domingo, 12 de agosto de 2018

21. El segundo Isaías: el Siervo de Dios

Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad amorosamente a Jerusalén y decidle bien alto  que se terminó su servidumbre, su culpa está expiada y ha recibido por sus pecados el doble, de manos de Yahvé (Isaías 40, 1-2).

Así comienza la segunda parte del libro de Isaías, que Eugene H. Peterson señala como la parte donde predomina el consuelo. Del capítulo 40 al 55 se contienen algunos de los versos más hermosos, emotivos y alentadores que se han escrito. Las lecturas del segundo Isaías son capaces de levantar la moral más hundida y de encender los ánimos más apagados. Esta era la intención de su autor o autores. Los estudiosos creen que esta parte del libro fue escrita en el periodo del exilio babilónico y el post-exilio. Una comunidad desterrada, desanimada e inmersa en la cultura extranjera necesita apoyo, ánimo y esperanza. El mensaje de Isaías es este: habéis sufrido mucho como consecuencia de vuestro pecado, pero Dios es bueno, y es poderoso. Os restaurará y os devolverá la tierra. No os ha abandonado en medio del desastre. No estáis solos.

Muchos pasajes de Isaías recalcan esta compañía constante de Dios que no deja huérfano a su pueblo:

No tengas miedo, que yo estoy contigo; no mires con angustia, que yo soy tu Dios. Yo te doy fuerza y te ayudo, te sostengo con mi diestra victoriosa (Isaías 41, 10).

El profeta Isaías, pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.



Sólo Dios


Un  mensaje crucial del segundo Isaías es el radical monoteísmo: Dios es el único, y es todopoderoso. Hasta los reyes y emperadores están sujetos a su poder. La aparente potencia de los imperios es efímera y acaba cayendo, pero Dios es eterno y su palabra perdura. Es en él solamente donde el hombre puede apoyarse:

La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios dura eternamente (Isaías 40, 8).
Yahvé es el Dios eterno que crea la tierra de un extremo a otro! ... Da fuerza al fatigado y conforta al que desfallece. Los muchachos pueden cansarse y los jóvenes pueden tropezar y caer, pero los que esperan en Yahvé renuevan sus fuerzas (Isaías 40, 29-31)
Yo soy el primero y el último, fuera de mí no hay otro dios. ¿Quién es como yo? Que se levante y hable, ¡que lo anuncie y me traiga las pruebas! … Vosotros sois mis testigos: ¿hay otro Dios, otra Roca fuera de mí? (Isaías 44, 6-8)
Así habla Yahvé, el creador del cielo, es él quien es Dios; él ha formado la tierra y la ha fijado; no la ha creado caótica, sino buena para habitar: Yo soy Yahvé, y nadie más, ¡no hay otro dios! (Isaías 45, 18)
En el exilio era fácil acabar sumergiéndose en la cultura extranjera, y más siendo una cultura cosmopolita, urbana y sofisticada como la babilonia. El profeta avisa contra la tentación de adorar a los dioses del país de acogida. También era fácil para los hebreos desencantarse de su Dios y, vista la derrota de su pueblo, abrazar la fe en esos otros dioses que parecían mucho más poderosos, y cuyo culto resultaba atrayente y llamativo. El profeta ridiculiza estos dioses en forma de animales, con estatuas de madera o metal, que no pueden hacer nada:

¿Con quién me podréis comparar y asimilar, con quién me vais a confrontar, que sea mi igual? Los que echan oro de la bolsa y pesan plata en las balanzas contratan a un orfebre para que fabrique un dios que adoran, ante el cual se prosternan. Se lo cargan a la espalda, lo transportan y lo colocan en su trono. Y se queda allí, no se mueve de lugar. Por más que uno llame, no  responde; no le socorre en su tribulación. Acordaos de esto y sed sensatos: ¡reflexionad, apóstatas! (Isaías 46, 5-8).

