Sacerdote, profeta, juez: en Samuel se unen tres facetas que
lo convierten en el segundo gran personaje del Antiguo Testamento después de
Moisés, y en una figura de transición entre la era tribal y la monarquía
israelita.
Los dos libros de Samuel relatan la fase turbulenta en que
las tribus se debaten entre dos tendencias opuestas: la tribal y la monárquica.
La situación política es de crisis profunda: amenazados y oprimidos por los
filisteos y otros reinos vecinos, los israelitas corren peligro de extinción.
Hasta el momento, el factor aglutinante ha sido cultural y religioso. La
creencia en Yahvé los une y el pacto entre tribus se renueva anualmente con los
cultos celebrados en los santuarios de Siquem. Cuando esta ciudad es destruida,
se desplaza el culto a Shiló.
Más que un estado o una nación, Israel es una comunidad,
unida por una misma fe. Pero esta fe también se ve amenazada por la corrupción de
sus sacerdotes. El sacerdote Elí es justo, pero no sus hijos. Los hijos de
Samuel tampoco serán íntegros como su padre y se dejarán comprar a cambio de
favores y dinero. Al declive político se suma la degeneración religiosa.
Un acontecimiento precipita la crisis: la caída de Shiló. El
libro de Samuel nos relata que los filisteos y los israelitas están en guerra.
Estos deciden llevar el Arca de la Alianza a la batalla para que la presencia
de Dios los ayude a vencer a sus enemigos. Pero sufren una contundente derrota
y los filisteos se llevan el arca, como trofeo de guerra, a sus ciudades.
Los restos arqueológicos muestran que, en efecto, Shiló fue
destruida, posiblemente a manos de los filisteos. En la Biblia tampoco se
vuelve a mencionar la ciudad hasta mucho más tarde, cuando Jeremías recuerde «lo
acaecido en Shiló». De modo que nos encontramos con un pueblo derrotado, acosado
por sus enemigos, con su santuario central destruido y despojado del arca
sagrada que contiene la presencia de Dios. Samuel, sacerdote sucesor de Elí, es
el líder que los aglutina en estos tiempos revueltos.
El primer profeta
La infancia de Samuel está rodeada de señales. Es hijo de
una mujer estéril, fruto de sus oraciones insistentes a Dios. La madre, Ana, lo
consagra apenas nacer. Su cántico de alabanza recuerda mucho el Magníficat de
María en el evangelio de Lucas, posiblemente es la adaptación de un antiguo
poema de exaltación de los pobres de
Yahvé: Dios favorece a los pequeños, a los humildes y a los desposeídos de
la tierra, a los desvalidos y a las mujeres infértiles, como ella.
Cuando Ana desteta a su hijo, lo lleva al sacerdote Elí para
que se eduque con él y sirva a Yahvé. El niño crece bajo la sabia tutela de Elí
y ante el mal ejemplo que dan los dos hijos de este, Hofní y Fineas, que son
corruptos. Samuel no se deja pervertir: «el muchacho Samuel, en cambio, crecía y
era bueno, delante de Yahvé y de los hombres» (1 Samuel 2, 26).
La llamada de Samuel es un episodio muy conocido. Una noche,
el joven escucha una voz que lo llama: ¡Samuel, Samuel! Pensando que es el
anciano Elí, acude a su lado hasta tres veces. El viejo sacerdote lo advierte:
esa voz viene de lo alto. La próxima vez, debe responder «Habla, Señor, que tu
siervo escucha». Efectivamente, Dios habla al muchacho y le avisa: castigará a
la casa de Elí por su corrupción. A instancias de Elí, Samuel revela la visión
a su maestro. Desde entonces, dice el relato, «Yahvé lo favorecía y no dejó
caer en tierra ninguna de sus palabras. Todo Israel, desde Dan hasta Beersheva,
supo que Samuel era reconocido como profeta de Yahvé. Yahvé continuó
mostrándose en Shiló, porque se revelaba a Samuel» (1 Samuel 3, 19-21).
El último juez
Samuel inaugura la tradición profética en Israel, pero
además ejerce como juez. Tras la caída de Shiló y la pérdida del arca, se
suceden unos años agitados. El arca es tan poderosa que atrae toda clase de
maldiciones y plagas sobre las ciudades filisteas donde se conserva, así que
los filisteos la van llevando de un lugar a otro hasta que, por fin, deciden
devolverla a los israelitas. Pero las ciudades de Israel tampoco se libran de
las calamidades. Por fin, Samuel convoca al pueblo en Masfá y lo exhorta a
dejar la idolatría y el culto pagano a los baales y astartés. De esta manera,
Dios favorecerá a su pueblo. Viendo a los israelitas reunidos, los filisteos
deciden aprovechar para atacarlos. Aquí Samuel toma el mando como juez y anima
al pueblo a luchar, ofreciendo sacrificios a Yahvé. Yahvé hace caer una gran
tronada sobre la tropa filistea y los israelitas infligen a su enemigo una gran
derrota. Dice el autor bíblico que «los filisteos no volvieron a entrar en
territorio de Israel. Durante toda la vida de Samuel, la mano de Yahvé estuvo
contra los filisteos» (1 Samuel 7, 12-13).
