domingo, 19 de agosto de 2018

22. El tercer Isaías: visiones de un mundo nuevo

La escuela del Tercer Isaías produce sus escritos entre el periodo del exilio babilónico (586-540 a.C.) y en el periodo posterior llamado de la restauración, bajo el imperio persa, cuando los judíos pudieron regresar a su tierra bajo la protección del emperador, reconstruyeron su templo y restablecieron su culto religioso.

Estos escritos reflejan los problemas y desafíos del pueblo hebreo en esas épocas. Durante el exilio, el profeta afronta el desánimo de sus compatriotas y la tendencia a fusionarse con la población babilónica, adoptando sus usos y su religión politeísta. Durante la restauración, los que regresaron a Judá también se encontraron con toda clase de dificultades: incomprensión, oposición de la población local, denuncias por rebeldía ante el emperador, carencias económicas y el dilema: ¿debían o no mezclarse con la población local y extranjera? ¿Debían mantener sus vínculos con Babilonia y los otros pueblos? ¿Segregación o integración? ¿Nacionalismo o universalismo?

El Tercer Isaías ofrece un mensaje de consuelo y esperanza en ambos contextos. Y en este sentido, la visión del profeta es optimista. El pueblo está en manos de Dios, que no lo ha abandonado, y Dios se vale de las catástrofes y los avatares de la historia para sacar algo bueno de todo. Dios creará una realidad nueva. Y en este mundo nuevo habrá lugar, no sólo para Israel, sino para todas las naciones. Todo el mundo está llamado a la renovación, la gracia de Yahvé alcanza todas las tierras y todas las gentes, sin excepción. La posición de la escuela de Isaías, por tanto, no es nacionalista ni cerrada ante los extranjeros, sino universal y abierta a otros pueblos.

Visión de la Nueva Jerusalén.


Páginas de esperanza: la nueva Jerusalén


Este pasaje de Isaías es muy conocido pues se lee en diversas fiestas litúrgicas:

¡Levántate, Jerusalén, ponte radiante, que lega tu luz y la gloria de Yahvé despunta para ti! Sí, las tinieblas cubren la tierra y las negras nubes las naciones, ¡pero sobre ti despunta Yahvé y su gloria asoma por encima de ti! … Cuando lo veas, estarás radiante y el corazón se te ensanchará de emoción, porque los tesoros del mar afluirán hacia ti, las riquezas de los paganos vendrán a tu casa… Y tus puertas estarán siempre abiertas, no las cerrarán de noche ni de día, para que vengan a ti las riquezas de los paganos… sí, haré magnífico el lugar de mi santuario (Isaías 60, 1-2. 5. 11-12)

Esta visión de la Jerusalén radiante contrasta vivamente con la memoria que muchos debían conservar, de una ciudad devastada por la guerra, empobrecida y derrotada. Pero la nueva ciudad de Dios no sólo será un lugar espléndido, sino un hogar de paz.

No se oirá hablar más de violencia en tu país, ni de estragos ni calamidades sobre tu territorio. Pondrás en tus murallas el nombre de “Salvación” y en tus puertas, el de “Alabanza”. De día ya no tendrás al sol como luz, ni la claridad de la luna te iluminará, porque Yahvé será tu luz eterna, y tu Dios será tu magnificencia. Jamás se pondrá tu sol ni menguará tu luna, porque Yahvé será tu luz eterna y tus días de duelo se habrán terminado (Isaías 60, 18-20).

De nuevo, como en otros pasajes proféticos, Jerusalén es comparada con la novia, con la esposa amada que aguarda a su esposo y se alegra ante su llegada:

Mi alma se regocijará en mi Dios, porque me ha vestido con la victoria, me ha envuelto con el manto de la liberación como un novio se ciñe su diadema, como la novia se atavía con sus joyas. Porque como la tierra hace brotar sus semillas, como un jardín hace germinar sus plantas, así el Señor Yahvé hará germinar la liberación y la alabanza ante todas las naciones (Isaías 61, 10-11).
Ya no te llamarán más “Abandonada”, ni a tu tierra “Solitaria”, sino que te llamarán “mi Deleite”, y a tu tierra, “Desposada”, porque Yahvé se deleitará en ti y tu tierra tendrá un esposo. Porque, como un joven desposa a una doncella, te desposará el que te reconstruya, y como el novio se alegra con la novia, tu Dios se alegrará contigo (Isaías 62, 4-5).

¿Cómo leer estos textos hoy? Tomando la analogía hebrea a la inversa. Si Jerusalén es la novia de Dios… podemos leerlo también así: todos nosotros somos Jerusalén. Todos nosotros somos el amado, la amada de Dios que espera la restauración. Todos hemos sido Jerusalén devastada cuando hemos sufrido grandes pruebas: enfermedad, duelo por un ser querido, pérdida, pobreza, cárcel, incluso emigración, guerra o exilio. Pero si confiamos en Dios, él nos ayudará a salir adelante. Porque quien confía, vive de otra manera. Quien espera, ya está anticipando el bien que vendrá. Y quien vive diferente está creando otra realidad, para sí y para quienes le rodean. La enseñanza del profeta no se aleja mucho de la de los modernos coach o gurús de la autoayuda: cuando haces algo diferente, tu vida cambia. Y actúas diferente porque crees y confías que las cosas pueden mejorar, siempre.

Reconstrucción del templo en tiempos de Zorobabel.


Los extranjeros son bienvenidos


La Biblia, como colección de libros, no mantiene una posición única ni uniforme respecto a muchos temas. Como señala la profesora Christine Hayes, forma una polifonía que, en conjunto, es rica y armónica, pero si tomamos parte por parte encontraremos que hay voces muy diferentes, incluso en contrapunto. Así como en los libros de Esdras y Nehemías, escritos durante la restauración, vemos reflejada una posición fuertemente nacionalista y de cerrazón ante los extranjeros, que debían ser excluidos de la comunidad judía, no es esta la postura del Tercer Isaías. Leemos versos como estos:

Observad el derecho y practicad la justicia… Que el extranjero que se ha adherido a Yahvé no diga: Ciertamente, Yahvé me excluirá de su pueblo. Que el eunuco tampoco diga: ¡No soy más que un árbol seco! Porque así habla Yahvé: A los eunucos que observan mis sábados, que optan por aquello que yo favorezco y se mantienen firmes en mi alianza, les daré mi casa y en mis muros tendrán una estela y un nombre que valdrá más que hijos e hijas; les daré un nombre eterno que no se perderá nunca. En cuanto a los extranjeros que se han adherido a Yahvé para ser sus ministros y para amar su nombre y ser sus servidores: todo aquel que observe el sábado sin profanarlo y se mantenga firme en mi alianza, los conduciré a mi montaña santa y haré que se alegren en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán aceptados sobre mi altar, ya que mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos (Isaías 56, 1-7).

Este texto viene a decirnos que hubo extranjeros que abrazaron la fe en Yahvé e incluso fueron “ministros” suyos (¿sacerdotes?). Y que Dios no los rechaza. Su favor no depende de la nacionalidad, ni siquiera de su estado personal, pues los eunucos también son aceptados. Basta que la persona sea fiel a su alianza, es decir, que cumpla con sinceridad lo que agrada a Dios, y recibirá un “nombre eterno”, es decir, que tendrá un lugar junto a Dios para siempre. Con esto, el favor divino no se basa ya en una tierra ni en un linaje, sino en la condición moral de la persona. Dios no te amará por ser de tal país o tal nacionalidad, sino por tu bondad y por la nobleza de tus obras.

Grabado que representa el sacrificio de niños a Baal.

Contra la idolatría


En cambio, el Tercer Isaías se muestra muy duro y exigente contra los propios judíos, a quienes acusa de hipocresía y tendencias idolátricas. Contra estos y contra sus prácticas paganas utiliza invectivas despiadadas:

Pero vosotros os habéis hecho hijos de la bruja, raza adúltera y prostituida: ¿A quién hacéis muecas y sacáis la lengua? ¿No sois unos infieles, una raza falsa? Los que se excitan bajo los terebintos, bajo todo árbol verde, que inmolan niños en los arroyos, entre las grietas de las rocas (Isaías 57, 3-5).

Dios se lamenta de que su pueblo lo abandona por otros dioses y anuncia que al final, sólo los humildes, los que confían en él, se salvarán:

¿Quién te ha asustado y amenazado para que hayas renegado de mí, para que no te acuerdes de mí ni te preocupes por mí? ¿No es cierto? Yo callaba y cerraba los ojos, así que no te causaba temor alguno. Pero soy yo quien denunciaré tu justicia y tus obras. No te servirán de nada cuando grites, no te salvarán tus ídolos. A todos se los llevará el viento, un soplo se los llevará. Pero el que confía en mí heredará la tierra y poseerá mi montaña santa (Isaías 57, 11-12).