También en este libro podemos rastrear los orígenes de la fe en el Dios creador del Génesis. En otros pasajes de la Biblia (salmos, el libro de Job) se subraya el poder creador y creativo de Dios, autor de los cielos, la tierra, la naturaleza y todo cuanto existe. Es una forma de alejarse del politeísmo, que adora a la naturaleza y sus potencias como dioses:

…fuera de mí no hay otro, yo, Yahvé, y nadie más, que forme la luz y las tinieblas, que traiga el bienestar y provoque la desgracia; soy yo, Yahvé, quien hace todo esto. Cielos, destilad desde lo alto y que la liberación caiga a raudales desde las nubes. Que la tierra se abra para que florezca la victoria, y haga germinar la liberación. Yo, Yahvé, lo he creado (Isaías 45, 6-8).

Dios no sólo crea la naturaleza, sino que rige la historia. No sólo controla la lluvia y el curso de las estrellas, sino el devenir de los hechos. Y en esto la fe de Israel se aparta una vez más del fatalismo trágico de las otras religiones, en las que todos, desde los dioses hasta el último mortal, están sujetos a un destino que no pueden dominar. Yahvé es señor de la naturaleza y de la historia. Hace brotar los frutos y también la liberación.


Reconstrucción de la antigua Babilonia.


El siervo de Dios


En el Segundo Isaías hay cuatro cánticos llamados del Siervo de Dios. Son cánticos que describen a un enviado de Dios cuyo destino es glorioso aunque deba pasar por duras pruebas. ¿A quién se refiere el autor? Los biblistas dicen que el siervo de Dios puede ser el profeta, un sacerdote o quizás un futuro rey o líder del pueblo. Pero también puede referirse a todo el pueblo. Israel es la comunidad que cree en Dios, ama a Dios y sirve a Dios. El destino del Siervo de Dios, sufriente y fiel, puede ser un retrato de la historia de Israel, el pueblo que quiere mantenerse fiel entre las dificultades y persecuciones.

La tradición cristiana ha asociado esta imagen con Jesús. Se leen los  cánticos del Siervo de Dios en Semana Santa y en otras ocasiones en las que Jesús se nos presenta como el Hijo del Padre, obediente hasta la muerte, que se entrega por la salvación de los hombres.

Veamos estas cuatro imágenes. Cada cántico va seguido de una serie de poemas sobre el camino de regreso a la tierra perdida, el futuro esperanzador y una serie de efusiones líricas con visiones de lo que será el pueblo de Dios restaurado.

Primer cántico

Aquí tenéis a mi siervo, a quien tanto amo; mi elegido, en quien me complazco íntimamente. He puesto sobre el mi espíritu para que lleve el derecho a las naciones. No gritará ni alzará la voz por las calles, la caña quebrada no la partirá, ni apagará la mecha que languidece. Con fidelidad proclamará la justicia, no desmayará ni se dejará abatir hasta que no haya implantado el derecho sobre la tierra… (Isaías 42, 1-4).

La primera frase nos resuena seguramente de los evangelios. En las manifestaciones de Jesús como hijo de Dios ―el bautismo en el Jordán, la Transfiguración―, estas son las palabras que salen de la nube del cielo: «Este es mi hijo amado, mi predilecto, en quien me complazco» (Mateo 3, 17). La primera característica del siervo es que es profundamente amado por Dios, y que Dios se complace en él. Más que siervo es un hijo. Este sentimiento sólo es comparable al de una madre que goza viendo a su retoño.

¿Cuál es el destino de este siervo tan amado? Llevar la liberación y la luz a todo el mundo, es decir, ser pionero de una sociedad nueva donde reinen la justicia y la libertad, las dos grandes aspiraciones del pueblo hebreo, lo que tanto ansían los que viven esclavizados.

Yo, Yahvé, te he llamado en nombre de la justicia, te tengo asido por la mano, te formé y te he destinado a ser alianza de un pueblo, a ser luz de las naciones; para abrir los ojos a los ciegos, sacar del calabozo al preso, de la esclavitud al que vive en tinieblas. Yo, Yahvé, este es mi nombre, no cederé mi gloria a otro, ni mi honor a ningún ídolo. Los primeros anuncios son un hecho… Antes de que despunte, os lo anuncio (Isaías 42, 6-9).

Cuando Jesús empieza su prédica en Galilea se sirve de este mensaje de Isaías, que lee en la sinagoga de Cafarnaúm (Lucas 4, 17-21). Jesús hace suyas las palabras del profeta y da un paso más allá: él es el siervo, enviado de Dios, y la liberación que predica ya se está dando. Dios libera a su pueblo del mal, de la enfermedad, de la esclavitud y del hambre. Los signos o milagros de Jesús tendrán este sentido: anunciar que la liberación de Dios es algo más que una promesa o un mensaje de consuelo, ya es una realidad que se está produciendo.

