Así dice el Señor de los ejércitos: te saqué de los pastos, de entre los rebaños, para que fueras príncipe sobre mi pueblo, Israel, y he estado junto a ti siempre que has derribado a tus enemigos, y te he dado un nombre grande, entre los grandes de la tierra. Designaré un lugar para mi pueblo, Israel, y lo plantaré allí… y te daré la paz con todos tus enemigos. El Señor hará de ti un linaje. Cuando tus días se cumplan y vayas a reposar con tus antepasados, alzaré a un descendiente tuyo, nacido de tu sangre, y estableceré su reinado. Construirá una casa para mi nombre y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré su padre, y él será mi hijo. Cuando cometa maldades, lo castigaré con el látigo de los hombres, pero no apartaré mi amor de él, como hice con  Saúl, para elegirte a ti. Tu casa y tu reino perdurarán ante mí, tu trono durará para siempre.» (2 Samuel, 7, 8-17)

Ambas teologías, la de Sinaí y la de Sión, convivieron y mantuvieron un tenso pulso. Con el tiempo, se fueron fusionando. La colina de Sión, donde se construyó el templo, se convirtió en el segundo Sinaí, donde se renueva la alianza, se conserva la Ley y habita la presencia de Dios. La Casa de David se convierte en guardiana de la Torá, y el mismo rey debe observar sus preceptos. Si los infringe, será castigado.

Corrección, castigo y disciplina. Esta es la dinámica que proponen tanto la teología de la alianza como la teología de la monarquía. Dios siempre es el primero en ofrecer su favor. El pacto se firma con él. En la teología de la alianza, su interlocutor es el pueblo, y la respuesta que se espera de él es la fidelidad y un culto marcado por el amor sincero. En la teología de la monarquía, el interlocutor de Dios es el rey, que debe responder por el pueblo respetando el pacto de fidelidad. Pero en este caso, Dios, pese a los pecados del soberano, siempre mantendrá su favor. Lo puede castigar, pero no le retirará el favor para siempre.

Cuando Israel vivió sus épocas más sombrías, en el exilio de Babilonia, estas dos teologías le ayudaron a sobrevivir y a no desaparecer. Ante la catástrofe, lo más lógico era pensar que Yahvé, su Dios, no era todopoderoso, pues los había abandonado y, por tanto, más valía adorar a los dioses babilonios, vencedores. Muchos lo hicieron, posiblemente. Otra conclusión era que Dios quizás era todopoderoso, pero los había entregado a manos de los enemigos, por tanto ¿cómo esperar bondad alguna de él? La filosofía deuteronomista ofreció una salida: Dios era bueno y todopoderoso, sin lugar a dudas. Pero el pueblo no había respetado la alianza. El desastre es una consecuencia de la irresponsabilidad y el pecado del pueblo y de sus reyes. El exilio y la derrota son el castigo de Dios, pero un castigo pedagógico. La crisis permitirá al pueblo reflexionar y volver a Dios.

Esta mentalidad fue la que permitió que el pueblo sobreviviera e incluso resurgiera de sus cenizas cuando fue desposeído de su tierra, de su templo y de su rey. Tan sólo quedaron las familias… y en las familias floreció una fe renovada, como veremos.

Los profetas ofrecieron otras respuestas, algunas en la línea de la escuela deuteronomista, otras diferentes. En tiempos de crisis, los profetas serían la voz de alerta y a la vez el canto de esperanza que daría un sentido a los acontecimientos de la historia.

Para los lectores de hoy


¿Qué enseñanza podemos extraer los lectores de hoy de estos relatos? Ante todo, una desmitificación, como ya hemos visto, de cualquier figura humana, por muy heroica y atractiva que sea. Ni los reyes ni los héroes son dioses. Pecan, fallan y se equivocan como cualquiera de nosotros.

En segundo lugar, también vemos una crítica realista de los regímenes políticos. La confederación tribal, una especie de república libertaria, donde todos hacían lo que querían, no funcionó. Pero la monarquía autoritaria, con un poder centralizado y una organizada administración, tampoco. La libertad de las tribus cayó en la anarquía más sangrienta. La monarquía se hundió en la corrupción y las intrigas políticas. No podemos idolatrar ninguna ideología o régimen político. Al final, todos son humanos y todos pueden fallar.

Esta visión crítica nos lleva a pensar que debe haber una instancia superior que controle el poder humano. Tanto el poder de los patriarcas tribales como el poder de los soberanos. Debe haber una Ley, unos valores, que rijan la vida de las sociedades humanas, y todos, desde el último criado hasta el rey, deben someterse a ella. Porque esa ley, finalmente, permitirá la justicia y la libertad. No es una ley tirana que esclavice, sino una ley liberadora que garantice la armonía y la convivencia. Como leemos en el Deuteronomio: «Porque este mandamiento que yo te prescribo no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo como para decir: ¿quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá, para que lo oigamos y lo pongamos en práctica? Ni está al otro lado del mar… La palabra está bien cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30, 11-14).