Una fe coherente


Isaías, como otros profetas, aboga por una fe coherente con la justicia. Jesús se hará eco de estas palabras en el evangelio:

Sí, pasáis el ayuno en disputas y peleas, atizando impíamente golpes de puño. No son ayunos como estos los que harán oír vuestra voz en las alturas. ¿Es este el ayuno que yo quiero, un día en que el hombre se mortifica? Inclinar la cabeza como un junco, tenderse sobre el saco y la ceniza, ¿es esto a lo que tú llamas ayuno, un día agradable a Yahvé? ¿No es este el ayuno que yo querría, oráculo del Señor Yahvé: romper las cadenas injustas, desatar el yugo, liberar a los oprimidos, romper cualquier yugo? ¿No lo es partir el pan con quien tiene hambre, acoger a los pobres que no tienen casa? Si ves a alguien desnudo, vístelo, y no finjas ignorar a tu prójimo; entonces tu sol despuntará como la aurora y tu herida se cicatrizará pronto. Tu justicia irá por delante de ti y la gloria de Yahvé seguirá tus pasos. Entonces, si llamas, Yahvé te responderá, si pides auxilio, te dirá: ¡Aquí me tienes!  Si rompes los yugos, si dejas de señalar con el dedo y de maldecir, si das tu pan al hambriento, si consuelas el alma afligida, tu sol brillará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía. Yahvé te guiará constantemente… (Isaías 58, 4-11).

Aquí tenemos el origen de las bienaventuranzas y las obras de misericordia. Dios no quiere sacrificios absurdos ni mortificaciones: Dios quiere que seamos solidarios, generosos, atentos a las necesidades de los demás. El “sacrificio” que Dios quiere, en definitiva, es el amor y la compasión hacia el prójimo, y nada de imposturas espirituales ni aspavientos devotos.

Sólo Dios


De nuevo el Tercer Isaías regresa al gran tema, al protagonista, al centro de su mensaje: ¡sólo Dios! Dios es el centro, el origen y el destino de todo. Nada ni nadie es más grande, y él lo abraza todo. Pero este Dios todopoderoso y terrible, también es padre, y es madre, entrañable y cercano a sus hijos. En primer lugar, Dios salva del peligro (como lo hizo en el éxodo, partiendo en dos el Mar Rojo). Veámoslo en estos versos:

¿Dónde está quien ha puesto en medio de ellos su Espíritu Santo, el que caminó a la derecha de Moisés con su brazo glorioso, que partió las aguas ante ellos para hacerse un nombre eterno…? (Isaías 63, 11-12)

El pueblo se aleja de Dios, olvidando que es su padre. Pero luego, perdido, como niño desamparado, clama y pide su presencia:

Eres tú, Yahvé, nuestro padre, nuestro redentor desde siempre. ¿Por qué, Yahvé, dejas que erremos lejos de tus caminos, y que nuestro corazón se endurezca contra ti? ¡Vuelve, por amor a tus siervos, a las tribus de tu heredad! (Isaías 63, 16-17)

Finalmente, el pueblo reconoce la grandeza de Dios y reafirma su confianza en él:

Jamás oído oyó ni ojo ha visto un Dios fuera de ti, que salve a quien en él confía… Nadie que invoque tu nombre, deja de reaccionar y hacerse fuerte en ti…. Y ahora, Yahvé, tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú el alfarero; todos somos obra de tus manos. No te irrites demasiado, Yahvé, no pienses siempre en nuestra culpa. Oh, por favor, contémplalo, porque nosotros somos tu pueblo… ¿Puedes ser insensible a estas cosas, Yahvé? ¿Puedes callar para humillarnos sin cuento? (Isaías 64, 3. 6-8. 11)

Dios ofrece algo más que protección: Dios ofrece una vida renovada, llena de gozo.

A mis siervos les será dado otro nombre… Porque he aquí que yo crearé una Jerusalén “Fiesta” y su pueblo será “Gozo”… Mi pueblo durará como los árboles… Antes que llamen, yo responderé, y cuando todavía estén hablando, ya les habré escuchado. El lobo y el cordero pacerán en armonía, y el león comerá paja como un buey; pero la serpiente se alimentará de polvo. La gente no será malvada ni cometerá el mal sobre mi montaña santa, dice Yahvé (Isaías 65, 15. 18. 22. 24-25)


El león pacerá junto al cordero: un nuevo mundo pacífico.

Esta visión futura, idílica, próspera, el sueño de toda persona y de todo pueblo, es la promesa de Dios al que le rinda un culto sincero. ¿Cuál es este culto? Por un lado, la fe auténtica en Dios. Por otro, la justicia y el bien hacia los demás. Contra una religiosidad que se queda en la superficie, en la pompa, los edificios y el lujo, el profeta advierte en nombre de Dios:

Así ha dicho Yahvé: El cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa podéis edificarme? ¿En qué lugar puedo venir a reposar? Todo esto es obra de mis manos, y todo esto es mío, oráculo de Yahvé. Sobre este tengo puestos mis ojos: ¡sobre el desvalido y el pobre de espíritu, sobre el abatido que tiembla ante mi palabra! (Isaías 66, 1-2).

Podemos rastrear aquí el origen de aquella bienaventuranza: “Dichosos los pobres de espíritu…” Se refiere al hombre humilde que reconoce su pequeñez y la grandeza de Dios, que reconoce que todo cuanto tiene se lo debe a Dios. Es el hombre, la mujer, que admite su radical dependencia del Creador. Pero, al mismo tiempo, es libre para elegir su actitud y su conducta.

Finalmente, encontramos en Isaías una hermosa imagen de Dios como madre:

¿Quién ha oído jamás algo semejante, quién ha visto algo igual? ¿Se puede dar a luz a un país en un solo día? ¿Se ha engendrado una nación de una sola vez? Porque, apenas ha sentido los dolores del parto, Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Abriré yo mi seno para no hacer nacer?, dice Yahvé. ¿O yo, que hago nacer, lo cerraría?, dice tu Dios. ¡Alegraos con Jerusalén, festejad con ella, todos los que la amáis! ¡Estad alegres, todos los que lleváis duelo! Para que seáis saciados y amamantados con el pecho de sus consuelos, para que podáis mamar con deleite sus senos opulentos (Isaías 66, 8-11).


Un mundo futuro


El Tercer Isaías acaba con una visión escatológica, es decir, una visión sobre el futuro de los tiempos. No se trata de un final trágico sino de un final de plenitud. Dios reunirá a todos los pueblos y su gloria brillará sobre todos.

Pero el profeta es realista y sabe que muchas personas, quizás la mayor parte, no escucharán el mensaje. Quienes lo escuchen y vivan de acuerdo con él, se verán transformados. Pero quienes lo ignoren, perecerán en las guerras y las desgracias que asolan el mundo:

Como un hijo a quien consuela su madre, yo también os consolaré así… Cuando lo veáis, vuestro corazón latirá de gozo y vuestros huesos renacerán como la hierba. La mano de Yahvé se hará conocer entre sus siervos y su cólera ante sus enemigos. Porque he aquí que Yahvé vendrá en el fuego, y sus carros serán como el torbellino, para saldar con un incendio su ira, y sus amenazas con llamaradas de fuego. Porque Yahvé hará justicia en toda la tierra con fuego, y con todo ser de carne con su espada. ¡Serán incontables las víctimas de Yahvé! (Isaías 66, 13-16).

Después de este tremendo panorama, que nos puede recordar las guerras y calamidades de ayer y de hoy, sigue otra visión gloriosa:

Vendré a reunir a todas las naciones y lenguas. Y vendrán a ver mi gloria. Haré entre ellas un prodigio, y enviaré algunos de sus supervivientes a las naciones de… Y anunciarán mi gloria entre los paganos […] Ya que, así como el cielo nuevo y la tierra nueva subsistirán ante mí, oráculo de Yahvé, así subsistirá vuestro linaje y vuestro nombre (Isaías 66, 18-22).

Es la mejor promesa para un pueblo de la antigüedad, que tanto valora sus raíces y su sangre: saber que tiene un futuro, y que este futuro será glorioso. Saber que su nombre y su estirpe sobrevivirán. De forma análoga, este es también el sueño de la mayoría de hombres y mujeres que se casan y forman una familia: saber que su sangre pervivirá con sus hijos y descendientes. Quizás es un anhelo vital, instintivo, inscrito en nuestros genes. La vida sólo quiere multiplicarse y perdurar, el deseo de permanencia y de eternidad no es algo extraño ni absurdo: forma parte de nuestra naturaleza.