Israel, el pequeño pueblo oprimido, ya no será el último entre las naciones, sino un portavoz, un heraldo de algo nuevo que está naciendo. En el plano político y material es poca cosa y está anulado, pero en el plano espiritual, Israel encabezará el liderazgo.

A la luz de lo que ha ocurrido en la historia, podemos meditar si, en cierto modo, esta profecía no se ha cumplido. El judaísmo y, después, el cristianismo, han marcado con huella indeleble la humanidad. Occidente y su rica cultura nacen de la confluencia de ambas religiones con el mundo greco-romano y germánico medieval. La cultura occidental ha caído en tremendos errores, pero no cabe duda de que también ha dado grandes frutos: los derechos humanos, la ciencia, el valor de la libertad, las modernas democracias, la protección de los más débiles y la defensa de la igualdad de la mujer son algunos de los rasgos que definen Occidente (pese a sus carencias). Isaías bien podría decir que la raíz que brotó en Babilonia, entre una comunidad de hebreos exiliados, ha crecido y se ha expandido por todo el mundo, llevando mucha luz.

He aquí que haré algo nuevo, que ya apunta, ¿no os dais cuenta? Sí, abriré un camino en el desierto y ríos en el yermo. Las bestias salvajes me darán gloria… pues haré manar agua en el desierto y ríos en el yermo para que mi pueblo elegido beba. ¡El pueblo que me he formado cantará mis glorias! (Isaías 43, 19-21)



Segundo cántico 

¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! Yahvé me ha llamado desde el seno de la madre, desde el vientre materno pronunció mi nombre. Ha hecho de mi boca una espada afilada… Ha hecho de mí una flecha penetrante, me guarda en su aljaba. Me ha dicho: Tú eres mi siervo (Israel), en ti se manifestará mi gloria. Y fui honrado a los ojos de Yahvé, mi Dios era mi fuerza. Yo decía: Por nada me he fatigado, en vano he gastado mis fuerzas. Pero Yahvé se ocupaba de mi causa, mi recompensa estaba en mi Dios. Y ahora ha dicho Yahvé, que me formó en el seno materno para que fuera su siervo…: Es poco que seas mi sirviente para restaurar las tribus de Jacob… Yo haré de ti la luz de las gentes para que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra (Isaías 49, 1-6)

De nuevo vemos aquí a la figura del llamado, elegido por Dios. El énfasis aquí es que Dios lo ha tenido en mente desde su engendramiento, desde el seno materno ha pensado en él. ¿Es una forma de decir que el destino del siervo está escrito, y no puede escapar de él? En realidad, esta expresión nos habla de un Dios que está fuera del tiempo. Para él, presente, pasado y futuro están recogidos en una misma realidad total. El elegido lo es desde que existe. Por analogía podemos pensar que todo ser humano, desde que es concebido, tiene un lugar en el corazón de Dios.

El destino del siervo, como en el primer cántico, es ser luz para el mundo. Aquí se atisba una vocación universal del pueblo de Yahvé. Dios no pretende que su pueblo sea el único que le adora y recibe su amor: en realidad, quiere que su liberación llegue a toda la tierra y a todas las gentes. Que una religión aspire a ser universal es otra novedad de la fe judía. Desde una visión meramente superficial podemos pensar que es una pretensión fundamentalista. Pero si ahondamos en el mensaje de Isaías, veremos que lo que Dios ofrece no es tiranía, dominio ni uniformidad, sino todo lo contrario: Dios ofrece liberación, vida, renovación, florecimiento. Israel ha vivido la sumisión, la esclavitud y la pobreza. Ahora Dios le promete un retorno a la libertad y a la prosperidad, y esto no lo quiere sólo para su pueblo, sino para toda la humanidad.

