El ciclo de la Torá se ha culminado, pero la historia queda
abierta: el pueblo aún no ha entrado en la Tierra Prometida. Se inicia ahora
una colección de libros que la Biblia Hebrea llama Profetas (Nevi’im), y que el
canon cristiano denomina históricos. Siguiendo el canon hebreo o Tanakh, los Profetas se dividen en:
· Primeros profetas: Josué, Jueces, Samuel I y II,
Reyes I y II.
· Profetas tardíos: Isaías, Ezequiel, Jeremías y
el Libro de los Doce (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum,
Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías).
En los libros de los primeros profetas se relata la historia
de Israel: la ocupación de la Tierra Prometida, la consolidación de las doce
tribus, el establecimiento de la monarquía y la historia del reino, su
división, sus conflictos y su conquista por parte de asirios y babilonios,
hasta la deportación a Babilonia y el exilio. Estos libros toman la forma de
una narrativa histórica que bebe de fuentes más antiguas, desde la tradición
oral hasta las crónicas de los archivos reales.
Esta historia no siempre se ajusta a lo que la arqueología y
los estudios posteriores nos revelan. De nuevo nos encontramos con que la
noción de historia de la Biblia no significa
un informe riguroso y exacto de los hechos, sino un relato que persigue
encontrar un sentido a lo sucedido. Yehezkel Kaufmann habla de una historiosofía o filosofía de la
historia. El autor deuteronómico no quiere tanto contar lo que ocurre sino por
qué ocurre, y qué sentido tiene para el oyente o lector del relato. Para ello
se vale de un patrón literario que se repite en los diferentes libros y que
sirve de marco a los hechos narrados. Los académicos han identificado a un
autor o grupo editor, la escuela deuteronómica, cuya visión se transluce en los
libros que siguen al Deuteronomio: Josué, Jueces, Samuel y Reyes.
¿Quién escribe?
Los compiladores de la escuela deuteronómica escriben desde
el exilio en Babilonia, y esto es importante para explicar su posición y su
ideología. Como ya comentamos en el capítulo anterior, el mensaje que se quiere
transmitir es, por un lado, dar una explicación a la desgracia sufrida por
Israel y, por otro, llamar a la esperanza. El pueblo debe mantenerse unido,
debe conservar su identidad y si es fiel a Dios podrá retornar a su patria. El
origen de todos los males ha sido el alejamiento de Dios; si el pueblo se
arrepiente y vuelve sinceramente de corazón a la fe en Yahvé, éste lo protegerá
y le devolverá la posesión de la tierra. Hay una clara llamada a la fidelidad a
Dios y a su ley: «Que este libro de la Ley no se aparte de tus labios. Medítalo
día y noche, para poder cumplir todo cuanto está escrito, así tendrás éxito en
todas tus empresas, todo te irá bien» (Jos 1, 8).
Varios rasgos distinguen a la escuela deuteronómica y nos
dan pistas sobre sus intereses y tal vez sobre su origen:
· Jerusalén
es el lugar designado por Dios para que su
nombre lo habite.
· El rey
es importante: garantiza la ley y mantiene unido al pueblo. Los autores
deuteronómicos son los únicos que prevén una legislación bajo un monarca.
· Se resaltan figuras campeonas de Yahvé, como los
profetas Elías y Eliseo, férreos defensores de la pureza de culto y la oposición a cualquier sincretismo.
· Hay una preferencia por el reino del sur, Judá, y su dinastía, la casa de David.
· Los cananeos
son vistos con tintas muy negras.
¿Qué cuentan?
En el libro de Josué se relata la conquista y el reparto de
la Tierra Prometida entre las doce tribus. El relato se divide en dos partes:
la primera es una serie de campañas victoriosas, donde Josué se va encumbrando
como líder (Jos 1-12). La segunda parte explica el reparto de la tierra entre
las doce tribus (Jos 13-22). El final contiene la despedida de Josué y la renovación de la alianza con Dios en Siquem (Jos 23-24).
