lunes, 18 de junio de 2018

Reyes, profetas y villanos


Con los dos libros de Samuel entramos en una nueva etapa de la historia de Israel: la monarquía. Esta historia se relata en los libros de Samuel 1 y 2, Reyes 1 y 2 y en las Crónicas.

El periodo de los jueces, en que las tribus eran libres y «todo el mundo hacía lo que le parecía bien» (Jueces 21, 25) terminó con una espiral de violencia imparable, tal como relata el libro de los Jueces en sus capítulos 19, 20 y 21. Son episodios muy sangrientos y terribles, en los que unas tribus luchan con otras hasta llegar casi al exterminio de una de ellas. Al final, la división interna y la presión de los reinos externos provocan que el pueblo pida un rey que los una y pelee contra sus enemigos. Samuel, el último juez, unge a un rey. Primero a Saúl, un rey carismático y popular, excelente guerrero y hombre temperamental, amado por el pueblo, pero cuya vida y gobierno terminan en desgracia. Tras alguna victoria sonadas y ampliar el territorio de Israel, muere en una batalla contra los filisteos y a su muerte el reino se sume en el caos.

El siguiente rey ungido es David. Su historia merece sobradamente toda la literatura y filmografía que se le ha dedicado. Es un carácter extraordinario y tremendamente humano. Pastor, poeta, guerrero, bandolero y estratega, finalmente se convierte en rey. Primero gobierna en el sur, situando su capital en Hebrón. Al final, las tribus del norte, que se habían agrupado en torno al hijo de Saúl, terminan sometiéndose también a él. David tiene tres grandes aciertos, como gobernante: el primero es unificar a todas las tribus ―unidad política―; el segundo es instaurar una capital que represente a todo el reino ―Jerusalén―;  el tercer logro es religioso, trasladando a Jerusalén el arca de la alianza ―unidad religiosa―. David planeará construir un gran templo a Dios; él no lo hará, pero será la gran obra de su hijo, Salomón.

Además, con David la monarquía adquiere ya la estructura propia de un reino: se crea un ejército profesional, una burocracia y una jerarquía. Israel expande su territorio y se consolida. Los otros pueblos cananeos, salvo los filisteos, que mantienen sus ciudades en la costa, se rinden a su poder.

Con Salomón, la monarquía israelita llega a su auge. Expande más su territorio, establece alianzas con Egipto, Fenicia y otros reinos vecinos, envía flotas comerciales a otros países, consolida la administración interna y la riqueza que afluye a sus arcas le permite iniciar grandes obras arquitectónicas, como el templo. Es un periodo de esplendor, pero en el que también comienzan a hacerse evidentes los males de la monarquía que denunció Samuel: el pueblo se ve agobiado con impuestos y trabajos forzados, aumenta la desigualdad entre ricos y pobres, la burocracia da lugar a situaciones de corrupción y soborno. Desde el punto de vista religioso, reina la tolerancia y un gran sincretismo, pues Salomón, para congraciarse con sus esposas y reinos aliados, construye templos y fomenta el culto a todo tipo de dioses extranjeros.

Aunque la tradición contempla el reinado de Salomón como un periodo dorado, de gran esplendor, y la figura de Salomón se ve enaltecida como paradigma de hombre sabio y prudente, la realidad no fue tan brillante, y los relatos bíblicos dejan traslucir esta ambigüedad. Parecía que la monarquía iba a terminar con los problemas de Israel, pero no es así. Al final, generará otros igual o más graves que los de la anárquica libertad del tiempo de los jueces. Los profetas serán quienes se encarguen de denunciar los abusos de los reyes y la élite de nobles y ricos que se ha generado a su sombra. Con el paso del tiempo, Israel como reino sucumbirá.

A la muerte de Salomón, el reino se divide en dos: Israel al norte y Judá al sur. Ambos reinos coexistirán, en ocasiones serán aliados y en otras serán enemigos. Sus historias se irán desarrollando en paralelo hasta que ambos caigan bajo la presión de los imperios orientales que se expanden por todo el Creciente Fértil.