Te he formado y te he destinado a ser alianza del pueblo, a restaurar el país, a repartir las propiedades devastadas y a decir a los presos: ¡Salid!, y a los que estaban en tinieblas: ¡Mostraos!... De todas las montañas haré caminos, nivelaré sus senderos. Mirad, unos vienen de lejos, otros del norte y de occidente, otros del país de Sinim. ¡Cielos, clamad gozosos! ¡Exulta, tierra! ¡Estallad en gritos de alegría, montañas! Porque Yahvé consuela a su pueblo y se compadece de sus afligidos (Isaías 49, 8-13)

Este pasaje nos recuerda un nuevo éxodo. Esta vez el pueblo no sale de Egipto, sino de Babilonia. Y regresa a su tierra para recuperar sus propiedades y rehacer su vida. Los judíos dispersos por todo el mundo podrán reunirse de nuevo. La alegría de las gentes se contagia al cielo, a la tierra y a los montes, en una bella imagen donde la misma naturaleza comparte la alegría del retorno.

Históricamente, es un pasaje de ánimo y esperanza para los judíos que volvían del exilio. Pero, por supuesto, no todos estaban tan entusiasmados con la idea de volver. Muchos se habían afincado en Babilonia, tenían allí su familia, sus negocios, su vida, y no quisieron regresar. Otros dudaban y otros, que regresaron, sufrieron dificultades y conflictos, como los israelitas por el desierto. El profeta los espolea para que no duden ni un momento. ¡Dios está con ellos!

Sión dice: Yahvé me ha abandonado, ¡mi señor me ha olvidado! ¿Es que una mujer puede olvidar a su niño, sin dolerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, ¡yo no te olvidaré nunca! Aquí estás, tatuada en mis manos…  (Isaías 49, 14-16)

De nuevo encontramos aquí una imagen maternal de Dios. Este Dios que acompaña y protege es como una madre que cuida a sus pequeños. Aún más: algunas madres pueden ser negligentes, pero Dios no. Nos lleva tatuados en sus manos.

Murallas de Jerusalén.

Tercer cántico

El señor Yahvé me ha dado una lengua avezada, para que sepa reconfortar con palabras de aliento al cansado. El Señor Yahvé me ha abierto los oídos, me despierta por la mañana para que escuche como un discípulo. Y yo no me he resistido, ni me he echado atrás. Ofrecí mi espalda a los golpes, la mejilla a los que me arrancaban la barba; no escondí mi rostro a insultos ni salivazos. Pero el Señor Yahvé me ayuda, por eso no siento los ultrajes. He endurecido mi rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado… Si el Señor Yahvé me ayuda, ¿quién me condenará? … Quien entre vosotros tema a Yahvé, que escuche la voz de su siervo. Quien ande a oscuras, sin claridad, que confié en el nombre de Yahvé y se apoye en su Dios (Isaías 50, 4-10)

En este cántico vemos un matiz nuevo del siervo. Dios le ha otorgado una serie de dones para que cumpla su misión: lengua, oídos, capacidad para comunicarse y confortar a los afligidos. Pero al mismo tiempo, el enviado se va a topar con mucha oposición, insultos y maltratos. En los evangelios de la Pasión se recuerdan estos párrafos y se identifica el siervo sufriente con Jesús. Cumplir el cometido que Dios le encarga, por hermoso que sea, no le ahorrará problemas. La buena noticia de Dios no siempre encuentra buena acogida y el siervo es maltratado e incluso torturado y asesinado, en ocasiones. Pero Dios le da fuerza para seguir e ignorar estos ultrajes. La misión es más grande que el rechazo y los obstáculos. Nada lo detendrá.

El profeta avisa: los que quieran mantenerse fieles van a sufrir. El resto de Israel que regrese a su tierra va a toparse con la hostilidad de muchos, tras los años de exilio. El retorno no será un camino de rosas. Quizás por eso, para contrarrestar el desánimo, el profeta recuerda que Dios bendice a los que emprenden este nuevo éxodo hacia la tierra prometida:

Escuchadme, los que anheláis la liberación, los que buscáis a Yahvé. Mirad la roca de donde fuisteis sacados. Mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara, que os engendró. Porque estaba solo cuando yo lo llamé, pero lo bendije y multipliqué. Sí, Yahvé consuela a Sión, se apiada de sus ruinas. Convertirá su desierto en un Edén, y la estepa en un jardín… (Isaías 51, 1-3).