Como vemos, el libro de Isaías termina llamando a toda la humanidad a reunirse bajo la mirada de Dios. Expresa un anhelo de paz universal y de alegría global que no se ha extinguido, y que podemos hacer nuestro hoy, en un  mundo tan comunicado que se nos hace pequeño, porque los avances tecnológicos han acortado las distancias y han derribado muchas barreras. Aún y así, queda una muralla, quizás la mayor, que es la mental y la espiritual. Sin un corazón abierto al misterio de Dios y a la realidad del prójimo, este mundo nuevo difícilmente verá la luz.

domingo, 12 de agosto de 2018

21. El segundo Isaías: el Siervo de Dios

Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad amorosamente a Jerusalén y decidle bien alto  que se terminó su servidumbre, su culpa está expiada y ha recibido por sus pecados el doble, de manos de Yahvé (Isaías 40, 1-2).

Así comienza la segunda parte del libro de Isaías, que Eugene H. Peterson señala como la parte donde predomina el consuelo. Del capítulo 40 al 55 se contienen algunos de los versos más hermosos, emotivos y alentadores que se han escrito. Las lecturas del segundo Isaías son capaces de levantar la moral más hundida y de encender los ánimos más apagados. Esta era la intención de su autor o autores. Los estudiosos creen que esta parte del libro fue escrita en el periodo del exilio babilónico y el post-exilio. Una comunidad desterrada, desanimada e inmersa en la cultura extranjera necesita apoyo, ánimo y esperanza. El mensaje de Isaías es este: habéis sufrido mucho como consecuencia de vuestro pecado, pero Dios es bueno, y es poderoso. Os restaurará y os devolverá la tierra. No os ha abandonado en medio del desastre. No estáis solos.

Muchos pasajes de Isaías recalcan esta compañía constante de Dios que no deja huérfano a su pueblo:

No tengas miedo, que yo estoy contigo; no mires con angustia, que yo soy tu Dios. Yo te doy fuerza y te ayudo, te sostengo con mi diestra victoriosa (Isaías 41, 10).

El profeta Isaías, pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.



Sólo Dios


Un  mensaje crucial del segundo Isaías es el radical monoteísmo: Dios es el único, y es todopoderoso. Hasta los reyes y emperadores están sujetos a su poder. La aparente potencia de los imperios es efímera y acaba cayendo, pero Dios es eterno y su palabra perdura. Es en él solamente donde el hombre puede apoyarse:

La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios dura eternamente (Isaías 40, 8).
Yahvé es el Dios eterno que crea la tierra de un extremo a otro! ... Da fuerza al fatigado y conforta al que desfallece. Los muchachos pueden cansarse y los jóvenes pueden tropezar y caer, pero los que esperan en Yahvé renuevan sus fuerzas (Isaías 40, 29-31)
Yo soy el primero y el último, fuera de mí no hay otro dios. ¿Quién es como yo? Que se levante y hable, ¡que lo anuncie y me traiga las pruebas! … Vosotros sois mis testigos: ¿hay otro Dios, otra Roca fuera de mí? (Isaías 44, 6-8)
Así habla Yahvé, el creador del cielo, es él quien es Dios; él ha formado la tierra y la ha fijado; no la ha creado caótica, sino buena para habitar: Yo soy Yahvé, y nadie más, ¡no hay otro dios! (Isaías 45, 18)
En el exilio era fácil acabar sumergiéndose en la cultura extranjera, y más siendo una cultura cosmopolita, urbana y sofisticada como la babilonia. El profeta avisa contra la tentación de adorar a los dioses del país de acogida. También era fácil para los hebreos desencantarse de su Dios y, vista la derrota de su pueblo, abrazar la fe en esos otros dioses que parecían mucho más poderosos, y cuyo culto resultaba atrayente y llamativo. El profeta ridiculiza estos dioses en forma de animales, con estatuas de madera o metal, que no pueden hacer nada:

¿Con quién me podréis comparar y asimilar, con quién me vais a confrontar, que sea mi igual? Los que echan oro de la bolsa y pesan plata en las balanzas contratan a un orfebre para que fabrique un dios que adoran, ante el cual se prosternan. Se lo cargan a la espalda, lo transportan y lo colocan en su trono. Y se queda allí, no se mueve de lugar. Por más que uno llame, no  responde; no le socorre en su tribulación. Acordaos de esto y sed sensatos: ¡reflexionad, apóstatas! (Isaías 46, 5-8).

También en este libro podemos rastrear los orígenes de la fe en el Dios creador del Génesis. En otros pasajes de la Biblia (salmos, el libro de Job) se subraya el poder creador y creativo de Dios, autor de los cielos, la tierra, la naturaleza y todo cuanto existe. Es una forma de alejarse del politeísmo, que adora a la naturaleza y sus potencias como dioses:

…fuera de mí no hay otro, yo, Yahvé, y nadie más, que forme la luz y las tinieblas, que traiga el bienestar y provoque la desgracia; soy yo, Yahvé, quien hace todo esto. Cielos, destilad desde lo alto y que la liberación caiga a raudales desde las nubes. Que la tierra se abra para que florezca la victoria, y haga germinar la liberación. Yo, Yahvé, lo he creado (Isaías 45, 6-8).

Dios no sólo crea la naturaleza, sino que rige la historia. No sólo controla la lluvia y el curso de las estrellas, sino el devenir de los hechos. Y en esto la fe de Israel se aparta una vez más del fatalismo trágico de las otras religiones, en las que todos, desde los dioses hasta el último mortal, están sujetos a un destino que no pueden dominar. Yahvé es señor de la naturaleza y de la historia. Hace brotar los frutos y también la liberación.


Reconstrucción de la antigua Babilonia.


El siervo de Dios


En el Segundo Isaías hay cuatro cánticos llamados del Siervo de Dios. Son cánticos que describen a un enviado de Dios cuyo destino es glorioso aunque deba pasar por duras pruebas. ¿A quién se refiere el autor? Los biblistas dicen que el siervo de Dios puede ser el profeta, un sacerdote o quizás un futuro rey o líder del pueblo. Pero también puede referirse a todo el pueblo. Israel es la comunidad que cree en Dios, ama a Dios y sirve a Dios. El destino del Siervo de Dios, sufriente y fiel, puede ser un retrato de la historia de Israel, el pueblo que quiere mantenerse fiel entre las dificultades y persecuciones.

La tradición cristiana ha asociado esta imagen con Jesús. Se leen los  cánticos del Siervo de Dios en Semana Santa y en otras ocasiones en las que Jesús se nos presenta como el Hijo del Padre, obediente hasta la muerte, que se entrega por la salvación de los hombres.

Veamos estas cuatro imágenes. Cada cántico va seguido de una serie de poemas sobre el camino de regreso a la tierra perdida, el futuro esperanzador y una serie de efusiones líricas con visiones de lo que será el pueblo de Dios restaurado.

Primer cántico

Aquí tenéis a mi siervo, a quien tanto amo; mi elegido, en quien me complazco íntimamente. He puesto sobre el mi espíritu para que lleve el derecho a las naciones. No gritará ni alzará la voz por las calles, la caña quebrada no la partirá, ni apagará la mecha que languidece. Con fidelidad proclamará la justicia, no desmayará ni se dejará abatir hasta que no haya implantado el derecho sobre la tierra… (Isaías 42, 1-4).

La primera frase nos resuena seguramente de los evangelios. En las manifestaciones de Jesús como hijo de Dios ―el bautismo en el Jordán, la Transfiguración―, estas son las palabras que salen de la nube del cielo: «Este es mi hijo amado, mi predilecto, en quien me complazco» (Mateo 3, 17). La primera característica del siervo es que es profundamente amado por Dios, y que Dios se complace en él. Más que siervo es un hijo. Este sentimiento sólo es comparable al de una madre que goza viendo a su retoño.

¿Cuál es el destino de este siervo tan amado? Llevar la liberación y la luz a todo el mundo, es decir, ser pionero de una sociedad nueva donde reinen la justicia y la libertad, las dos grandes aspiraciones del pueblo hebreo, lo que tanto ansían los que viven esclavizados.

Yo, Yahvé, te he llamado en nombre de la justicia, te tengo asido por la mano, te formé y te he destinado a ser alianza de un pueblo, a ser luz de las naciones; para abrir los ojos a los ciegos, sacar del calabozo al preso, de la esclavitud al que vive en tinieblas. Yo, Yahvé, este es mi nombre, no cederé mi gloria a otro, ni mi honor a ningún ídolo. Los primeros anuncios son un hecho… Antes de que despunte, os lo anuncio (Isaías 42, 6-9).