Josué es presentado como un segundo Moisés, que conduce a su
pueblo de victoria en victoria y va tomando una tras otra las ciudades
cananeas. En todas las campañas se repite la dinámica: Dios marcha con su
gente, al frente de la tropa, presente en el arca sagrada de la alianza. El
enemigo sucumbe aterrorizado y Josué y los suyos capturan la ciudad, que
someten al exterminio sagrado o herem,
esto es, que todo lo pasan a fuego y espada para entregarlo como ofrenda a
Yahvé. En el libro se repite como un estribillo esta frase: «Sé valiente y
firme, no tengas miedo: Yahvé tu Dios está contigo allí donde vayas» (Jos 1,
9).
Además, en la historia de Josué se dan unos episodios
paralelos a los de la vida de Moisés. En primer lugar, el pueblo cruza el
Jordán. Como en el paso del Mar Rojo, Dios divide las aguas del río mientras
los sacerdotes están allí, en el cauce seco, con el arca. El pueblo armado pasa
al otro lado a pie enjuto. Cuando el arca se retira las aguas vuelven a su
curso (Js 3, 14). Este paso es conmemorado con doce piedras que se levantan en
la orilla, una por tribu, como memorial. Este cruce de las aguas, símbolo del
origen primordial y también de las fuerzas destructoras, es como un bautismo
previo al nacimiento o a la formación de la futura comunidad.
Josué también recibe una visión, similar a la de Moisés ante
la zarza ardiendo. Pero esta vez no es una llamarada, sino la imagen de un
hombre con una espada desenvainada: «Soy el jefe del ejército de Yahvé. Acabo
de llegar» (Js 5, 14), dice el misterioso guerrero. Josué se postra ante él y
se pone a su servicio. El hombre le ordena descalzarse «porque el lugar que
pisas es sagrado». No se explicita qué mensaje le transmite, aunque podemos
imaginarlo.
La primera conquista es la de Jericó, la ciudad de las
palmeras. Dos espías son protegidos y ocultados por la prostituta Rahab. Cuando
Josué emprende su ataque, lo hará de forma muy singular, siguiendo las
instrucciones de Yahvé. Rodea la ciudad con sus tropas, pero delante marchan
los sacerdotes, con el arca sagrada y tocando sus cuernos. Durante seis días dan
una vuelta a la ciudad, y al séptimo día dan siete. Cuando toca el último
cuerno, todos lanzan un grito de guerra y las murallas de Jericó caen
derrumbadas. Entonces la tropa invade la ciudad y la arrasa. Solo Rahab y su
familia se salvan del exterminio.
Entre conquista y conquista, Josué renueva la alianza en el
monte Ebal, ante Siquem. Allí escribe una copia de la ley sagrada ante los israelitas, se
lee ante el pueblo y se lanzan las bendiciones para quien la cumpla y las
maldiciones para quien la transgreda (Jos 8, 32-35). Al final del libro esta alianza será renovada.
Un episodio célebre del libro de Josué es la detención del
sol durante la batalla de Gabaón. Josué y su tropa están combatiendo a una
coalición de cinco reyes cananeos. Dios ha enviado un fuerte granizo que ha
matado ya a muchos y los israelitas emprenden su persecución para
exterminarlos. Es entonces cuando Josué clama al cielo: «Detente, sol, en
Gabaón; detente, luna, en el valle de Ayalón». Y el sol se detiene hasta que
terminan con sus enemigos. «Como aquel día no ha habido ninguno jamás, ni antes
ni después; Yahvé obedeció la voz de un hombre, Yahvé mismo combatía por
Israel» (Jos 10, 14).
La idea del libro es clara: Dios entrega la tierra a Israel.