Dios recuerda a su pueblo que él es más grande que todos los poderosos del mundo, y que el mundo mismo. Y que está con su siervo, protegiéndolo, amparándolo:

Soy yo quien te consuela. ¿Cómo es posible que tengas miedo del hombre mortal y del hijo del hombre, destinado a ser como la hierba? ¿Y que te olvides de Yahvé que te ha formado, que ha tendido los cielos y ha fundado la tierra, que no pares de temblar todo el día ante la cólera del opresor?... El cautivo está a punto de ser liberado, no morirá en la fosa ni le faltará el pan. Yo soy Yahvé, tu Dios, que agita el mar y hago bramar su oleaje; ¡mi nombre es Yahvé Sabaot! Yo puse mis palabras en tu boca y al amparo de mi mano te he escondido, para extender los cielos y echar los cimientos de la tierra, para decir a Sión: Mi pueblo eres tú (Isaías 51, 12-16).

Sión, la colina de Jerusalén, es personalizada como una novia que espera a su amado. Como una mujer abandonada que es acogida de nuevo y amada. El profeta pinta con hermosas imágenes cómo será esta nueva Jerusalén:

¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! … ¡Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén! ¡Desátate las cadenas del cuello, hija cautiva de Sión! Porque así habla Yahvé: Habéis sido vendidos gratis, y gratis seréis rescatados (Isaías 52, 1-3).

Este pasaje también es muy conocido por leerse en las proximidades de Navidad. Una buena noticia se acerca. En su contexto original, pinta una escena que debió ser muy querida para los israelitas que volvieron de Babilonia protegidos por el emperador de los persas, Ciro. Contemplar las murallas de su vieja ciudad y ascender hasta sus puertas por aquel camino que recorrieron sus antepasados en tantas procesiones debió ser un momento emocionante:

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: ¡Ya reina tu Dios! Todos tus centinelas alzan la voz, gritan de alborozo a una, porque, apiñados, se regocijan en Yahvé, viendo cómo regresa a Sión. ¡Prorrumpid en gritos de júbilo, ruinas de Jerusalén! Pues Yahvé ha consolado a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén (Isaías 52, 7).

Quizás en la mentalidad de hoy nos puede sorprender esta identificación tan íntima entre Dios y la tierra, y el vínculo entre Dios y una ciudad, un pueblo, una gente. Hay que situarse en la mente de los pueblos de la antigüedad, donde la lucha por la tierra era constante, y el arraigo en un lugar era  vital. Poseer la tierra era gozar de una vida digna y próspera, el sueño de cualquier mortal. El Dios de Israel, creador de todos los bienes de la naturaleza, no era ajeno a las necesidades de su pueblo. No podía desentenderse de su afán por recuperar la tierra.

Vista de la Tierra Prometida.


Cuarto cántico

Mira, mi siervo prosperará. Se elevará, será exaltado, puesto muy alto. Así como muchos quedaron sobrecogidos al verlo, porque de tan desfigurado ya no tenía ni aspecto humano, ni era humana su forma, así las naciones ricas quedarán admiradas y los reyes se taparán la boca ante él, ya que verán lo que nunca se les había contado, y observarán algo inaudito (Isaías 52, 13-15)

En esta introducción podemos ver ya dos cosas: primera, que el siervo, como leímos en el tercer cántico, sufrirá mucho y será despreciado y torturado. Y segunda: que Dios lo elevará y lo exaltará. Esta es la dinámica de Dios en toda la Biblia: recoger al despreciado y al maltratado, restaurarlo y elevarlo. Y las gentes quedarán admiradas.

Podemos leer también en clave histórica: Israel era un pueblo pequeño que fue aplastado y despreciado. Ya ni forma tenía: sin tierra, sin templo, sin rey, sin nada de lo que configura una nación. ¿Qué le quedaba? Tan sólo Dios. Y Dios permitió que esa pequeña comunidad no pereciera. No sólo esto, sino que la llamó a una vocación grande y universal. Con Israel se da un caso único en la historia. De todos los imperios de la antigüedad no han quedado más que ruinas, el nombre y, en algunos casos, el recuerdo y un puñado de obras literarias. Pero Israel, que jamás llegó a ser un imperio esplendoroso, sigue vivo hoy.