Cuando Jesús empieza su prédica en Galilea se sirve de este mensaje de Isaías, que lee en la sinagoga de Cafarnaúm (Lucas 4, 17-21). Jesús hace suyas las palabras del profeta y da un paso más allá: él es el siervo, enviado de Dios, y la liberación que predica ya se está dando. Dios libera a su pueblo del mal, de la enfermedad, de la esclavitud y del hambre. Los signos o milagros de Jesús tendrán este sentido: anunciar que la liberación de Dios es algo más que una promesa o un mensaje de consuelo, ya es una realidad que se está produciendo.

Israel, el pequeño pueblo oprimido, ya no será el último entre las naciones, sino un portavoz, un heraldo de algo nuevo que está naciendo. En el plano político y material es poca cosa y está anulado, pero en el plano espiritual, Israel encabezará el liderazgo.

A la luz de lo que ha ocurrido en la historia, podemos meditar si, en cierto modo, esta profecía no se ha cumplido. El judaísmo y, después, el cristianismo, han marcado con huella indeleble la humanidad. Occidente y su rica cultura nacen de la confluencia de ambas religiones con el mundo greco-romano y germánico medieval. La cultura occidental ha caído en tremendos errores, pero no cabe duda de que también ha dado grandes frutos: los derechos humanos, la ciencia, el valor de la libertad, las modernas democracias, la protección de los más débiles y la defensa de la igualdad de la mujer son algunos de los rasgos que definen Occidente (pese a sus carencias). Isaías bien podría decir que la raíz que brotó en Babilonia, entre una comunidad de hebreos exiliados, ha crecido y se ha expandido por todo el mundo, llevando mucha luz.

He aquí que haré algo nuevo, que ya apunta, ¿no os dais cuenta? Sí, abriré un camino en el desierto y ríos en el yermo. Las bestias salvajes me darán gloria… pues haré manar agua en el desierto y ríos en el yermo para que mi pueblo elegido beba. ¡El pueblo que me he formado cantará mis glorias! (Isaías 43, 19-21)



Segundo cántico 

¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! Yahvé me ha llamado desde el seno de la madre, desde el vientre materno pronunció mi nombre. Ha hecho de mi boca una espada afilada… Ha hecho de mí una flecha penetrante, me guarda en su aljaba. Me ha dicho: Tú eres mi siervo (Israel), en ti se manifestará mi gloria. Y fui honrado a los ojos de Yahvé, mi Dios era mi fuerza. Yo decía: Por nada me he fatigado, en vano he gastado mis fuerzas. Pero Yahvé se ocupaba de mi causa, mi recompensa estaba en mi Dios. Y ahora ha dicho Yahvé, que me formó en el seno materno para que fuera su siervo…: Es poco que seas mi sirviente para restaurar las tribus de Jacob… Yo haré de ti la luz de las gentes para que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra (Isaías 49, 1-6)

De nuevo vemos aquí a la figura del llamado, elegido por Dios. El énfasis aquí es que Dios lo ha tenido en mente desde su engendramiento, desde el seno materno ha pensado en él. ¿Es una forma de decir que el destino del siervo está escrito, y no puede escapar de él? En realidad, esta expresión nos habla de un Dios que está fuera del tiempo. Para él, presente, pasado y futuro están recogidos en una misma realidad total. El elegido lo es desde que existe. Por analogía podemos pensar que todo ser humano, desde que es concebido, tiene un lugar en el corazón de Dios.

El destino del siervo, como en el primer cántico, es ser luz para el mundo. Aquí se atisba una vocación universal del pueblo de Yahvé. Dios no pretende que su pueblo sea el único que le adora y recibe su amor: en realidad, quiere que su liberación llegue a toda la tierra y a todas las gentes. Que una religión aspire a ser universal es otra novedad de la fe judía. Desde una visión meramente superficial podemos pensar que es una pretensión fundamentalista. Pero si ahondamos en el mensaje de Isaías, veremos que lo que Dios ofrece no es tiranía, dominio ni uniformidad, sino todo lo contrario: Dios ofrece liberación, vida, renovación, florecimiento. Israel ha vivido la sumisión, la esclavitud y la pobreza. Ahora Dios le promete un retorno a la libertad y a la prosperidad, y esto no lo quiere sólo para su pueblo, sino para toda la humanidad.

Te he formado y te he destinado a ser alianza del pueblo, a restaurar el país, a repartir las propiedades devastadas y a decir a los presos: ¡Salid!, y a los que estaban en tinieblas: ¡Mostraos!... De todas las montañas haré caminos, nivelaré sus senderos. Mirad, unos vienen de lejos, otros del norte y de occidente, otros del país de Sinim. ¡Cielos, clamad gozosos! ¡Exulta, tierra! ¡Estallad en gritos de alegría, montañas! Porque Yahvé consuela a su pueblo y se compadece de sus afligidos (Isaías 49, 8-13)

Este pasaje nos recuerda un nuevo éxodo. Esta vez el pueblo no sale de Egipto, sino de Babilonia. Y regresa a su tierra para recuperar sus propiedades y rehacer su vida. Los judíos dispersos por todo el mundo podrán reunirse de nuevo. La alegría de las gentes se contagia al cielo, a la tierra y a los montes, en una bella imagen donde la misma naturaleza comparte la alegría del retorno.

Históricamente, es un pasaje de ánimo y esperanza para los judíos que volvían del exilio. Pero, por supuesto, no todos estaban tan entusiasmados con la idea de volver. Muchos se habían afincado en Babilonia, tenían allí su familia, sus negocios, su vida, y no quisieron regresar. Otros dudaban y otros, que regresaron, sufrieron dificultades y conflictos, como los israelitas por el desierto. El profeta los espolea para que no duden ni un momento. ¡Dios está con ellos!

Sión dice: Yahvé me ha abandonado, ¡mi señor me ha olvidado! ¿Es que una mujer puede olvidar a su niño, sin dolerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, ¡yo no te olvidaré nunca! Aquí estás, tatuada en mis manos…  (Isaías 49, 14-16)

De nuevo encontramos aquí una imagen maternal de Dios. Este Dios que acompaña y protege es como una madre que cuida a sus pequeños. Aún más: algunas madres pueden ser negligentes, pero Dios no. Nos lleva tatuados en sus manos.

Murallas de Jerusalén.

Tercer cántico

El señor Yahvé me ha dado una lengua avezada, para que sepa reconfortar con palabras de aliento al cansado. El Señor Yahvé me ha abierto los oídos, me despierta por la mañana para que escuche como un discípulo. Y yo no me he resistido, ni me he echado atrás. Ofrecí mi espalda a los golpes, la mejilla a los que me arrancaban la barba; no escondí mi rostro a insultos ni salivazos. Pero el Señor Yahvé me ayuda, por eso no siento los ultrajes. He endurecido mi rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado… Si el Señor Yahvé me ayuda, ¿quién me condenará? … Quien entre vosotros tema a Yahvé, que escuche la voz de su siervo. Quien ande a oscuras, sin claridad, que confié en el nombre de Yahvé y se apoye en su Dios (Isaías 50, 4-10)

En este cántico vemos un matiz nuevo del siervo. Dios le ha otorgado una serie de dones para que cumpla su misión: lengua, oídos, capacidad para comunicarse y confortar a los afligidos. Pero al mismo tiempo, el enviado se va a topar con mucha oposición, insultos y maltratos. En los evangelios de la Pasión se recuerdan estos párrafos y se identifica el siervo sufriente con Jesús. Cumplir el cometido que Dios le encarga, por hermoso que sea, no le ahorrará problemas. La buena noticia de Dios no siempre encuentra buena acogida y el siervo es maltratado e incluso torturado y asesinado, en ocasiones. Pero Dios le da fuerza para seguir e ignorar estos ultrajes. La misión es más grande que el rechazo y los obstáculos. Nada lo detendrá.

El profeta avisa: los que quieran mantenerse fieles van a sufrir. El resto de Israel que regrese a su tierra va a toparse con la hostilidad de muchos, tras los años de exilio. El retorno no será un camino de rosas. Quizás por eso, para contrarrestar el desánimo, el profeta recuerda que Dios bendice a los que emprenden este nuevo éxodo hacia la tierra prometida:

Escuchadme, los que anheláis la liberación, los que buscáis a Yahvé. Mirad la roca de donde fuisteis sacados. Mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara, que os engendró. Porque estaba solo cuando yo lo llamé, pero lo bendije y multipliqué. Sí, Yahvé consuela a Sión, se apiada de sus ruinas. Convertirá su desierto en un Edén, y la estepa en un jardín… (Isaías 51, 1-3).

