Mis apuntes sobre una biblioteca fascinante que relata la epopeya de un pueblo en busca de sentido.
sábado, 30 de junio de 2018
lunes, 18 de junio de 2018
Reyes, profetas y villanos
Con los dos libros de Samuel entramos en una nueva etapa de
la historia de Israel: la monarquía. Esta historia se relata en los libros de
Samuel 1 y 2, Reyes 1 y 2 y en las Crónicas.
El periodo de los jueces,
en que las tribus eran libres y «todo el mundo hacía lo que le parecía bien»
(Jueces 21, 25) terminó con una espiral de violencia imparable, tal como relata
el libro de los Jueces en sus capítulos 19, 20 y 21. Son episodios muy
sangrientos y terribles, en los que unas tribus luchan con otras hasta llegar
casi al exterminio de una de ellas. Al final, la división interna y la presión
de los reinos externos provocan que el pueblo pida un rey que los una y pelee
contra sus enemigos. Samuel, el último juez, unge a un rey. Primero a Saúl, un rey carismático
y popular, excelente guerrero y hombre temperamental, amado por el pueblo, pero
cuya vida y gobierno terminan en desgracia. Tras alguna victoria sonadas y
ampliar el territorio de Israel, muere en una batalla contra los filisteos y a
su muerte el reino se sume en el caos.
El siguiente rey ungido es David. Su
historia merece sobradamente toda la literatura y filmografía que se le ha
dedicado. Es un carácter extraordinario y tremendamente humano. Pastor, poeta,
guerrero, bandolero y estratega, finalmente se convierte en rey. Primero
gobierna en el sur, situando su capital en Hebrón. Al final, las tribus del
norte, que se habían agrupado en torno al hijo de Saúl, terminan sometiéndose
también a él. David tiene tres grandes aciertos, como gobernante: el primero es
unificar a todas las tribus ―unidad política―; el segundo es instaurar una
capital que represente a todo el reino ―Jerusalén―; el tercer logro es religioso, trasladando a
Jerusalén el arca de la alianza ―unidad religiosa―. David planeará construir un
gran templo a Dios; él no lo hará, pero será la gran obra de su hijo, Salomón.
Además, con David la monarquía adquiere ya la estructura
propia de un reino: se crea un ejército profesional, una burocracia y una
jerarquía. Israel expande su territorio y se consolida. Los otros pueblos
cananeos, salvo los filisteos, que mantienen sus ciudades en la costa, se
rinden a su poder.
Con Salomón, la monarquía
israelita llega a su auge. Expande más su territorio, establece alianzas con
Egipto, Fenicia y otros reinos vecinos, envía flotas comerciales a otros
países, consolida la administración interna y la riqueza que afluye a sus arcas
le permite iniciar grandes obras arquitectónicas, como el templo. Es un periodo
de esplendor, pero en el que también comienzan a hacerse evidentes los males de
la monarquía que denunció Samuel: el pueblo se ve agobiado con impuestos y
trabajos forzados, aumenta la desigualdad entre ricos y pobres, la burocracia
da lugar a situaciones de corrupción y soborno. Desde el punto de vista
religioso, reina la tolerancia y un gran sincretismo, pues Salomón, para
congraciarse con sus esposas y reinos aliados, construye templos y fomenta el
culto a todo tipo de dioses extranjeros.
Aunque la tradición contempla el reinado de Salomón como un
periodo dorado, de gran esplendor, y la figura de Salomón se ve enaltecida como
paradigma de hombre sabio y prudente, la realidad no fue tan brillante, y los
relatos bíblicos dejan traslucir esta ambigüedad. Parecía que la monarquía iba
a terminar con los problemas de Israel, pero no es así. Al final, generará
otros igual o más graves que los de la anárquica libertad del tiempo de los
jueces. Los profetas serán quienes se encarguen de denunciar los abusos de los
reyes y la élite de nobles y ricos que se ha generado a su sombra. Con el paso
del tiempo, Israel como reino sucumbirá.
A la muerte de Salomón, el reino se divide en dos: Israel al
norte y Judá al sur. Ambos reinos coexistirán, en ocasiones serán aliados y en
otras serán enemigos. Sus historias se irán desarrollando en paralelo hasta que
ambos caigan bajo la presión de los imperios orientales que se expanden por
todo el Creciente Fértil.
En el 722 a.C. caerá el reino del norte, Israel, y será
absorbido por el imperio asirio,
bajo el rey Sargón.
En el 586 a.C. el reino del sur, Judá, será destruido por el imperio
babilónico bajo Nabucodonosor.
Sus élites serán deportadas y tan sólo los pobres y los campesinos quedarán en
la tierra que un día fue Tierra Prometida, y que ahora se convertirá en una
provincia imperial, sometida al vasallaje de los reyes caldeos.
Trasfondo histórico
Las fuentes históricas de estos relatos posiblemente fueron
crónicas reales, que en toda corte antigua se escribían y se conservaban. En la
Biblia se alude a algunos de estos libros, donde se recogían listados de reyes
con los hechos más relevantes de sus reinados.