En la tradición cristiana, este siervo sufriente se ha identificado con Jesús, de nuevo. Quizás más que en otros versos, en estos, que se suelen leer en Semana Santa:

No tenía forma ni presencia, nada que fuera de envidiar, ni aspecto alguno que pudiéramos apreciar. El más menospreciable e indigno de los hombres, hombre enfermizo y lleno de dolores, como uno ante quien todos esconden el rostro; lo teníamos por un don nadie despreciable. Y, no obstante, él cargó con nuestros males y soportó todas nuestras dolencias. Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado. Mas fue herido por nuestras faltas, molido por nuestras culpas. Soportó el castigo que nos regenera y fuimos curados por sus heridas. Todos errábamos como ovejas, cada uno por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y humillado, pero él no abrió la boca. Como cordero llevado al matadero, como oveja que va a ser esquilada, permaneció mudo, sin abrir la boca… (Isaías 53, 2-7)

¿Quién es este siervo? Aquí no parece que se identifique con el pueblo de Israel en conjunto, sino con un personaje concreto que carga con las culpas del pueblo y soporta toda clase de injurias y rechazos. ¿Quién es? La teología cristiana no tiene dificultades en explicar que Cristo es quien carga con todos nuestros pecados y, en silencio, sufre su pasión y muerte para rescatarnos. Pero ¿cómo entendían esto los antiguos judíos? ¿Y cómo podemos entenderlo hoy?

En toda comunidad hay líderes y personas destacadas que van un paso más adelante que el resto. Profetas, sacerdotes, pastores… o gente buena y entregada que decide servir a los demás. Cargarán con las culpas ajenas y se dedicarán a aliviar el sufrimiento de otros, ignorando el suyo propio.  Cuando sean injustamente acusados, maltratados o rechazados, no se defenderán ni contraatacarán. Simplemente aceptarán y seguirán su camino, humildes y fieles. Son los auténticos héroes que a menudo mueren o parecen fracasar. Son los que dan mucho sin hacer ruido. Los que no protestan ni denuncian, ni se vengan de sus maltratadores. Los que no renuncian al bien, aunque parezca que el bien fracase. Pero «sus heridas nos curan». Su sufrimiento no ha sido en vano, su labor dará fruto.

Por más que no cometió atropellos ni salió mentira de su boca, Yahvé quiso quebrantarlo con males. Si se da a sí mismo en expiación verá descendencia, alargará sus días. Después de sufrir, verá la luz, se saciará con su sabiduría. Mi siervo justificará a muchos, pues soportará todas sus culpas (Isaías 53, 11)

El cuarto cántico es el más dramático de todos, pero también va seguido de una efusión de alegría. El profeta compara el exilio con un enfado temporal del esposo que abandona a la esposa durante un tiempo breve, pero luego regresa a ella y la acoge de nuevo. La ira es efímera, el amor es imperecedero. Así ha hecho Dios con Israel:

¡Alégrate, estéril que no parías! ¡Prorrumpe en gritos de júbilo, tú que no habías concebido: pues tiende más hijos la abandonada que la casada, dice Yahvé… No tengas miedo, que no serás confundida, no seas pusilánime, que no tendrás que sonrojarte. Olvidarás la vergüenza de tu juventud y la afrenta de tu viudez. Porque tu esposo es tu Hacedor, se llama Yahvé Sabaot; él es tu redentor, el Santo de Israel, se llama Dios de toda la Tierra. Sí, como una esposa abandonada y desolada te ha llamado Yahvé; ¿quién repudia a la mujer de su juventud?, dice tu Dios. Por un instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro, pero te quiero con amor eterno… (Isaías 54, 4-8).

El amor de Dios hará surgir algo nuevo de las ruinas. El profeta se recrea en su descripción de esta nueva Jerusalén, la que debían ver restaurada los judíos que regresaron del exilio:

¡Oh pobre, azotada por los vientos, desconsolada! Yo asentaré tus cimientos en azabache, pondré unos fundamentos de zafiro, haré de rubí tus baluartes y tus puertas de cuarzo rojo; tus murallas, de piedras preciosas. Instruiré a tus reconstructores, la dicha de tus hijos será grande y tu bienestar quedará consolidado. Lejos de la opresión, nada temerás, el terror no se acercará a ti. Si alguien te ataca sin mi permiso, sea quien sea, contra ti se estrellará. Yo soy quien ha creado al herrero, que sopla en el fuego las brasas y forja las armas que necesita; y he creado al destructor funesto; mas sus armas forjadas no te podrán. Impugnarás toda lengua que se levante en juicio contra ti. Este será el porvenir de los siervos de Yahvé, todo su bienestar futuro dependerá de mí ―oráculo de Yahvé― (Isaías 54, 11-17).