Aún podemos ir más allá en nuestra lectura y aplicarla a nuestra historia personal. Todos tenemos etapas de “anarquía” y “monarquía” en nuestra vida. Épocas de alegre libertad y desorden, épocas de planes, trabajo duro y consolidación de proyectos, ya sean una empresa, nuestra familia, una carrera o profesión. Y todos podemos caer en la tentación de idolatrarnos a nosotros mismos y a nuestra obra, nuestros méritos y éxitos. La Biblia es un recordatorio que nos invita a no dormirnos en los laureles, ni a creernos semidioses que carecen de límites. Nuestra libertad tiene un límite. No todo vale, ni a cualquier precio. Todos podemos convertirnos en tiranos en potencia, abusar de los demás o ignorar sus problemas, centrándonos exclusivamente en nuestros intereses y beneficios. El ser humano tiene una tendencia a la apoteosis, es decir, a endiosarse. Cuidado, porque podemos caer estrepitosamente de nuestro pedestal.

De todos modos, el lector de hoy puede rebelarse ante la lógica deuteronomista. No nos gusta esa dinámica de la obediencia-premio, desobediencia-castigo. Nos parece propio de una religiosidad infantil y fundamentalista. Quizás deberíamos hacer un poco de esfuerzo para comprender esta mentalidad en su contexto original y ver cómo podríamos trasladarla a nuestra realidad actual.

Pensemos que las historias de los reyes bíblicos, tal como las leemos hoy, fueron recopiladas en tiempos de crisis y exilio. Era necesario dar un sentido a la historia, un significado que pudiera iluminar el presente. La fe de Israel descansaba en un Dios compañero de camino y liberador, el Dios que había sacado al pueblo de Egipto y lo había conducido a la Tierra Prometida. La esclavitud y el exilio dieron al traste con todo.  Quizás para un contemporáneo una opción sería dejar de creer en Dios. Para los antiguos israelitas no cabía esta opción. Tampoco cabía la opción de un Dios malvado o contradictorio. De modo que la “culpa” se desplazó al mismo pueblo. Esto, lejos de incapacitar al pueblo, le da un poder extraordinario: lo hace responsable de sus actos. La responsabilidad colectiva, tan presente en toda la Biblia, aparece con toda su fuerza. Dios siempre está ahí, ofreciendo su pacto; está en manos del hombre aceptarlo o no. Lo que suceda, finalmente, siempre será consecuencia de su libertad.

Aplicando esto a nuestra vida, es una llamada a ser libres y consecuentes. Todo cuanto hacemos y decidimos va a tener unas consecuencias que debemos aceptar y asumir. La fidelidad a la ley y a Dios se puede traducir en un compromiso con la vida y con unos valores a los que nunca deberíamos renunciar.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Arqueología bíblica

La arqueología es una disciplina que apasiona a profesionales y a aficionados. Pocas ramas de la investigación están envueltas en tanto romanticismo y literatura. Desenterrar ruinas del pasado es como excavar en el pozo de la conciencia colectiva de la humanidad, de algún modo es como ahondar en el conocimiento de nosotros mismos.

La arqueología tiene su prehistoria. Desde la antigüedad, Egipto ha fascinado y ha resultado atrayente por su cultura refinada. El mercado negro de antigüedades egipcias siempre ha sido muy activo; incluso se pensaba, antaño, que las reliquias egipcias tenían propiedades mágicas o curativas. Italia, por su rico patrimonio, ha sido otra cuna de la arqueología. Sobre todo a partir del Renacimiento, papas, nobles y personajes adinerados se aficionaron a coleccionar estatuas y otras antigüedades, encontradas a partir de obras o de excavaciones deliberadas. Otro lugar atractivo para viajeros y amantes de lo antiguo ha sido Mesopotamia ―los modernos Irán e Iraq― donde los arqueólogos han desenterrado las imponentes ciudades y monumentos de los imperios babilónico, asirio y persa. El Egeo y Grecia son otra diana de arqueólogos, por su relevancia histórica en Occidente. La aventura de Schliemann y su descubrimiento de Troya y Micenas han marcado un hito en la arqueología moderna. Por último, Tierra Santa, o Palestina, es otra meca de arqueólogos e investigadores. Durante unas décadas, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, floreció la llamada arqueología bíblica, impulsada por investigadores célebres como Petrie, Albright, Wright y Kenyon.  

El aliciente para muchos estudiosos era comprobar hasta qué punto la arqueología confirmaba los relatos de la Biblia, y viceversa: del mismo modo que Schliemann descubrió Troya Ilíada en mano, la Biblia podía ser una buena guía para identificar los yacimientos arqueológicos.