Dios recuerda a su pueblo que él es más grande que todos los poderosos del mundo, y que el mundo mismo. Y que está con su siervo, protegiéndolo, amparándolo:

Soy yo quien te consuela. ¿Cómo es posible que tengas miedo del hombre mortal y del hijo del hombre, destinado a ser como la hierba? ¿Y que te olvides de Yahvé que te ha formado, que ha tendido los cielos y ha fundado la tierra, que no pares de temblar todo el día ante la cólera del opresor?... El cautivo está a punto de ser liberado, no morirá en la fosa ni le faltará el pan. Yo soy Yahvé, tu Dios, que agita el mar y hago bramar su oleaje; ¡mi nombre es Yahvé Sabaot! Yo puse mis palabras en tu boca y al amparo de mi mano te he escondido, para extender los cielos y echar los cimientos de la tierra, para decir a Sión: Mi pueblo eres tú (Isaías 51, 12-16).

Sión, la colina de Jerusalén, es personalizada como una novia que espera a su amado. Como una mujer abandonada que es acogida de nuevo y amada. El profeta pinta con hermosas imágenes cómo será esta nueva Jerusalén:

¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! … ¡Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén! ¡Desátate las cadenas del cuello, hija cautiva de Sión! Porque así habla Yahvé: Habéis sido vendidos gratis, y gratis seréis rescatados (Isaías 52, 1-3).

Este pasaje también es muy conocido por leerse en las proximidades de Navidad. Una buena noticia se acerca. En su contexto original, pinta una escena que debió ser muy querida para los israelitas que volvieron de Babilonia protegidos por el emperador de los persas, Ciro. Contemplar las murallas de su vieja ciudad y ascender hasta sus puertas por aquel camino que recorrieron sus antepasados en tantas procesiones debió ser un momento emocionante:

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: ¡Ya reina tu Dios! Todos tus centinelas alzan la voz, gritan de alborozo a una, porque, apiñados, se regocijan en Yahvé, viendo cómo regresa a Sión. ¡Prorrumpid en gritos de júbilo, ruinas de Jerusalén! Pues Yahvé ha consolado a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén (Isaías 52, 7).

Quizás en la mentalidad de hoy nos puede sorprender esta identificación tan íntima entre Dios y la tierra, y el vínculo entre Dios y una ciudad, un pueblo, una gente. Hay que situarse en la mente de los pueblos de la antigüedad, donde la lucha por la tierra era constante, y el arraigo en un lugar era  vital. Poseer la tierra era gozar de una vida digna y próspera, el sueño de cualquier mortal. El Dios de Israel, creador de todos los bienes de la naturaleza, no era ajeno a las necesidades de su pueblo. No podía desentenderse de su afán por recuperar la tierra.

Vista de la Tierra Prometida.


Cuarto cántico

Mira, mi siervo prosperará. Se elevará, será exaltado, puesto muy alto. Así como muchos quedaron sobrecogidos al verlo, porque de tan desfigurado ya no tenía ni aspecto humano, ni era humana su forma, así las naciones ricas quedarán admiradas y los reyes se taparán la boca ante él, ya que verán lo que nunca se les había contado, y observarán algo inaudito (Isaías 52, 13-15)

En esta introducción podemos ver ya dos cosas: primera, que el siervo, como leímos en el tercer cántico, sufrirá mucho y será despreciado y torturado. Y segunda: que Dios lo elevará y lo exaltará. Esta es la dinámica de Dios en toda la Biblia: recoger al despreciado y al maltratado, restaurarlo y elevarlo. Y las gentes quedarán admiradas.

Podemos leer también en clave histórica: Israel era un pueblo pequeño que fue aplastado y despreciado. Ya ni forma tenía: sin tierra, sin templo, sin rey, sin nada de lo que configura una nación. ¿Qué le quedaba? Tan sólo Dios. Y Dios permitió que esa pequeña comunidad no pereciera. No sólo esto, sino que la llamó a una vocación grande y universal. Con Israel se da un caso único en la historia. De todos los imperios de la antigüedad no han quedado más que ruinas, el nombre y, en algunos casos, el recuerdo y un puñado de obras literarias. Pero Israel, que jamás llegó a ser un imperio esplendoroso, sigue vivo hoy.

En la tradición cristiana, este siervo sufriente se ha identificado con Jesús, de nuevo. Quizás más que en otros versos, en estos, que se suelen leer en Semana Santa:

No tenía forma ni presencia, nada que fuera de envidiar, ni aspecto alguno que pudiéramos apreciar. El más menospreciable e indigno de los hombres, hombre enfermizo y lleno de dolores, como uno ante quien todos esconden el rostro; lo teníamos por un don nadie despreciable. Y, no obstante, él cargó con nuestros males y soportó todas nuestras dolencias. Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado. Mas fue herido por nuestras faltas, molido por nuestras culpas. Soportó el castigo que nos regenera y fuimos curados por sus heridas. Todos errábamos como ovejas, cada uno por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y humillado, pero él no abrió la boca. Como cordero llevado al matadero, como oveja que va a ser esquilada, permaneció mudo, sin abrir la boca… (Isaías 53, 2-7)

¿Quién es este siervo? Aquí no parece que se identifique con el pueblo de Israel en conjunto, sino con un personaje concreto que carga con las culpas del pueblo y soporta toda clase de injurias y rechazos. ¿Quién es? La teología cristiana no tiene dificultades en explicar que Cristo es quien carga con todos nuestros pecados y, en silencio, sufre su pasión y muerte para rescatarnos. Pero ¿cómo entendían esto los antiguos judíos? ¿Y cómo podemos entenderlo hoy?

En toda comunidad hay líderes y personas destacadas que van un paso más adelante que el resto. Profetas, sacerdotes, pastores… o gente buena y entregada que decide servir a los demás. Cargarán con las culpas ajenas y se dedicarán a aliviar el sufrimiento de otros, ignorando el suyo propio.  Cuando sean injustamente acusados, maltratados o rechazados, no se defenderán ni contraatacarán. Simplemente aceptarán y seguirán su camino, humildes y fieles. Son los auténticos héroes que a menudo mueren o parecen fracasar. Son los que dan mucho sin hacer ruido. Los que no protestan ni denuncian, ni se vengan de sus maltratadores. Los que no renuncian al bien, aunque parezca que el bien fracase. Pero «sus heridas nos curan». Su sufrimiento no ha sido en vano, su labor dará fruto.

Por más que no cometió atropellos ni salió mentira de su boca, Yahvé quiso quebrantarlo con males. Si se da a sí mismo en expiación verá descendencia, alargará sus días. Después de sufrir, verá la luz, se saciará con su sabiduría. Mi siervo justificará a muchos, pues soportará todas sus culpas (Isaías 53, 11)

El cuarto cántico es el más dramático de todos, pero también va seguido de una efusión de alegría. El profeta compara el exilio con un enfado temporal del esposo que abandona a la esposa durante un tiempo breve, pero luego regresa a ella y la acoge de nuevo. La ira es efímera, el amor es imperecedero. Así ha hecho Dios con Israel:

¡Alégrate, estéril que no parías! ¡Prorrumpe en gritos de júbilo, tú que no habías concebido: pues tiende más hijos la abandonada que la casada, dice Yahvé… No tengas miedo, que no serás confundida, no seas pusilánime, que no tendrás que sonrojarte. Olvidarás la vergüenza de tu juventud y la afrenta de tu viudez. Porque tu esposo es tu Hacedor, se llama Yahvé Sabaot; él es tu redentor, el Santo de Israel, se llama Dios de toda la Tierra. Sí, como una esposa abandonada y desolada te ha llamado Yahvé; ¿quién repudia a la mujer de su juventud?, dice tu Dios. Por un instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro, pero te quiero con amor eterno… (Isaías 54, 4-8).

El amor de Dios hará surgir algo nuevo de las ruinas. El profeta se recrea en su descripción de esta nueva Jerusalén, la que debían ver restaurada los judíos que regresaron del exilio:

¡Oh pobre, azotada por los vientos, desconsolada! Yo asentaré tus cimientos en azabache, pondré unos fundamentos de zafiro, haré de rubí tus baluartes y tus puertas de cuarzo rojo; tus murallas, de piedras preciosas. Instruiré a tus reconstructores, la dicha de tus hijos será grande y tu bienestar quedará consolidado. Lejos de la opresión, nada temerás, el terror no se acercará a ti. Si alguien te ataca sin mi permiso, sea quien sea, contra ti se estrellará. Yo soy quien ha creado al herrero, que sopla en el fuego las brasas y forja las armas que necesita; y he creado al destructor funesto; mas sus armas forjadas no te podrán. Impugnarás toda lengua que se levante en juicio contra ti. Este será el porvenir de los siervos de Yahvé, todo su bienestar futuro dependerá de mí ―oráculo de Yahvé― (Isaías 54, 11-17).