De nuevo podemos leer entre líneas el trasfondo histórico: los judíos que regresan a Jerusalén quizás encontraron una ciudad mermada, con huellas aún de la destrucción y la guerra que la arrasó. Pero la nueva ciudad reconstruida será maravillosa, e imperecedera (las piedras preciosas, las murallas inexpugnables). El miedo a nuevas conquistas y ataques desaparecerá, pues Dios la protege.

Evidentemente, es una visión ideal y optimista, que responde a un momento histórico, pero no a toda la historia. Jerusalén sería reconstruida en tiempos de los persas, sí. Pero más tarde sería conquistada y destruida una y otra vez. Tras la destrucción por parte de Tito, en el año 70 d.C., y la enorme diáspora por todo el mundo, el judaísmo tuvo que replantearse muchos aspectos de su fe y abandonar definitivamente la necesaria vinculación con la tierra, el templo y la ciudad. El judaísmo talmúdico se centró mucho más en la ley y en el estudio de las sagradas escrituras, así como en el cultivo de una relación más íntima y sencilla con Dios a través de la oración, el canto y la lectura. Las grandes festividades y ceremonias en el templo dieron paso a celebraciones más familiares y a la reunión semanal en la sinagoga. El nuevo reino restaurado pasó a tener un sentido más espiritual: la nación no es necesariamente una tierra y sus habitantes, sino una comunidad unida por una alianza. Allí donde un grupo de creyentes pronuncien el nombre de Dios y vivan de un cierto modo, allí está Israel. La Torá es la auténtica nación judía, después de la destrucción de Jerusalén y la diáspora definitiva.

¿Podían prever esto los antiguos israelitas y los que regresaron llenos de esperanza del exilio? Seguramente no, pero las palabras de Isaías no perdieron su vigencia, porque puede hacerse de ellas una lectura más profunda, más espiritual y a la vez muy humana, que las hace actuales siempre.

Al final del segundo libro de Isaías hay una nueva invitación a convertirse y a recibir la salvación que viene. La exhortación es a un cambio de vida:

Buscad a Yahvé, ahora que se deja encontrar. Invocadlo, ahora que está cerca. Que el impío abandone su camino, que el hombre malvado deje sus pensamientos. Que vuelva a Yahvé, que se apiadará de él. Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos,  y mis caminos no son mis caminos, oráculo de Yahvé. Tan alto como se elevan los cielos por encima de la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos (Isaías 55, 6-9).

Y aquí de nuevo encontramos esta dimensión inabarcable y misteriosa de Dios. Podemos buscarle y encontrarle, podemos saber algo de él y de sus designios, pero nunca podremos conocerlo del todo ni comprenderlo del todo, porque es infinito. Dios no es previsible como los ídolos, que encarnan arquetipos humanos o fuerzas naturales. Dios es siempre un más allá. Nos revela lo que podemos asimilar, pero nunca acabaremos de agotar su misterio. Por eso, incluso las catástrofes pueden convertirse en bendiciones y los aparentes castigos pueden ser la mejor terapia.

Este segundo libro de Isaías termina con un pasaje muy leído en las liturgias:

Así como la lluvia y la nieve bajan del cielo y no regresan sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan que come la gente, así la palabra que sale de mi boca no volverá a mí de balde, sin haber obrado todo lo que yo quería y sin haber cumplido su misión (Isaías 55, 10-11).

Es otra afirmación del poder y la firmeza de Dios. Su palabra, como sus obras, no es voluble ni efímera; no es vacía ni falta de sentido, sino que produce un fruto, siempre. Quien la escucha y la acoge, como tierra regada por la lluvia, queda fecundado y empieza a vivir de manera diferente.  

Puerta de Jerusalén.