El sacerdote
Samuel ejercía como juez y sacerdote en varios santuarios.
Durante el año se iba desplazando por Betel, Gálgala y Masfá, «y juzgaba a
Israel en todos aquellos lugares. Su punto de retorno era Ramá, donde tenía su
hogar, y allí también juzgaba a Israel» (1 Samuel, 15-17).
La función sacerdotal de Samuel se ve reflejada no solo en
el culto a Yahvé, sino en el gesto de ungir a los futuros reyes del pueblo. El
acto de ungir con óleo sagrado era tradicional en los reinos en el antiguo
Oriente Medio. El ungido era el elegido por Dios, favorecido por él para
ejercer su misión como gobernante del pueblo.
Como la Biblia relata, no faltaban en tiempos de Samuel los
sacerdotes corruptos, que se dejaban comprar por dinero y se acostaban con las
mujeres que acudían a rezar y a hacer ofrendas. Con su mal ejemplo,
escandalizaban a las gentes y las alejaban de Dios. El autor bíblico denuncia
estas malas prácticas en boca de un personaje anónimo que increpa a Elí y le
vaticina un trágico final para sus hijos: «tus hijos Hofní y Fineas morirán en
un solo día. Pero promoveré un sacerdote fiel, que actuará de acuerdo con mi
voluntad y mi deseo» (1 Samuel 2, 24-25).
Samuel es la imagen ideal de un sacerdote íntegro: fiel a su
misión, incondicional de Yahvé, honesto ante los hombres, es bendecido por el
favor divino y su palabra profética es sabia y nunca falla.
Monarquía vs. Teocracia
En la historia de Samuel y los primeros reyes, Saúl y David,
convergen dos tradiciones distintas que los autores bíblicos han yuxtapuesto,
reflejando así la controversia. Si antes la tensión del pueblo era religiosa,
entre el naturalismo cananeo y el yahvismo nómada, ahora la tensión es
política: entre la teocracia y la monarquía.
En el libro de los Jueces ya vimos dos intentos de
monarquía. Gedeón, tras su victoria contra los madianitas, es propuesto como
rey, pero su respuesta es contundente: «solo Yahvé es el rey de Israel». En
cambio, su hijo Abimelec fuerza una monarquía en Siquem, que acaba en desastre.
Por tanto, ya vemos que el paso de la confederación tribal a la monarquía tiene
dos precedentes poco favorables.
Ahora nos encontramos con dos versiones del nombramiento de
Saúl como rey. La primera versión de su nombramiento como rey es la llamada fuente de Saúl, y relata que Samuel lo
unge en un acto privado, casi en secreto.
Samuel tomó la jarra de aceite y lo vertió sobre Saúl.
Después lo besó y le dijo: ¿No es cierto que el Señor te ha ungido como
soberano de tu pueblo? […] El Espíritu del Señor se apoderará también de ti y
harás como aquellos profetas. Desde ese momento te convertirás en otro hombre.
[…] Ya puedes hacer lo que convenga, porque Dios estará contigo. (1 Samuel 10,
1-8)
Según esta versión, posiblemente cercana a la tribu de
Benjamín, a la que pertenecía Saúl, el rey es visto como la esperanza de su
pueblo, un nuevo salvador al estilo de Moisés, enviado por Dios para liberar a
Israel de sus enemigos. Saúl es un joven de la tribu de Benjamín, un campesino
robusto, dotado de un físico espléndido y un carácter brioso, y tocado por el
espíritu divino: de tanto en tanto entra en éxtasis y se pone a profetizar.
Cuando los amonitas atacan a Israel y piden ayuda, él monta en cólera y reúne a
las tribus para combatirlos. Obtiene una victoria aplastante y entonces el
pueblo le ofrece la corona. Saúl lo tiene todo para convertirse en un líder
popular: es carismático, apuesto, valiente, cercano al pueblo y amado por las
gentes.