De nuevo podemos leer entre líneas el trasfondo histórico: los judíos que regresan a Jerusalén quizás encontraron una ciudad mermada, con huellas aún de la destrucción y la guerra que la arrasó. Pero la nueva ciudad reconstruida será maravillosa, e imperecedera (las piedras preciosas, las murallas inexpugnables). El miedo a nuevas conquistas y ataques desaparecerá, pues Dios la protege.

Evidentemente, es una visión ideal y optimista, que responde a un momento histórico, pero no a toda la historia. Jerusalén sería reconstruida en tiempos de los persas, sí. Pero más tarde sería conquistada y destruida una y otra vez. Tras la destrucción por parte de Tito, en el año 70 d.C., y la enorme diáspora por todo el mundo, el judaísmo tuvo que replantearse muchos aspectos de su fe y abandonar definitivamente la necesaria vinculación con la tierra, el templo y la ciudad. El judaísmo talmúdico se centró mucho más en la ley y en el estudio de las sagradas escrituras, así como en el cultivo de una relación más íntima y sencilla con Dios a través de la oración, el canto y la lectura. Las grandes festividades y ceremonias en el templo dieron paso a celebraciones más familiares y a la reunión semanal en la sinagoga. El nuevo reino restaurado pasó a tener un sentido más espiritual: la nación no es necesariamente una tierra y sus habitantes, sino una comunidad unida por una alianza. Allí donde un grupo de creyentes pronuncien el nombre de Dios y vivan de un cierto modo, allí está Israel. La Torá es la auténtica nación judía, después de la destrucción de Jerusalén y la diáspora definitiva.

¿Podían prever esto los antiguos israelitas y los que regresaron llenos de esperanza del exilio? Seguramente no, pero las palabras de Isaías no perdieron su vigencia, porque puede hacerse de ellas una lectura más profunda, más espiritual y a la vez muy humana, que las hace actuales siempre.

Al final del segundo libro de Isaías hay una nueva invitación a convertirse y a recibir la salvación que viene. La exhortación es a un cambio de vida:

Buscad a Yahvé, ahora que se deja encontrar. Invocadlo, ahora que está cerca. Que el impío abandone su camino, que el hombre malvado deje sus pensamientos. Que vuelva a Yahvé, que se apiadará de él. Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos,  y mis caminos no son mis caminos, oráculo de Yahvé. Tan alto como se elevan los cielos por encima de la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos (Isaías 55, 6-9).

Y aquí de nuevo encontramos esta dimensión inabarcable y misteriosa de Dios. Podemos buscarle y encontrarle, podemos saber algo de él y de sus designios, pero nunca podremos conocerlo del todo ni comprenderlo del todo, porque es infinito. Dios no es previsible como los ídolos, que encarnan arquetipos humanos o fuerzas naturales. Dios es siempre un más allá. Nos revela lo que podemos asimilar, pero nunca acabaremos de agotar su misterio. Por eso, incluso las catástrofes pueden convertirse en bendiciones y los aparentes castigos pueden ser la mejor terapia.

Este segundo libro de Isaías termina con un pasaje muy leído en las liturgias:

Así como la lluvia y la nieve bajan del cielo y no regresan sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan que come la gente, así la palabra que sale de mi boca no volverá a mí de balde, sin haber obrado todo lo que yo quería y sin haber cumplido su misión (Isaías 55, 10-11).

Es otra afirmación del poder y la firmeza de Dios. Su palabra, como sus obras, no es voluble ni efímera; no es vacía ni falta de sentido, sino que produce un fruto, siempre. Quien la escucha y la acoge, como tierra regada por la lluvia, queda fecundado y empieza a vivir de manera diferente.  

Puerta de Jerusalén.


Conclusiones


El segundo Isaías, como señalan muchos biblistas, es posiblemente obra de una escuela de sacerdotes cercanos a la familia real, deseosos de restaurar la monarquía davídica y de mostrar que Dios no ha retirado su favor a este linaje. En un contexto de exilio y de posibilidad de regreso, era preciso animar a la comunidad y, muy en especial, a los que se proponían restaurar el templo de Jerusalén. Había que renovar en ellos el espíritu del éxodo, de la alianza con Yahvé, y la confianza de saber que Dios no los abandonaba.

Pero todos estos detalles históricos y políticos nos quedan lejos a los lectores de hoy. ¿Cómo leer estos textos de forma que nos digan algo significativo, hoy? En clave humana y espiritual. Sión somos cada uno de nosotros cuando la vida nos ha vapuleado y nos ha dado una dura lección que nos ha dejado rotos, vencidos y quizás esclavizados por diversas circunstancias (enfermedad, pobreza, cárcel, desempleo, pérdida de un ser querido…) En las dificultades es fácil pensar que Dios no existe, o que, de existir, es un ser malo o indiferente que se olvida de nosotros. Isaías nos recuerda que esto no es así. Dios, que ha creado el universo y a nosotros, sigue rigiendo los destinos del mundo. No nos abandona y nos protegerá. Quizás necesitamos pasar ciertas pruebas, aunque no lo sepamos ver, para crecer, madurar y aprender algo importante que nos hará ser mejores personas. Pero Dios nos dará fuerzas para afrontarlo y salir renovados. Del éxodo nació un pueblo. Del exilio salió una comunidad y una fe reforzada. De las grandes crisis puede salir una persona nueva y más madura, serena y plena.

El segundo Isaías se convierte, así, en el libro del consuelo ante el desastre y la llamada a una renovación de vida. El profeta nos dice: no importa cuán roto estés, cuán despreciado seas y cuán pequeño te sientas. Dios está contigo. De ti puede brotar algo nuevo, puedes salir adelante. A donde tú no llegues, llega él. La certeza de que todos vivimos sostenidos por un Dios providente es crucial. Amparados en sus manos, lo podemos todo.

Finalmente, en la imagen del siervo sufriente encontramos una réplica apasionante a todos los héroes míticos de las otras culturas. Normalmente, en los mitos, los elegidos de los dioses son personajes notables, destacados por su físico, su fuerza, sus hazañas o su inteligencia. Aquí nos encontramos con un antihéroe, un siervo que sufre y que, pese a su fidelidad, recibe golpes y es torturado hasta perder la belleza, la figura humana y hasta la dignidad. Un ser que produce rechazo y repulsa ¿cómo puede ser el elegido de Dios? ¿Cómo Dios puede permitir que sus amados se conviertan en blanco de la burla y el desprecio de todos?

Podemos hacer una lectura análoga de la historia de los imperios y civilizaciones. Aquellas que son recordadas y que ocupan páginas en los libros de historia fueron grandes en gestas bélicas, en conquistas, en avances culturales, en monumentos arquitectónicos y artísticos. Israel, ¿en qué destacó? En nada. Pero su semilla, que tantos reyes de la antigüedad quisieron exterminar, sigue viva y fuerte hoy. ¿Cómo explicar este misterio?

La única respuesta está en Dios, cuyos pensamientos y caminos «no son los de los hombres», como recordaría Jesús en su evangelio, mucho después. La respuesta está en saber ver lo que no se ve, como dice un personaje de Saint-Exupery en El pequeño príncipe. Lo que no se ve, pequeño, oculto y secreto, paradójicamente es lo más grande, lo que tiene vida en sí y lo que perdura.

Es una reflexión que puede servirnos hoy, a creyentes y a no creyentes, para buscar una vida más auténtica, más profunda, más honesta. Una vida donde prime el ser por encima del tener o el hacer, donde las apariencias y la fama no importen tanto y, en cambio, pesen las relaciones humanas, los vínculos de amor, la fidelidad. Una vida no frívola, no superficial, sino una vida donde se camine serenamente, cultivando la interioridad. Como dijo un escritor, una vida que no crece en largo o en ancho, algo que no está en nuestras manos, sino en profundo, la única dimensión que podemos aumentar y la única que, en el fondo, da sentido y sabor a nuestra existencia. 

domingo, 5 de agosto de 2018

20. Isaías: el fuego de Dios (1)



El teólogo y escritor Eugene H. Peterson, autor de una de las versiones más originales y audaces de la Biblia (El mensaje), ha escrito una espléndida introducción al libro de este profeta. Afirma que Isaías es un poeta en el sentido más genuino: con sus palabras construye un mundo donde la presencia de Dios se revela con todo su poder. En Isaías, Dios es el centro y la santidad la clave. Y santidad, afirma Peterson, no es una piedad blanda y sentimental, sino la vida misma, vivida en toda su crudeza y autenticidad, apurada hasta el último sorbo, y no contemplada a distancia. «La santidad es un horno que transforma a los hombres y mujeres que entran en él.» «Santidad es la revolución.» 