Estos libros no se han conservado. La Biblia también toma tradiciones
orales, algún cantar épico y relatos populares sobre ciertos personajes como
los profetas Elías y Eliseo.
Tenemos fuentes históricas de otros reinos, como Egipto,
Asiria y Babilonia, que mencionan a reyes judíos e israelitas y permiten
comprobar la veracidad de algunos hechos y personajes. Así mismo, algunos
hallazgos arqueológicos ―estelas conmemorativas― confirman los datos bíblicos.
El obelisco de Salmanasar
III, por ejemplo, nos muestra al rey Jehú, del reino de Israel, postrándose
ante el emperador asirio. Las excavaciones en Israel también muestran que durante
el periodo de Salomón se construyeron ciudades amuralladas, palacios, talleres
y almacenes, lo que revela una expansión económica del reino.
Reyes muy humanos
Uno de los aspectos que llama la atención en los relatos
bíblicos de Samuel y Reyes es la humanidad de los reyes. No son idealizados,
como sucedía en las crónicas históricas de la antigüedad. Se retratan tanto sus
logros como sus defectos. La profesora Christine
Hayes habla de la «tenaz honestidad» de la historia de David. Los autores
bíblicos relatan sus hazañas y vicisitudes en la llamada «historia de la corte», una
auténtica novela histórica, en la que no tapan ninguno de los pecados y
defectos de su protagonista. Si en su juventud lo vimos como un héroe
victorioso, en su madurez lo vemos adúltero, tramposo, incapaz de controlar a
sus hijos y, al final, viejecito y débil, sumido en un mar de intrigas
familiares y políticas que no puede dominar. Los reyes son humanos, al fin y al
cabo, y la monarquía que empezó con tan buenos auspicios tampoco será la
panacea.
Es un aviso a los lectores de la Biblia. En la antigüedad,
los reyes eran considerados semidioses, o claramente divinos, como en Egipto.
La Biblia desmitifica la figura real: Dios puede favorecer o elegir a un hombre
par que gobierne, pero el auténtico rey, el que rige los destinos del pueblo,
es, finalmente, Dios.
Sin embargo, en el caso de David y su estirpe, vemos que
surge una especie de «teología real», donde el rey es considerado hijo de Dios
y agraciado por su favor. Veámoslo más
detenidamente.
Dos alianzas, Sinaí y Sión
Los biblistas explican que la historia de Samuel y Reyes
sigue en general la línea filosófica y teológica del Deuteronomio. El autor o
autores de esta escuela deuteronomista tienen un claro fundamento: la alianza
de Dios con el pueblo en el Sinaí, sellada con Moisés. Esta alianza no es
incondicional: Dios favorecerá y protegerá al pueblo, dándole la tierra,
mientras este sea fiel. Si cae en la idolatría y adora a otros dioses, retirará
su favor y lo entregará a manos de las potencias extranjeras. La tensión que ya
vimos en el libro de los Jueces se repite con la monarquía. Los reyes, pese al
templo y pese a la unidad política, no han logrado consolidar la fe en el Dios
único de la alianza. La filosofía deuteronomista también explica la catástrofe
final, cuando Israel y Judá caigan bajo sus enemigos. La ruina es una
consecuencia directa de los pecados de idolatría, tanto de los reyes como del
pueblo. La infidelidad ocasiona que Dios deje de proteger a Israel y el castigo
será el exilio. Un castigo que será vivido como otro gran éxodo por el
desierto. En ese tiempo, el pueblo tendrá tiempo para recapacitar y volver al
Señor.
Pero, paralela a esta teología de la historia, se desarrolla
otra, que también se refleja en los relatos bíblicos. Es la llamada alianza de
Sión, o alianza con la Casa de David. El biblista Jon Levenson desarrolla un
estudio a fondo sobre esta doble alianza en su libro Sinaí
y Sión. Así como la alianza del Sinaí es entre Dios y el pueblo, y está
condicionada por la fidelidad de la gente hacia Dios, la alianza de Sión es
entre Dios y un hombre, David. Dios promete su favor al rey y a toda su
estirpe, y lo hace de manera incondicional y para siempre: será una alianza eterna.
Esta filosofía fue defendida por una escuela de sacerdotes y profetas: con ella
alentaron la idea de que, pasara lo que pasara, Dios no abandonaría jamás a la
Casa de David. Su semilla perduraría para siempre.