En cambio la segunda versión, llamada fuente de Samuel, recoge las reticencias de ciertos sectores de las
tribus ante la figura de un rey. Aquí, Samuel aparece reacio a la monarquía y
el autor bíblico pone en boca de Yahvé esta respuesta: «No es a ti a quien
rechazan, sino a mí» (1 Samuel 8, 7). Samuel accede a regañadientes, convoca a
los hombres y, en una especie de sorteo, elige y nombra a Saúl como rey. Ahora
bien, avisa de los riesgos que conlleva un régimen monárquico con palabras muy
certeras (1 Samuel 8, 11-18):
Así os gobernará el rey: tomará a vuestros hijos para que lleven sus carros de guerra y escolten su carroza. Los nombrará oficiales de cien o de cincuenta hombres. Les hará labrar sus propios campos y segar sus propios sembrados, y les obligará a fabricar sus armas y los arreos de sus carros de combate. Os quitará a las hijas para hacerlas perfumistas, cocineras y panaderas. Se apropiará de los mejores campos, de las mejores viñas y los mejores olivares para darlos a sus cortesanos. Exigirá el diezmo de vuestras cosechas y de vuestras viñas para pagar a sus funcionarios y cortesanos. Requisará a vuestros criados y criadas, a vuestros mejores mozos y a vuestros asnos y los ocupará en trabajos públicos. Se quedará con el diezmo de vuestros ganados y vosotros mismos seréis sus esclavos. El día que esto ocurra, os quejaréis del rey que habéis elegido, pero el Señor no os escuchará.
Esta segunda fuente se enmarca dentro de la tradición
deuteronomista, crítica con la monarquía. Además, la revisión final del texto
se da en la época del exilio, cuando Israel ya ha caído ante Babilonia y se
conoce el trágico fin del reino. Como señalan algunos biblistas, la sombra del
futuro se alarga hacia el pasado, presagiando que la monarquía, aunque nace con
signos prometedores, no será definitiva en la historia de Israel.
La historia de los reyes de Israel, reflejada en los libros
de Samuel y Reyes, no será un compendio de hazañas y panegíricos, como sucedía
con las crónicas de otros monarcas de la antigüedad. La Biblia no se recata en
mostrar los aspectos más humanos, los defectos y debilidades de sus líderes. No
son dioses ni semidioses, como los faraones o los reyes babilónicos. Son
hombres, mortales y falibles, cuyo poder es temporal y efímero. El verdadero
monarca, nos viene a decir la Biblia, sigue siendo Dios.
Epopeyas y héroes
Desde un punto de vista literario los relatos de los libros
de Samuel y Reyes son fascinantes. Podríamos decir que son novelas históricas
de la antigüedad. Recogen fragmentos de la épica oral, crónicas de la monarquía
ya establecida, leyendas populares y tradiciones del profetismo. Sus autores
anónimos lo refunden todo dando lugar a una narrativa llena de color y
humanidad. Sus personajes son complejos y ambivalentes. Tanto en Saúl como en
David encontramos rasgos nobles y heroicos, aspectos que nos los hacen
simpáticos y atractivos, pero también descubrimos sus sombras y sus pasiones
más oscuras: celos, mentira, traición, crimen. También Samuel, que es un
compendio de varias corrientes, resulta un personaje muy rico. Su concepción y
nacimiento ya están marcados por Dios. Su llamada es la de un profeta: Dios
mismo le habla y le revela su vocación. Su vida es azarosa y a menudo se
debatirá entre lo que él considera justo y lo que las circunstancias le obligan
a hacer. En ocasiones, su lealtad y el sentido del deber chocarán con sus
sentimientos… Samuel, como Moisés, será fiel a su misión hasta la muerte, y
recibirá el reconocimiento de su pueblo.
Esta humanidad de los personajes bíblicos distingue la épica
yahvista: los héroes son ensalzados… pero no se disfrazan sus defectos. Incluso
parece que se quiere hacer especial hincapié en sus flaquezas humanas. El héroe
final de esta épica, como lo indica el nombre, es Yahvé. Esta es la
particularidad del pueblo hebreo y de su gran libro. Por su historia desfilan
muchos personajes, pero el protagonista último es Dios.
En una época similar surge también la épica griega. Una vez
caída la civilización micénica, en la llamada Edad Oscura, los bardos
ambulantes recorren pueblos y ciudades recitando poemas que hablan de un pasado
heroico y brillante. Los héroes de la épica griega ―sobre todo si nos centramos
en la Ilíada y la Odisea― también son humanos, complejos y ambivalentes. En
este sentido, se puede establecer una semejanza entre ambas épicas, la yahvista
y la helénica. El factor humano es central y posee un peso y una calidad
insuperables. Pero la cosmovisión que subyace en ambas diverge.