Es él quien aterroriza al enemigo, quien combate por los suyos y los lleva a la
victoria. «No temas, porque los pongo en tus manos» (Jos 10, 8). «No tengáis
miedo, sed fuertes y valientes, porque es así como Yahvé actuará con todos
vuestros enemigos, con quienes luchéis» (Jos 10, 25). Sin su ayuda, no hubieran
podido conquistar la tierra. Y la conquista es aplastante y completa. Por
tanto, Israel no debe dormirse en los laureles del triunfo. Ha de recordar que
todo se lo debe a Dios y debe guardar su ley fielmente, «sin apartarse a
derecha ni a izquierda» si quiere conservar lo que ha obtenido.
Ahora bien, ¿qué sucedió en realidad? Veamos la otra cara de
la historia.
Canaán, tierra disputada
La arqueología no concuerda con el relato bíblico. No se han
encontrado restos de ciudades destruidas hacia el s. XII a.C., cuando se supone
que Josué emprendió sus campañas. Jericó ni siquiera existía como ciudad, había
sido destruida anteriormente y si quedaba algo sería una aldea de cuatro casas.
Por otra parte, la misma Biblia se contradice. Hay ciudades
que, según el libro de Josué, fueron conquistadas pero luego, en el libro de
los Jueces, se afirma que seguían siendo cananeas. Dice el libro de Josué que Yahvé dio a Israel «todo el país que le había prometido dar a sus padres» (Jos 21, 43), pero más tarde veremos que no es así. Josué, al parecer, murió
habiendo dejado mucho territorio por conquistar… ¿Qué ocurre aquí?
Historiadores, arqueólogos y biblistas han intentado trazar
un panorama de Canaán en el s. XII para comprender mejor cuál era el contexto
histórico de los israelitas y cómo debió producirse su ocupación de la tierra.
Esto y la perspectiva de los autores deuteronómicos, desde el exilio, nos
permitirá comprender mejor el sentido del relato.
Canaán es una estrecha franja de tierra, por la que reyes e
imperios han combatido durante milenios… ¡y siguen combatiendo hoy! ¿Qué tiene
este territorio? No es especialmente rico ni espacioso, pero es un lugar de
paso estratégico. A caballo entre Asia, Europa y África, por allí pasaban, en
la antigüedad, las rutas comerciales entre Mesopotamia, Egipto y Asia Menor.
Por tanto, quien controlaba estos pasos, podía enriquecerse fácilmente.
Egipcios, hititas, asirios y babilonios echaron sus zarpas sobre la tierra
cananea, aliándose o guerreando con los reyezuelos locales.
En Canaán se pueden distinguir tres grandes zonas: la
llanura costera en occidente, las montañas centrales y el valle del Jordán,
entre el mar de Genesaret y el Mar Muerto. El monte Hermón, al norte, es el
punto más alto, con casi 3000 m de altura. El Mar Muerto, al sur, es el lugar
más bajo del planeta, con 400 m bajo el nivel del mar. Valles fértiles, montes
abruptos, colinas, riberas frondosas y desiertos áridos conforman una geografía
accidentada que no favorece precisamente la unidad. De ahí que la Tierra
Prometida fuera habitada por un mosaico de tribus a menudo rivales y
enfrentadas.
Variedad geográfica, diversidad étnica: en Canaán convivían
agricultores sedentarios, mercaderes de las ciudades, pastores seminómadas de
los montes, cananeos y muchos otros ―jebuseos, amorreos, fereceos, heveos,
hititas, filisteos…―. La convivencia no era fácil y los enfrentamientos entre
unos y otros eran frecuentes.
En medio de esta mezcolanza, ¿cómo surge Israel? Porque hay
algo claro, como lo refleja la estela del faraón Merenptah rememorando su
campaña cananea en el 1204 a.C.: entre todos esos pueblos los israelitas son un grupo ya diferenciado, con entidad propia. Tal vez un grupo pequeño, insignificante,
posiblemente molesto y rebelde, pero ¡ahí está!
El nacimiento de Israel
La profesora Christine
Hayes señala tres hipótesis que los académicos proponen para explicar el
surgimiento de Israel como pueblo distinto del resto.
