sábado, 28 de julio de 2018

Profetas de la crisis asiria: Miqueas


Así como Oseas y Amós predicaron en Israel, el reino del norte, Isaías y Miqueas pertenecen al reino del sur. Son dos profetas diferentes, cuyas voces resuenan en medio de la crisis asiria. Las tropas asirias asolan y conquistan el reino del norte. Tras varias incursiones, acaban arrasando la capital, Samaría, deportan a buena parte de sus habitantes y repueblan el país con gentes venidas de Siria y otros lugares. Unos cuantos huyen al sur, donde se refugian en Jerusalén y en otros lugares. Del norte vendrá la escuela deuteronomista, una línea profética que clama por la fidelidad del pueblo a Yahvé y a su alianza.

El reino del sur, Judá, de momento se libra de la destrucción, pero no de las amenazas y las guerras. Los reyes de Judá buscan la alianza y la complicidad de Egipto y Siria para hacer frente al poderoso imperio asirio, y se enzarzan en complicados juegos de poder. Pero las tropas asirias acaban rodeando Jerusalén y su rey tiene que doblar la rodilla y aceptar pagar un tributo de vasallaje al invasor, si quiere evitar la ruina.

En estos tiempos convulsos predican Isaías y Miqueas. Ambos predicen la destrucción de Jerusalén y la caída del reino, ambos avisan contra la idolatría, el culto falso y la injusticia, pero difieren en un aspecto crucial. Mientras que Isaías defiende y afirma el pacto especial de Dios con la casa de David, y la promesa de mantener viva su estirpe, Miqueas no da concesión alguna a la dinastía real. Todos sucumbirán y no habrá atenuantes. La infidelidad del pueblo será castigada. Isaías representa la teología real, vinculada a la monarquía davídica, mientras que Miqueas es la voz del pueblo llano, desvinculado de los reyes y clama por recuperar la fe de los orígenes.



El clamor del pueblo


Según los estudiosos, Miqueas se hace eco de la teología del éxodo, arraigada en la población rural y sencilla. Dios ama a su pueblo, pero la infidelidad de este es tan flagrante, que no hay manera de librarse del castigo. Jerusalén caerá. Miqueas arremete contra el culto hipócrita y fingido, y contra las falsas seguridades de una religión que genera un sentimiento de inmunidad.

Empieza sus oráculos con una acusación en forma de pleito legal y amenaza de castigo (1, 2-7):

«Que Yahvé sea testigo entre vosotros, el Señor desde su santo templo. Porque saldrá de su morada y caminará por el globo de la tierra, las montañas se fundirán a su paso como la cera ante el fuego […] ¿Cuál es la infidelidad de Jacob? ¿Cuál es el pecado de Judá? Haré de Samaría una ruina, de Jerusalén, una viña […] destruiré todos sus ídolos…»

Continúa acusando a los malos gobernantes y los ricos que oprimen a los pobres (Miqueas 2 y 3, 1-4):
«¿No os toca a vosotros conocer el derecho, enemigos del bien y amigos del mal, que devoráis la carne de mi pueblo? Le arrancáis la piel y le partís los huesos, los desmenuzáis como carne de olla… Si claman a Yahvé, él no responderá; por sus malas acciones ¡les ocultará el rostro!»

También acusa a los falsos profetas que viven adulando y devolviendo favores Miqueas 3, 5-6):
«Así habla Yahvé contra los profetas que descarrían a su pueblo, que le arrancan la piel a tiras… los que, cuando alguien les mete un bocado entre los dientes, claman: ¡Paz!, pero si no les dan de comer, declaran la guerra santa. Por eso vendrá la noche para vosotros, una noche oscura en tinieblas, donde no veréis nada. El sol se pondrá sobre los profetas, el día se volverá negra noche…»

Esperanza en el resto fiel


Pero estas negras predicciones se ven compensadas por un mensaje de restauración y esperanza. Miqueas es uno de los primeros profetas que habla de un resto fiel del pueblo que se salvará (Miqueas 4):
«Sí, te reuniré, Jacob, entero, ¡reuniré al resto de Israel! Los agruparé como ovejas en el corral… Aquel día recogeré a las cojas y a las descarriadas, que yo había maltratado. De las cojas haré un resto, y de las distantes, una nación poderosa. Entonces Yahvé reinará sobre ellos en la montaña de Sión, desde ahora y para siempre».

Ciertas palabras de Miqueas nos resuenan, porque las leemos en el evangelio de Mateo (2, 6) cuando los magos de Oriente llegan a Jerusalén para adorar al hijo de Dios (Miqueas 5, 1):
«Y tú, Belén, casa de Efrat, el más pequeño de los clanes de Judá, de ti saldrá el que habrá de reinar sobre Israel…»
Este nuevo Israel, renovado y purificado, fiel de nuevo a su Dios, será «como el rocío que viene de Yahvé, las gotas de lluvia sobre la hierba, que no confía en los hombres ni espera nada de los mortales». Este pueblo que no confía en nadie más que en Dios se levantará y «será entre las naciones como el león entre las bestias del bosque: cada vez que pasa, pisa, clava la zarpa y nadie se salva». De oprimido a temible y poderoso. El pequeño resto se convierte en fiera temible. El nacionalismo judío se alimenta de profecías como esta… Muchos siglos después, ¡las palabras de Miqueas parecen haberse hecho realidad!



Pero ¿cuál es la clave para que el pueblo sobreviva y sea restaurado? La fidelidad a Yahvé, como en los días el éxodo. Así lo expresa el profeta (Miqueas 7, 14-20):
«Haz pastorear a tu pueblo, a tu rebaño propio que vive desamparado en el yermo, en medio del Carmelo. Que se apaciente en Basán y Galaad, como en los días de antaño, como en los días en que salieron de Egipto, en medio de prodigios. Que lo vean los paganos y queden confundidos, por la pequeñez de su poder […] Que muerdan el polvo como la serpiente, que sus corazones tiemblen ante Yavhé, nuestro Dios […] ¿Quién como tú, que quitas la culpa y perdonas magnánimo la infidelidad, que no te obstinas en tu ira para siempre, porque te complace ser benévolo? ¡Compadécete de nosotros, pisa nuestras culpas, arroja al fondo del mar todos nuestros pecados! Demostrad fidelidad a Yahvé, piedad a Abraham, como habéis jurado a vuestros padres desde los días de antaño!»

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