Peterson también estructura el libro de Isaías en tres partes, que corresponden a los tres grandes temas del profeta: juicio, consuelo y esperanza. Estos tres temas componen una sinfonía que bien podría llamarse Sinfonía de la Salvación. El mismo nombre del profeta lo indica. Isaías quiere decir «Dios salva».

Los rollos proféticos y sus autores


Los libros antiguos no eran tomos, sino rollos de papiro. Tal como se encontraron en Qumram, los rollos proféticos eran cuatro, ordenados por su extensión. El primer rollo es el de Isaías, el más largo. En Jerusalén, en el museo del Santuario del Libro, se expone este rollo iluminado en una sala.  El segundo rollo es el de Jeremías. El tercero es Ezequiel y el cuarto comprende todos los restantes profetas, los doce llamados «profetas menores». Menores no por su menor importancia, sino por la extensión de sus escritos.

Hay que tener en cuenta que los autores de estos libros no son necesariamente los profetas que les dan el nombre. En la antigüedad no existía el concepto actual de autoría: un autor-una obra, con derechos reservados. Los libros eran recopilaciones de dichos, hechos y escritos de varios profetas y sacerdotes. Solían escribirlos sus discípulos, que se agrupaban formando escuelas. Con el paso del tiempo, los escritos se iban reeditando, retocando y completando. Así, es frecuente encontrar comentarios, inserciones y añadidos posteriores intercalados con los oráculos del profeta. Esta es la riqueza de la Biblia, un enorme tapiz o patchwork cuyo resultado final es tan rico que nunca agotaremos del todo su significado.

Tres Isaías


El libro de Isaías abarca la obra, al menos, de tres profetas o escuelas proféticas. Los académicos distinguen tres Isaías (con sus correspondientes discípulos):

El primer Isaías, del siglo VIII a.C., fue un sacerdote próximo a la casa real de David. Vivió a lo largo de los reinados de Ajaz, Ezequías y Manasés. Es la época de la crisis asiria y la caída del reino del norte. Su obra, con algunos añadidos posteriores, corresponde a los capítulos 1 al 39. Isaías ve el peligro que corre su tierra no sólo por la amenaza de los enemigos externos, sino por la corrupción interna, tanto religiosa como moral. Sus oráculos son de denuncia y aviso, junto con un mensaje de promesa de renovación futura. Dios no fallará a su alianza con el pueblo elegido.

El segundo Isaías, en el siglo VI a.C., después del exilio de Babilonia. Esta parte del libro contiene un mensaje de consuelo para el pueblo desterrado y una exhortación a la fidelidad a Dios, renovando la alianza del éxodo. La autoría es de una escuela profética cercana al pensamiento de Isaías: Dios en el centro de todo, olvidar la idolatría. En esta parte del libro se encuentran los cuatro famosos cánticos del siervo de Dios. Abarca del capítulo 40 al 55.

El tercer Isaías, del capítulo 56 al 66, recoge una serie de oráculos de autores y épocas diversas. El tema que los unifica es una visión de esperanza en el futuro. Hay una llamada al pueblo a que se comporte con honestidad y justicia, fiel a Yahvé, y una serie de cánticos gozosos donde se revela el rostro más maternal y amoroso de Dios.

Sin embargo, algunos autores sostienen que la autoría de Isaías corresponde a un único escritor o escuela profética, debido a ciertos temas y conceptos que aparecen a lo largo de todo el libro y que no se dan con tanta frecuencia en el resto de la Biblia, y también a la tradición que atribuye estos escritos a un solo autor.

El primer Isaías: Juicio y promesa


Temas del libro


En la primera parte del libro encontramos escritos muy diversos.

Los capítulos 1 al 5 son un compendio de lo que podría ser todo el libro: aviso y denuncia de los males de Israel, amenaza de la invasión asiria, juicio de Dios y salvación de un resto sagrado, más el canto de la viña como metáfora del destino del pueblo.

En el capítulo 6 leemos una impactante visión del trono celestial y la vocación del profeta. Mucha imaginería religiosa procede de estos textos, como los pantocrátores románicos y los ángeles de seis alas ante su trono.

Vi al Señor sentado en un trono elevado y excelso, con el roce de su manto que llenaba el santuario. Unos serafines ante él tenían seis alas cada uno: dos para cubrirse el rostro, dos para cubrirse los pies y dos para volar. Y gritaban unos a otros: ¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos, su gloria llena toda la tierra! (Isaías 6, 1-3)
Siguen una serie de oráculos contra las naciones extranjeras, similares a los de otros profetas. Estos oráculos son sobrecogedores por sus crudas imágenes y poderosas metáforas.

Un pequeño apocalipsis o visión mitológica del fin de los tiempos (capítulos 24-27). Se cree que esto es una inserción posterior.

Más oráculos, ya no contra el extranjero, sino contra Israel y Judá, por su idolatría, sus injusticias y su errática política internacional.

¡Ay, Ariel, Ariel, ciudad donde acampó David! Serás para mí como un león de Dios, acamparé contra ti como David, te rodearé de empalizadas, levantaré trincheras… Como el polvo del camino será la multitud de tus enemigos, y como las semillas al vuelo será la multitud de tiranos. Y, de pronto, serás visitada por Yahvé Sabaot, con trueno, estrépito y gran fragor, huracán, tempestad y llamaradas de un fuego devorador… Así será la multitud de los paganos en guerra contra la montaña de Sión (Isaías 29)
Una narración histórica que relata la invasión del rey asirio Senaquerib, que tomó muchas ciudades de Judá, deportó a miles de habitantes y llegó a asediar Jerusalén (capítulos 36 y 37). El rey Ezequías se encontró cazado como un pájaro en la jaula. Isaías fue llamado por el rey y pronunció un oráculo contra Asiria. Finalmente, Senaquerib, tras aterrorizar a la población, se retiró. Las hipótesis de su retirada son varias: según la Biblia, una peste diezmó su ejército. Al mismo tiempo, una rebelión en otra zona de su imperio le obligó a acudir allá… ¿Terror ante el Dios que protegía su ciudad, su santa colina de Sión? No lo sabemos, pero Senaquerib volvió a su tierra, donde fue asesinado poco después por sus propios hijos.


Mensaje: Dios es Señor de la historia


¿Qué podemos extraer de este primer Isaías? En primer lugar, la autenticidad de la vocación del profeta. Isaías es llamado y responde pronto y decidido. El fuego de Dios lo transforma por dentro; su vida a partir de entonces estará al servicio de Yahvé.
Entonces voló hacia mí uno de los serafines, con una brasa en la mano que había tomado con unas pinzas de encima del altar. Me tocó la boca y dijo: Cuando esto toque tus labios, tu culpa será borrada y tu pecado ha sido expiado. Entonces oí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré, quién irá por nosotros? Yo dije: Aquí me tenéis, ¡enviadme a mí! (Isaías 6, 6-8)

Sin embargo, Dios es muy sincero y advierte al profeta: su misión no será fácil y topará con rechazo e incomprensión. Dios prevé la catástrofe que sobrevendrá al pueblo, pero al mismo tiempo también arroja una brizna de esperanza con la imagen de la semilla sagrada:

Él dijo: Ve, di a este pueblo: Escuchad bien, pero sin entender; mirad atentamente, pero sin conocer. Haz insensible el corazón de este pueblo, vuélvelo duro de oído y tápale los ojos, no sea que oiga… que se convierta y sane. Y le dije: ¿Hasta cuándo, Señor? Repondió: Hasta que todo sea un desierto, y las ciudades queden sin habitantes, las casas sin hombres, las tierras yermas, hasta que Yahvé haya llevado lejos a los hombres y quede un país desolado y vacío. Y si todavía subsistiera alguno, volvería a brotar para que lo poden, como a la encina y al terebinto, que cuando los cortan, queda la raíz. Su raíz es una semilla santa. (Isaías 6, 9-13)

En segundo lugar, Isaías resalta la preeminencia de Dios sobre toda la creación y también sobre el acontecer de la historia humana: ningún poder humano puede desafiarlo. Todo cuanto ocurre está bajo su control, aunque el mundo parezca sumido en el caos. Los oráculos contra las naciones que se creen poderosas se expresan en esta línea: todos caerán en la ruina por su orgullo.