· La migración.
Israel nace del progresivo asentamiento de pastores nómadas que bajan de los
montes a los valles, ocupando diversos asentamientos. Esto se produce en una
época de convulsiones en el Mediterráneo oriental. El imperio hitita se
derrumba, Egipto ha perdido la hegemonía de los tiempos de Ramsés II y la XVIII
dinastía, los enigmáticos “pueblos del mar” se ponen en movimiento y asolan
diversos reinos y ciudades. Es en ese contexto cuando los hebreos se movilizan.
Sin embargo, los restos arqueológicos sugieren que la ocupación fue
relativamente pacífica y que posiblemente se integraron con la población
sedentaria cananea.
· La revolución.
Según algunos estudiosos, Israel surge de una revolución social en el seno de
la población cananea. Un grupo rebelde y marginal, los llamados habiru en diversas fuentes escritas de
la antigüedad, se desmarca de sus paisanos para abrazar una fe distinta en
Yahvé, el dios liberador. Entre este grupo se encontrarían los descendientes de
un grupo de esclavos fugados de Egipto.
· La agregación
de pueblos. Es la teoría mejor respaldada por la arqueología. Propone que
gradualmente surge un grupo, entre los cananeos, formado por componentes
diversos que rinden culto a Yahvé, un dios venido de las regiones del sur. Este
grupo diferenciado está formado por labradores sedentarios, esclavos fugados de
Egipto, pastores seminómadas, madianitas, kenitas y habiru. Todos ellos abrazan
la fe en Yahvé y adoptan la historia del Éxodo y la liberación como propia,
pero al mismo tiempo comparten la cultura local de su entorno. Así, vemos cómo
muchos de los atributos de Yahvé son propios de los dioses del panteón cananeo,
especialmente El y Baal.
La inquina de los israelitas hacia los cananeos puede ser
interpretada como una auténtica rivalidad entre hermanos, del mismo origen pero
disputando por la tierra y enfrentándose por cuestiones religiosos. El origen
común explica también el afán por diferenciarse, por distinguirse y resaltar
una identidad propia y fuerte. La fe en Yahvé es un lazo de unión interna y a
la vez un sello distintivo, de ahí que los dirigentes del pueblo insistan tanto
en la fidelidad al único Dios y el rechazo de la idolatría y el sincretismo.
El mensaje: con Yahvé venceréis
De todo esto podemos extraer el mensaje que los autores
deuteronomistas propusieron a su gente. Dios es un Dios amante y celoso. Ofrece
apoyo y victoria ante los enemigos, pero pide una lealtad exclusiva y sin
concesiones. La historia lo demuestra: cuando el pueblo ha sido fiel, Yahvé ha
coronado sus empresas con la victoria. Cuando ha sido infiel, ha sobrevenido el
desastre. La promesa de la tierra se cumplirá si Israel es leal a su Dios. El
pueblo es libre de decidir pero debe afrontar las consecuencias. En la alianza
de Siquem, Josué pide a los suyos que se definan y renueven su compromiso:
Por tanto, creed en Yahvé y adoradlo sinceramente y en verdad, echad fuera los dioses que adoraban vuestros padres en Mesopotamia y en Egipto, y dad culto a Yahvé. Y si os parece mal adorar a Yahvé, escoged hoy a quién daréis culto: a los dioses que adoraron vuestros padres en Mesopotamia o a los de los amorreos, en cuyo país vivís. En todo caso, yo y mi familia queremos adorar a Yahvé. […] El pueblo contestó: No, queremos adorar a Yahvé. […] Así pues, tenéis que desprenderos de los dioses extranjeros que tenéis entre vosotros y entregar vuestro corazón a Yahvé, Dios de Israel. El pueblo dijo: Queremos adorar a Yahvé, nuestro Dios, y obedecerlo. (Js 24, 15. 21. 23-24)
Dios responde, renovando su alianza con el pueblo y
recordándole todo cuanto ha hecho por él:
Vosotros sois testimonios de todo aquello que Yahvé, vuestro Dios, ha obrado con estos pueblos que tenéis delante, de cómo Yahvé, vuestro Dios, ha luchado él mismo contra ellos a favor nuestro. […] Vosotros, tal como Yahvé, vuestro Dios, os prometió, poseeréis su tierra (Js 23, 3. 5).