En el 722 a.C. caerá el reino del norte, Israel, y será absorbido por el imperio asirio, bajo el rey Sargón. En el 586 a.C. el reino del sur, Judá, será destruido por el imperio babilónico bajo Nabucodonosor. Sus élites serán deportadas y tan sólo los pobres y los campesinos quedarán en la tierra que un día fue Tierra Prometida, y que ahora se convertirá en una provincia imperial, sometida al vasallaje de los reyes caldeos.

Trasfondo histórico


Las fuentes históricas de estos relatos posiblemente fueron crónicas reales, que en toda corte antigua se escribían y se conservaban. En la Biblia se alude a algunos de estos libros, donde se recogían listados de reyes con los hechos más relevantes de sus reinados.  Estos libros no se han conservado. La Biblia también toma tradiciones orales, algún cantar épico y relatos populares sobre ciertos personajes como los profetas Elías y Eliseo.

Tenemos fuentes históricas de otros reinos, como Egipto, Asiria y Babilonia, que mencionan a reyes judíos e israelitas y permiten comprobar la veracidad de algunos hechos y personajes. Así mismo, algunos hallazgos arqueológicos ―estelas conmemorativas― confirman los datos bíblicos. El obelisco de Salmanasar III, por ejemplo, nos muestra al rey Jehú, del reino de Israel, postrándose ante el emperador asirio. Las excavaciones en Israel también muestran que durante el periodo de Salomón se construyeron ciudades amuralladas, palacios, talleres y almacenes, lo que revela una expansión económica del reino.

Reyes muy humanos


Uno de los aspectos que llama la atención en los relatos bíblicos de Samuel y Reyes es la humanidad de los reyes. No son idealizados, como sucedía en las crónicas históricas de la antigüedad. Se retratan tanto sus logros como sus defectos. La profesora Christine Hayes habla de la «tenaz honestidad» de la historia de David. Los autores bíblicos relatan sus hazañas y vicisitudes en la llamada «historia de la corte», una auténtica novela histórica, en la que no tapan ninguno de los pecados y defectos de su protagonista. Si en su juventud lo vimos como un héroe victorioso, en su madurez lo vemos adúltero, tramposo, incapaz de controlar a sus hijos y, al final, viejecito y débil, sumido en un mar de intrigas familiares y políticas que no puede dominar. Los reyes son humanos, al fin y al cabo, y la monarquía que empezó con tan buenos auspicios tampoco será la panacea.

Es un aviso a los lectores de la Biblia. En la antigüedad, los reyes eran considerados semidioses, o claramente divinos, como en Egipto. La Biblia desmitifica la figura real: Dios puede favorecer o elegir a un hombre par que gobierne, pero el auténtico rey, el que rige los destinos del pueblo, es, finalmente, Dios.

Sin embargo, en el caso de David y su estirpe, vemos que surge una especie de «teología real», donde el rey es considerado hijo de Dios y agraciado por su favor.  Veámoslo más detenidamente.

Dos alianzas, Sinaí y Sión


Los biblistas explican que la historia de Samuel y Reyes sigue en general la línea filosófica y teológica del Deuteronomio. El autor o autores de esta escuela deuteronomista tienen un claro fundamento: la alianza de Dios con el pueblo en el Sinaí, sellada con Moisés. Esta alianza no es incondicional: Dios favorecerá y protegerá al pueblo, dándole la tierra, mientras este sea fiel. Si cae en la idolatría y adora a otros dioses, retirará su favor y lo entregará a manos de las potencias extranjeras. La tensión que ya vimos en el libro de los Jueces se repite con la monarquía. Los reyes, pese al templo y pese a la unidad política, no han logrado consolidar la fe en el Dios único de la alianza. La filosofía deuteronomista también explica la catástrofe final, cuando Israel y Judá caigan bajo sus enemigos. La ruina es una consecuencia directa de los pecados de idolatría, tanto de los reyes como del pueblo. La infidelidad ocasiona que Dios deje de proteger a Israel y el castigo será el exilio. Un castigo que será vivido como otro gran éxodo por el desierto. En ese tiempo, el pueblo tendrá tiempo para recapacitar y volver al Señor.