En el mundo griego, los dioses juegan a capricho con las
vidas de los hombres. El destino final del ser humano es trágico: los dioses lo
dictan, la muerte es el fin y no hay en ella nada de glorioso ni esperanzador.
La única salvación posible es perdurar en la memoria gracias a las proezas
realizadas. Ahí está la grandeza humana, aunque su voluntad no sea más que
oleaje estrellándose contra el acantilado inexorable de la muerte.
En el mundo semita, también la muerte pone fin a la
singladura humana. En la mayor parte del Antiguo Testamento no se menciona ni
se espera una vida más allá. Es en la vida terrena donde el hombre cifra su esperanza.
Siempre que lo desee, puede cambiar de actitud, convertirse y modificar su destino. No es el juguete de ningún
dios. Es curioso que el Dios todopoderoso de los hebreos sea justamente el que
menos poder ejerce sobre su criatura. Al hacer al hombre libre renuncia a su
poder sobre él y continuamente tiene que ir corrigiendo sus planes. De modo que
lo que nos encontramos en la Biblia es una visión del hombre como ser libre,
autónomo y responsable de sus actos. No es víctima del destino ni está a merced
de los hados. En lenguaje moderno, podríamos decir que Dios lo empodera ―empowers― y le da una capacidad de
decisión comparable a la suya misma. El ser humano, según la Biblia, fluctúa entre
la humildad de saberse barro animado y la grandeza de saberse libre, semejante
a Dios. La cosecha que recoja no será regalo de la fortuna ni maldición de una
deidad irritada, sino la consecuencia justa de sus actos.
Los modernos ídolos
La controversia antimonárquica del libro de Samuel nos puede
hacer reflexionar, hoy, sobre nuestras idolatrías humanas. El hombre es amigo
del pedestal y, desde siempre, a lo largo de la historia, ha tendido a
idolatrar a reyes, caudillos, liberadores o profetas. A todos nos vienen a la
mente personajes contemporáneos que se han convertido en verdaderos ídolos de
multitudes, tan venerados en vida como tras su muerte. Ya no solo líderes
nacionales, dictadores o guerrilleros, sino cantantes, futbolistas, actores,
artistas o literatos. Algunos son personajes ejemplares, otros controvertidos.
Casi todos ellos poseen valores notables, por más que discutibles; algunos han
dado la vida por una causa; otros, lamentablemente, han dejado tras de sí una
cosecha de sangre. Hay quienes son amados por todos, otros son tan admirados
por unos como odiados por otros.
Felicidades Montse. Como siempre muy interesante el apunte sobre los distintos pasajes de la Biblia. En todos ellos se ve que Dios actúa mediante personas determinadas, en este caso de Samuel. Y también que la plenitud de vida sólo se alcanza cumpliendo las normas o los modos de conducta establecidos por Dios y reconociéndolo como único Ser digno de alabanza. Los hombres son únicamente seres contingentes y sus grandezas, efímeras.
ResponderEliminarBendiciones amada hermana, le animo a que continúe escribiendo estos mensajes y estudios para crecer en Cristo Jesus
ResponderEliminarexelente
ResponderEliminarGracias por la informacion, la necesitaba urgente :)
ResponderEliminarSegún el Primer Libro de Samuel, el profeta pertenecía a la Tribu de Leví.4 5
ResponderEliminarSu padre Alcana y su madre Ana la cual era estéril, y Dios le dio un hijo a Ana (Samuel) y quien dedicó al servicio de Dios en el templo de Silo al cuidado del sacerdote Elí.6
Fue él quien ungió al primer rey de los israelitas, Saúl, quien gobernó el Reino de Israel durante el período de la monarquía unida, de igual manera Samuel ungió a David como rey de Israel por orden de Dios.7
En la tradición judía tiene un gran peso, al punto que el Talmud llega a decir que este profeta valía tanto como Moisés y Aarón. Según dicha tradición, luego de la muerte de Moisés y Josué, sucedió una confusión en cuanto a ciertas leyes, en especial concerniendo a la prohibición del matrimonio entre amonitas, moabitas e israelitas. Este problema lo resolvió el profeta Samuel, ya que tenía la autoridad suficiente, con la siguiente oración: amonita varón mas no amonita mujer, moabita varón mas no moabita mujer. Es decir, que, dado que el versículo bíblico que prohíbe la mezcolanza entre moabitas, amonitas e israelitas sólo menciona a los varones, excluye a las mujeres amonitas y moabitas de la prohibición, permitiéndoles contraer matrimonio con los judíos.[cita re
MUY BIEN MONTSE
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