Este enfoque fue duramente criticado y abandonado a partir de los 80, en buena parte debido a que los hallazgos y su estudio minucioso con métodos científicos no confirmaban, precisamente, lo que narra la Biblia. Los arqueólogos, encabezados por el profesor W. G. Dever de Arizona, reclamaron la independencia de su disciplina e incluso propusieron eliminar el concepto de “arqueología bíblica”. Por otra parte, la crítica histórica en el estudio de la Biblia también condujo a considerar que todos los relatos bíblicos eran alegorías con un claro sesgo religioso. Por tanto, la mayor parte de hechos narrados en la Biblia no podían considerarse más que invenciones con una finalidad pedagógica.

Después de una etapa de suspicacias y alejamiento, las posiciones actuales, tanto de la arqueología como de los estudios bíblicos, son más equilibradas y conciliadoras. Se reconoce la autonomía de ambas disciplinas: una cosa es la arqueología y sus métodos y otra la exégesis bíblica. Pero al mismo tiempo se admite que pueden apoyarse y dialogar. La Biblia puede arrojar pistas valiosas a la hora de interpretar los hallazgos arqueológicos. Y, de la misma manera, la arqueología ayuda a comprender el contexto histórico real de los hechos narrados en la Biblia, con lo cual aporta una visión más completa para poder interpretar los escritos y su intención.

¿Qué nos dice la arqueología de los antiguos israelitas?

La conquista de la Tierra Prometida se ha cernido como telón de fondo a la hora de datar e interpretar muchos hallazgos en Palestina. Se han excavado numerosos tells o colinas donde se han desenterrado ciudades que aparecen en la Biblia. Se han descubierto restos de destrucción y de abandono en algunas. Sin embargo, a la hora de datar las ruinas han surgido los problemas. Si se tienen en cuenta la Biblia, las fuentes históricas y los hallazgos arqueológicos no siempre es fácil encajar todos los datos. Por ejemplo, se han encontrado tres ciudades que los investigadores han identificado con las bíblicas Jericó, Ay y Jasor. Según el libro de Josué, las tres fueron destruidas por los israelitas, y ciertamente los arqueólogos han confirmado su destrucción violenta, pero en fechas anteriores a las que se consideran más plausibles para el asentamiento de los israelitas en el antiguo Canaán. Si el éxodo, como parece, se produjo hacia el 1250 a.C., en esa época Jericó y Ay ya habían sido arrasadas y estaban deshabitadas. Jasor, en cambio, resulta interesante, porque en sus restos se evidencia una devastación total, con fuego intenso, y la mutilación de estatuas de dioses, algo que, en las fuentes literarias antiguas, solo se registra en la Biblia. El libro de Samuel habla de hechos similares, y todo parece indicar que en Jasor se produjo lo que podría corresponder al herem o exterminio religioso decretado por Yahvé en los relatos bíblicos.

Otro detalle problemático es que, normalmente, cuando un pueblo invade a otro y destruye sus ciudades, los restos arqueológicos evidencian algún cambio de cultura, ya sea en la cerámica, los enterramientos, las herramientas, etc. Este cambio no se ha detectado en las excavaciones palestinas.  Tampoco parece realista asumir que un puñado de esclavos fugados de Egipto, errantes durante años por el desierto, tuviera la potencia para armar un ejército impresionante, como lo narra el libro de Josué, y arrasara todo un territorio. Las fuentes históricas no bíblicas guardan un completo silencio respecto a la presunta campaña de conquista de Josué.

La misma Biblia sugiere que la conquista fue gradual, lenta y no completa. Los israelitas se mezclaron con la población local, convivieron con otros pueblos ―cananeos, amorreos, hititas, jebuseos, moabitas…― y fueron asentándose de forma más o menos pacífica en el territorio, a lo largo de un periodo prolongado de tiempo. No fue hasta los tiempos de la monarquía, bajo David, cuando Israel conquistó prácticamente todo el territorio y sometió a los pueblos vecinos. 


Hay otro dato interesante: el hallazgo en las zonas montañosas de Israel y Transjordania de numerosos yacimientos de la Edad del Hierro, es decir, asentamientos humanos a partir del siglo XIII y XII, no anteriores. Esto demuestra que fueron grupos que se asentaron en la región a partir de finales de la Edad de Bronce. Los yacimientos muestran pequeñas aldeas diseminadas, algunas de ellas circulares, como los campamentos nómadas. Las viviendas son pequeñas y cuadradas, con cuatro habitaciones, y responden al modelo que los estudiosos han llamado “casa israelita”, con corral-almacén y cocina en la planta baja y vivienda-dormitorio en el piso de arriba. Los restos de alimentos, curiosamente, muestran huesos de ovejas y cabras, propios de una cultura pastoril, pero no de cerdo.  Finkelstein y otros arqueólogos afirman que estas aldeas son una prueba del asentamiento progresivo de pueblos nómadas o seminómadas, posiblemente los primeros israelitas, en Canaán. 

En la foto: vista aérea de las ruinas de Siquem, centro neurálgico de las tribus israelitas y sede del templo de Baal-Berit, o Dios de la Alianza.