Conclusiones


El segundo Isaías, como señalan muchos biblistas, es posiblemente obra de una escuela de sacerdotes cercanos a la familia real, deseosos de restaurar la monarquía davídica y de mostrar que Dios no ha retirado su favor a este linaje. En un contexto de exilio y de posibilidad de regreso, era preciso animar a la comunidad y, muy en especial, a los que se proponían restaurar el templo de Jerusalén. Había que renovar en ellos el espíritu del éxodo, de la alianza con Yahvé, y la confianza de saber que Dios no los abandonaba.

Pero todos estos detalles históricos y políticos nos quedan lejos a los lectores de hoy. ¿Cómo leer estos textos de forma que nos digan algo significativo, hoy? En clave humana y espiritual. Sión somos cada uno de nosotros cuando la vida nos ha vapuleado y nos ha dado una dura lección que nos ha dejado rotos, vencidos y quizás esclavizados por diversas circunstancias (enfermedad, pobreza, cárcel, desempleo, pérdida de un ser querido…) En las dificultades es fácil pensar que Dios no existe, o que, de existir, es un ser malo o indiferente que se olvida de nosotros. Isaías nos recuerda que esto no es así. Dios, que ha creado el universo y a nosotros, sigue rigiendo los destinos del mundo. No nos abandona y nos protegerá. Quizás necesitamos pasar ciertas pruebas, aunque no lo sepamos ver, para crecer, madurar y aprender algo importante que nos hará ser mejores personas. Pero Dios nos dará fuerzas para afrontarlo y salir renovados. Del éxodo nació un pueblo. Del exilio salió una comunidad y una fe reforzada. De las grandes crisis puede salir una persona nueva y más madura, serena y plena.

El segundo Isaías se convierte, así, en el libro del consuelo ante el desastre y la llamada a una renovación de vida. El profeta nos dice: no importa cuán roto estés, cuán despreciado seas y cuán pequeño te sientas. Dios está contigo. De ti puede brotar algo nuevo, puedes salir adelante. A donde tú no llegues, llega él. La certeza de que todos vivimos sostenidos por un Dios providente es crucial. Amparados en sus manos, lo podemos todo.

Finalmente, en la imagen del siervo sufriente encontramos una réplica apasionante a todos los héroes míticos de las otras culturas. Normalmente, en los mitos, los elegidos de los dioses son personajes notables, destacados por su físico, su fuerza, sus hazañas o su inteligencia. Aquí nos encontramos con un antihéroe, un siervo que sufre y que, pese a su fidelidad, recibe golpes y es torturado hasta perder la belleza, la figura humana y hasta la dignidad. Un ser que produce rechazo y repulsa ¿cómo puede ser el elegido de Dios? ¿Cómo Dios puede permitir que sus amados se conviertan en blanco de la burla y el desprecio de todos?

Podemos hacer una lectura análoga de la historia de los imperios y civilizaciones. Aquellas que son recordadas y que ocupan páginas en los libros de historia fueron grandes en gestas bélicas, en conquistas, en avances culturales, en monumentos arquitectónicos y artísticos. Israel, ¿en qué destacó? En nada. Pero su semilla, que tantos reyes de la antigüedad quisieron exterminar, sigue viva y fuerte hoy. ¿Cómo explicar este misterio?

La única respuesta está en Dios, cuyos pensamientos y caminos «no son los de los hombres», como recordaría Jesús en su evangelio, mucho después. La respuesta está en saber ver lo que no se ve, como dice un personaje de Saint-Exupery en El pequeño príncipe. Lo que no se ve, pequeño, oculto y secreto, paradójicamente es lo más grande, lo que tiene vida en sí y lo que perdura.

Es una reflexión que puede servirnos hoy, a creyentes y a no creyentes, para buscar una vida más auténtica, más profunda, más honesta. Una vida donde prime el ser por encima del tener o el hacer, donde las apariencias y la fama no importen tanto y, en cambio, pesen las relaciones humanas, los vínculos de amor, la fidelidad. Una vida no frívola, no superficial, sino una vida donde se camine serenamente, cultivando la interioridad. Como dijo un escritor, una vida que no crece en largo o en ancho, algo que no está en nuestras manos, sino en profundo, la única dimensión que podemos aumentar y la única que, en el fondo, da sentido y sabor a nuestra existencia. 

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