Soy yo quien he dado órdenes, por mi ira, a mis santos guerreros… Escucha: un tumulto desciende por las montañas, como de un gentío inmenso. Escucha: un fragor de armas, de naciones aliadas; es Yahvé de los ejércitos que pasa revista a sus tropas antes de la batalla… Castigaré al mundo por su maldad, a los impíos por su perversión, pondré fin al orgullo de los presuntuosos y humillaré la arrogancia de los tiranos (Isaías 13, 3-4. 11)

Por eso no debemos amilanarnos ni dejarnos asustar por las grandes potencias. Isaías anima al rey Ajaz, abatido ante la amenaza extranjera:

Calma, ¡no tengas miedo! Que tu corazón no desfallezca por culpa de estos dos cabos de antorcha que sacan humo… [Se refiere a los reyes de Aram e Israel, que quieren atacar Judá] ¡Si no tienes fe, no te mantendrás firme! (Isaías 7, 4. 9)

En tercer lugar, Isaías no deja de transmitir mensajes de esperanza: un resto fiel del pueblo se salvará. Nacerá un niño que traerá la salvación (¿un futuro heredero real?, ¿un profeta?). La interpretación cristiana ha visto en esta profecía un anuncio del nacimiento de Jesús y un preludio del reino de Dios. El Señor no abandonará a su pueblo tras el castigo. En el primer Isaías arraiga la convicción de que la alianza de Yahvé con la casa de David es eterna, y la estirpe bendecida no perecerá.

Nacerá un brote del tronco de Jesé, un renuevo de sus raíces. El espíritu de Yahvé estará con él, un espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de ciencia y de temor de Dios. No juzgará según las apariencias… juzgará a los humildes con justicia y sentenciará con razón sobre los pobres de la tierra. Pero golpeará al violento con su boca, con el aliento de sus labios. La justicia será su ceñidor, la lealtad, su cinturón. Entonces el lobo habitará con el cordero, la pantera yacerá con el cabrito, el ternero pacerá con el cachorro de león… Las gentes no serán malvadas ni causarán daño sobre la montaña santa; porque el país estará lleno del conocimiento del Señor, como las aguas que cubren el mar (Isaías 11, 1-9)

Este fragmento es muy conocido. Se suele leer en Adviento, como un preludio de la Navidad. Habla del nacimiento de un niño, un futuro rey justo, que traerá la paz y la prosperidad al pueblo. De nuevo, la visión cristiana lo lee como una profecía sobre Jesús:

El pueblo que vivía en tinieblas ha visto una gran luz, y la claridad resplandece sobre los habitantes que vivían en la sombra. Habéis multiplicado la gente, sí, con gran alegría… Porque ha nacido un niño, un hijo nos ha sido dado, que lleva la insignia de un príncipe y al que le ha sido dado este nombre: Consejero-admirable, Héroe-divino, Padre-por-siempre, Príncipe-de-la-paz… (Isaías 9, 1-3, 5)

Hay también un mensaje que mira al futuro, cuando los exiliados puedan regresar a su tierra desde todos los lugares donde fueron desterrados.

Ese día el Señor alzará la mano de nuevo para rescatar al resto de su pueblo… y reunirá a los expulsados de Israel y recogerá sus restos dispersos de Judá, de los cuatro confines de la tierra… Entonces abrirá una ruta para el resto de su pueblo, como lo hizo por Israel el día que subió del país de Egipto (Isaías 11, 11. 16)

La sección apocalíptica es tormentosa y lírica. Los fragmentos que hablan de juicio terrible y catástrofe alternan con oraciones encendidas de amor y confianza:

Palidecerá la luna y el sol se ruborizará, porque Yahvé Sabaot reinará sobre la montaña de Sión y en Jerusalén, y su gloria resplandecerá sobre sus ancianos… (Isaías 24, 23).

Por eso os glorifica un pueblo bárbaro, la ciudad de los paganos: los tiranos os temen. Vos habéis sido un refugio para el humilde, un auxilio para el pobre en su infortunio, abrigo bajo la lluvia, sombra contra el calor. Porque el soplo de los tiranos es como la lluvia de invierno, como el calor sobre una tierra árida. Sofocáis el tumulto de los insolentes como se calma el calor a la sombra de una nube; humilláis así los cánticos triunfales de los tiranos (Isaías 25, 3-5).

La ruta del justo es derecha, vos allanáis el camino del justo. Sí, en el camino de vuestra justicia os esperamos, Señor, vuestro nombre y vuestro recuerdo son el anhelo del alma. Mi alma os desea de noche, ansío con deleite vuestra presencia (Isaías 26, 7-9)


El canto de la Viña


Un conocido capítulo de Isaías es el 5, donde se relata el canto de la viña. Jesús en su evangelio recogerá este relato para contar una de sus parábolas más incisivas.

Mi amigo tenía una viña en una fértil ladera. La cavó, sacó las piedras, plantó cepas escogidas… ¿Qué más podía hacer por su viña, que no haya hecho? ¿Por qué esperaba racimos y ha dado agrazones? Pues ahora os mostraré qué haré con mi viña… La dejaré para el saqueo, ¡no más podas ni cuidados, crecerán las zarzas y los cardos y daré órdenes a las nubes para que no lluevan sobre ella!  Sí, la viña de Yahvé Sabaot es la casa de Israel, y el hombre de Judá es su cepa preferida. Esperaba justicia de ellos ¡y no ve más que abusos! Esperaba rectitud ¡y no ha encontrado más que injusticia! (Isaías 5, 1-7).
La viña es una imagen de Israel. Y, por extensión, podemos interpretar que la viña es la imagen de la humanidad, que Dios ha plantado en el mundo con amor, esperando que dé buen fruto. ¿Y qué ha dado la humanidad? Muchos “profetas” actuales, no creyentes, se echan las manos a la cabeza ante los desastres que hemos cosechado: guerras, explotación, desastres ecológicos, hambrunas, genocidios… ¿Qué clase de fruto ha dado la humanidad? ¿Cómo responderá el amo de la viña a esto? Para muchos que no creen en Dios, la naturaleza será la vengadora, ella ocupará el lugar de Dios. La vida se abre camino, pero no necesariamente la vida humana. Muchos creen que la madre tierra se tomará su revancha. La raza humana se extinguirá por sus propios errores y la naturaleza salvaje volverá a campar por sus respetos…

La preocupación por nuestro futuro, como vemos, es muy antigua. Hace casi tres mil años, Isaías se planteaba cuestiones que hoy siguen angustiándonos. 

¿Qué hará el amo de la viña?

Confianza


Los cánticos de confianza de Isaías son auténticas oraciones de gratitud. La fe en Dios transforma y fortalece por dentro:

En Dios está mi salvación, en el confío, nada me asusta, porque Yahvé es mi fuerza y mi canto, él ha sido mi salvación. Todos, felices, beberéis las aguas de la salvación… ¡Gritad de gozo y de alegría, habitantes de Sión, porque es grande entre vosotros el Santo de Israel! (Isaías 12, 2-6).

Desde un punto de vista moderno, estas lecturas pueden chocar y rebelarnos. Hoy el mensaje dominante es muy distinto: tú eres dios, en ti está la fuerza y la salvación. Tú te salvas a ti mismo y tu felicidad está dentro de ti, y no en otro. El individualismo autosuficiente que destila la mística moderna choca con esta radical dependencia de un Dios que lo es todo para el profeta. Los críticos señalan que esta es una fe para débiles y un consuelo para personas de psique frágil… ¿Es realmente así?

Leídos sin prejuicios, los versos de Isaías rezuman fuerza y alegría, un vigor y un gozo exultante que se alejan mucho de una psique débil. Solos no somos nada. Nuestra autosuficiencia y nuestra arrogancia son humo. Pero con él somos fuertes, nada nos asusta, y el canto rebosa en nuestros labios.

Pero ¿dónde está Dios? Hacia el final del capítulo 38 encontramos un hermoso cántico de sanación, entonado por el rey Ezequías. Enfermo y a las puertas de la muerte, se dirige a Dios pidiendo ayuda y vida. Cuando la curación ya no está en nuestras manos, queda la confianza en aquel que es la fuente de nuestro ser, y en nuestra conexión con él:

Señor, es para ti que vivirá mi corazón, y mi espíritu. Me curarás y me devolverás la vida, mi dolencia se convertirá en salud. Eres tú quien tienes que preservar mi alma del foso de la nada, ya que te has echado a la espalda todos mis pecados. Porque el país de los muertos no puede alabarte, ni los que bajan a la fosa esperan tu fidelidad. El que vive, el que vive, sólo él os alaba, como lo hago yo, en este día. El padre hace conocer a los hijos tu fidelidad. ¡Oh, Señor, sálvame! (Isaías 38, 16-20)

Según relata el libro de Isaías, Ezequías sanó de su enfermedad y aún vivió unos cuantos años con buena salud.