Pero, paralela a esta teología de la historia, se desarrolla otra, que también se refleja en los relatos bíblicos. Es la llamada alianza de Sión, o alianza con la Casa de David. El biblista Jon Levenson desarrolla un estudio a fondo sobre esta doble alianza en su libro Sinaí y Sión. Así como la alianza del Sinaí es entre Dios y el pueblo, y está condicionada por la fidelidad de la gente hacia Dios, la alianza de Sión es entre Dios y un hombre, David. Dios promete su favor al rey y a toda su estirpe, y lo hace de manera incondicional y para siempre: será una alianza eterna. Esta filosofía fue defendida por una escuela de sacerdotes y profetas: con ella alentaron la idea de que, pasara lo que pasara, Dios no abandonaría jamás a la Casa de David. Su semilla perduraría para siempre.

«Así dice el Señor de los ejércitos: te saqué de los pastos, de entre los rebaños, para que fueras príncipe sobre mi pueblo, Israel, y he estado junto a ti siempre que has derribado a tus enemigos, y te he dado un nombre grande, entre los grandes de la tierra. Designaré un lugar para mi pueblo, Israel, y lo plantaré allí… y te daré la paz con todos tus enemigos. El Señor hará de ti un linaje. Cuando tus días se cumplan y vayas a reposar con tus antepasados, alzaré a un descendiente tuyo, nacido de tu sangre, y estableceré su reinado. Construirá una casa para mi nombre y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré su padre, y él será mi hijo. Cuando cometa maldades, lo castigaré con el látigo de los hombres, pero no apartaré mi amor de él, como hice con  Saúl, para elegirte a ti. Tu casa y tu reino perdurarán ante mí, tu trono durará para siempre.» (2 Samuel, 7, 8-17)

Ambas teologías, la de Sinaí y la de Sión, convivieron y mantuvieron un tenso pulso. Con el tiempo, se fueron fusionando. La colina de Sión, donde se construyó el templo, se convirtió en el segundo Sinaí, donde se renueva la alianza, se conserva la Ley y habita la presencia de Dios. La Casa de David se convierte en guardiana de la Torá, y el mismo rey debe observar sus preceptos. Si los infringe, será castigado.

Corrección, castigo y disciplina. Esta es la dinámica que proponen tanto la teología de la alianza como la teología de la monarquía. Dios siempre es el primero en ofrecer su favor. El pacto se firma con él. En la teología de la alianza, su interlocutor es el pueblo, y la respuesta que se espera de él es la fidelidad y un culto marcado por el amor sincero. En la teología de la monarquía, el interlocutor de Dios es el rey, que debe responder por el pueblo respetando el pacto de fidelidad. Pero en este caso, Dios, pese a los pecados del soberano, siempre mantendrá su favor. Lo puede castigar, pero no le retirará el favor para siempre.

Cuando Israel vivió sus épocas más sombrías, en el exilio de Babilonia, estas dos teologías le ayudaron a sobrevivir y a no desaparecer. Ante la catástrofe, lo más lógico era pensar que Yahvé, su Dios, no era todopoderoso, pues los había abandonado y, por tanto, más valía adorar a los dioses babilonios, vencedores. Muchos lo hicieron, posiblemente. Otra conclusión era que Dios quizás era todopoderoso, pero los había entregado a manos de los enemigos, por tanto ¿cómo esperar bondad alguna de él? La filosofía deuteronomista ofreció una salida: Dios era bueno y todopoderoso, sin lugar a dudas. Pero el pueblo no había respetado la alianza. El desastre es una consecuencia de la irresponsabilidad y el pecado del pueblo y de sus reyes. El exilio y la derrota son el castigo de Dios, pero un castigo pedagógico. La crisis permitirá al pueblo reflexionar y volver a Dios.

Esta mentalidad fue la que permitió que el pueblo sobreviviera e incluso resurgiera de sus cenizas cuando fue desposeído de su tierra, de su templo y de su rey. Tan sólo quedaron las familias… y en las familias floreció una fe renovada, como veremos.

Los profetas ofrecieron otras respuestas, algunas en la línea de la escuela deuteronomista, otras diferentes. En tiempos de crisis, los profetas serían la voz de alerta y a la vez el canto de esperanza que daría un sentido a los acontecimientos de la historia.