Desde la perspectiva del exilio, este relato es una llamada
a los israelitas no desfallecer, a mantenerse unidos, a conservar la identidad
propia y a esperar que, un día, regresarán a la tierra prometida.
Para un lector de hoy, el libro de Josué no deja de tener
sentido si le quitamos buena parte del rigorismo religioso, la simbología ritual y la violencia implícita. Sé firme y valiente, confía y el éxito coronará tu empresa es una
buena máxima, válida para toda persona y en todo tiempo. La fidelidad, a Dios y
a los propios principios y valores, es otro buen criterio para afrontar la
vida. Fidelidad y coraje podrían resumir, en dos palabras, el mensaje que el
libro de Josué nos puede ofrecer a los lectores de hoy.
Sobre los muros de Jericó y el exterminio sagrado
Dos apuntes sobre la espectacular toma de Jericó y este
concepto tan incómodo: el herem o
exterminio sagrado.
La toma de Jericó, como hemos visto, se parece a cualquier
cosa menos a un asalto en toda regla. Las siete vueltas a la ciudad, desfilando
con el arca sagrada y al toque de trompeta, ¿no recuerdan más bien la imagen de
una procesión religiosa?
Posiblemente el relato está dando una forma literaria y
épica a una fiesta ritual, como queriendo explicar su origen. Encontramos
elementos sagrados ―el arca, que contiene la ley de Dios y su presencia―,
rituales ―las trompetas, los sacerdotes― y gestos del pueblo ―caminar dando
vueltas tras el arca, el grito unánime―. Podemos concluir que este episodio es
una forma dramática de explicar un culto a Dios. El mensaje que nos lanza
concuerda con el de todo el libro: no son las armas ni vuestro esfuerzo quienes
os salvarán, sino la mano todopoderosa de Yahvé. Por tanto, la mejor arma es
serle fiel, y él os entregará todo lo que deseéis.
En cuanto al exterminio sagrado, hay que señalar que no era
exclusivo de Israel, ni mucho menos. En otros pueblos del Oriente Medio se
practicaba como parte de las leyes de la guerra. Era una forma de aplacar a los
dioses mediante ofrendas materiales del botín de guerra. La ofrenda es quemada y
destruida para que los dioses la posean.
Los israelitas repudiaban ciertas formas violentas de
castigo y sacrificio, entre ellas los sacrificios humanos habituales en otras
culturas, como la cananea. En Israel esta costumbre toma un sentido religioso y
de obediencia a Dios. Todo cuanto se ha conquistado se ofrece a Dios, a quien
se atribuye exclusivamente la victoria, siguiendo la línea de los autores
bíblicos.
En la práctica, como señalaría el sentido común, el botín se
debía aprovechar y repartir bien, los cautivos serían vendidos o reducidos a la
servidumbre y una parte, quizás el oro y las joyas, se destinaría a los
sacerdotes y al culto.
Las escenas de destrucción y matanza son exageradas y
simbólicas, igual que la toma de Jericó. Pasar las ciudades por el exterminio
sagrado significa dedicarlas, consagrarlas a Dios. Sin concesiones a otros
dioses ni a la ambición personal de los líderes. Porque la victoria la da Dios, el botín también es suyo.
" los israelitas repudiaban ciertas formas violentas de castigo y sacrificios..." Eso no es correcto. Ellos hacían lo mismo. La biblia está escrita del final hacia el comienzo y no al revés. Ellos sacrificaban a sus hijos tanto como los mismos cananeos porque ellos mismos eran esos cananeos. Por el resto muy de acuerdo con el escrito. Muy interesante.
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