Para los lectores de hoy


¿Qué enseñanza podemos extraer los lectores de hoy de estos relatos? Ante todo, una desmitificación, como ya hemos visto, de cualquier figura humana, por muy heroica y atractiva que sea. Ni los reyes ni los héroes son dioses. Pecan, fallan y se equivocan como cualquiera de nosotros.

En segundo lugar, también vemos una crítica realista de los regímenes políticos. La confederación tribal, una especie de república libertaria, donde todos hacían lo que querían, no funcionó. Pero la monarquía autoritaria, con un poder centralizado y una organizada administración, tampoco. La libertad de las tribus cayó en la anarquía más sangrienta. La monarquía se hundió en la corrupción y las intrigas políticas. No podemos idolatrar ninguna ideología o régimen político. Al final, todos son humanos y todos pueden fallar.

Esta visión crítica nos lleva a pensar que debe haber una instancia superior que controle el poder humano. Tanto el poder de los patriarcas tribales como el poder de los soberanos. Debe haber una Ley, unos valores, que rijan la vida de las sociedades humanas, y todos, desde el último criado hasta el rey, deben someterse a ella. Porque esa ley, finalmente, permitirá la justicia y la libertad. No es una ley tirana que esclavice, sino una ley liberadora que garantice la armonía y la convivencia. Como leemos en el Deuteronomio: «Porque este mandamiento que yo te prescribo no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo como para decir: ¿quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá, para que lo oigamos y lo pongamos en práctica? Ni está al otro lado del mar… La palabra está bien cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30, 11-14).

Aún podemos ir más allá en nuestra lectura y aplicarla a nuestra historia personal. Todos tenemos etapas de “anarquía” y “monarquía” en nuestra vida. Épocas de alegre libertad y desorden, épocas de planes, trabajo duro y consolidación de proyectos, ya sean una empresa, nuestra familia, una carrera o profesión. Y todos podemos caer en la tentación de idolatrarnos a nosotros mismos y a nuestra obra, nuestros méritos y éxitos. La Biblia es un recordatorio que nos invita a no dormirnos en los laureles, ni a creernos semidioses que carecen de límites. Nuestra libertad tiene un límite. No todo vale, ni a cualquier precio. Todos podemos convertirnos en tiranos en potencia, abusar de los demás o ignorar sus problemas, centrándonos exclusivamente en nuestros intereses y beneficios. El ser humano tiene una tendencia a la apoteosis, es decir, a endiosarse. Cuidado, porque podemos caer estrepitosamente de nuestro pedestal.

De todos modos, el lector de hoy puede rebelarse ante la lógica deuteronomista. No nos gusta esa dinámica de la obediencia-premio, desobediencia-castigo. Nos parece propio de una religiosidad infantil y fundamentalista. Quizás deberíamos hacer un poco de esfuerzo para comprender esta mentalidad en su contexto original y ver cómo podríamos trasladarla a nuestra realidad actual.

Pensemos que las historias de los reyes bíblicos, tal como las leemos hoy, fueron recopiladas en tiempos de crisis y exilio. Era necesario dar un sentido a la historia, un significado que pudiera iluminar el presente. La fe de Israel descansaba en un Dios compañero de camino y liberador, el Dios que había sacado al pueblo de Egipto y lo había conducido a la Tierra Prometida. La esclavitud y el exilio dieron al traste con todo.  Quizás para un contemporáneo una opción sería dejar de creer en Dios. Para los antiguos israelitas no cabía esta opción. Tampoco cabía la opción de un Dios malvado o contradictorio. De modo que la “culpa” se desplazó al mismo pueblo. Esto, lejos de incapacitar al pueblo, le da un poder extraordinario: lo hace responsable de sus actos. La responsabilidad colectiva, tan presente en toda la Biblia, aparece con toda su fuerza. Dios siempre está ahí, ofreciendo su pacto; está en manos del hombre aceptarlo o no. Lo que suceda, finalmente, siempre será consecuencia de su libertad.

Aplicando esto a nuestra vida, es una llamada a ser libres y consecuentes. Todo cuanto hacemos y decidimos va a tener unas consecuencias que debemos aceptar y asumir. La fidelidad a la ley y a Dios se puede traducir en un compromiso con la vida y con unos valores a los que nunca deberíamos renunciar.

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