«Así dice el Señor de los ejércitos: te saqué de los pastos, de entre los rebaños, para que fueras príncipe sobre mi pueblo, Israel, y he estado junto a ti siempre que has derribado a tus enemigos, y te he dado un nombre grande, entre los grandes de la tierra. Designaré un lugar para mi pueblo, Israel, y lo plantaré allí… y te daré la paz con todos tus enemigos. El Señor hará de ti un linaje. Cuando tus días se cumplan y vayas a reposar con tus antepasados, alzaré a un descendiente tuyo, nacido de tu sangre, y estableceré su reinado. Construirá una casa para mi nombre y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré su padre, y él será mi hijo. Cuando cometa maldades, lo castigaré con el látigo de los hombres, pero no apartaré mi amor de él, como hice con Saúl, para elegirte a ti. Tu casa y tu reino perdurarán ante mí, tu trono durará para siempre.» (2 Samuel, 7, 8-17)
Ambas teologías, la de Sinaí y la de Sión, convivieron y
mantuvieron un tenso pulso. Con el tiempo, se fueron fusionando. La colina de
Sión, donde se construyó el templo, se convirtió en el segundo Sinaí, donde se
renueva la alianza, se conserva la Ley y habita la presencia de Dios. La Casa de
David se convierte en guardiana de la Torá, y el mismo rey debe observar sus
preceptos. Si los infringe, será castigado.
Corrección, castigo y disciplina. Esta es la dinámica que
proponen tanto la teología de la alianza como la teología de la monarquía. Dios
siempre es el primero en ofrecer su favor. El pacto se firma con él. En la
teología de la alianza, su interlocutor es el pueblo, y la respuesta que se
espera de él es la fidelidad y un culto marcado por el amor sincero. En la
teología de la monarquía, el interlocutor de Dios es el rey, que debe responder
por el pueblo respetando el pacto de fidelidad. Pero en este caso, Dios, pese a
los pecados del soberano, siempre mantendrá su favor. Lo puede castigar, pero
no le retirará el favor para siempre.
Cuando Israel vivió sus épocas más sombrías, en el exilio de
Babilonia, estas
dos teologías le ayudaron a sobrevivir y a no desaparecer. Ante la catástrofe,
lo más lógico era pensar que Yahvé, su Dios, no era todopoderoso, pues los
había abandonado y, por tanto, más valía adorar a los dioses babilonios,
vencedores. Muchos lo hicieron, posiblemente. Otra conclusión era que Dios
quizás era todopoderoso, pero los había entregado a manos de los enemigos, por
tanto ¿cómo esperar bondad alguna de él? La filosofía deuteronomista ofreció
una salida: Dios era bueno y todopoderoso, sin lugar a dudas. Pero el pueblo no
había respetado la alianza. El desastre es una consecuencia de la
irresponsabilidad y el pecado del pueblo y de sus reyes. El exilio y la derrota
son el castigo de Dios, pero un castigo pedagógico. La crisis permitirá al
pueblo reflexionar y volver a Dios.
Esta mentalidad fue la que permitió que el pueblo
sobreviviera e incluso resurgiera de sus cenizas cuando fue desposeído de su
tierra, de su templo y de su rey. Tan sólo quedaron las familias… y en las
familias floreció una fe renovada, como veremos.
Los profetas ofrecieron otras respuestas, algunas en la
línea de la escuela deuteronomista, otras diferentes. En tiempos de crisis, los
profetas serían la voz de alerta y a la vez el canto de esperanza que daría un
sentido a los acontecimientos de la historia.
Para los lectores de hoy
¿Qué enseñanza podemos extraer los lectores de hoy de estos
relatos? Ante todo, una desmitificación, como ya hemos visto, de cualquier
figura humana, por muy heroica y atractiva que sea. Ni los reyes ni los héroes
son dioses. Pecan, fallan y se equivocan como cualquiera de nosotros.
En segundo lugar, también vemos una crítica realista de los
regímenes políticos. La confederación tribal, una especie de república
libertaria, donde todos hacían lo que querían, no funcionó. Pero la monarquía
autoritaria, con un poder centralizado y una organizada administración,
tampoco. La libertad de las tribus cayó en la anarquía más sangrienta. La
monarquía se hundió en la corrupción y las intrigas políticas. No podemos
idolatrar ninguna ideología o régimen político. Al final, todos son humanos y
todos pueden fallar.
Esta visión crítica nos lleva a pensar que debe haber una
instancia superior que controle el poder humano. Tanto el poder de los
patriarcas tribales como el poder de los soberanos. Debe haber una Ley, unos
valores, que rijan la vida de las sociedades humanas, y todos, desde el último criado
hasta el rey, deben someterse a ella. Porque esa ley, finalmente, permitirá la
justicia y la libertad. No es una ley tirana que esclavice, sino una ley
liberadora que garantice la armonía y la convivencia. Como leemos en el
Deuteronomio: «Porque este mandamiento que yo te prescribo no es superior a tus
fuerzas, ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo como para decir:
¿quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá, para que lo oigamos y lo
pongamos en práctica? Ni está al otro lado del mar… La palabra está bien cerca
de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,
11-14).
Aún podemos ir más allá en nuestra lectura y aplicarla a
nuestra historia personal. Todos tenemos etapas de “anarquía” y “monarquía” en
nuestra vida. Épocas de alegre libertad y desorden, épocas de planes, trabajo
duro y consolidación de proyectos, ya sean una empresa, nuestra familia, una
carrera o profesión. Y todos podemos caer en la tentación de idolatrarnos a
nosotros mismos y a nuestra obra, nuestros méritos y éxitos. La Biblia es un
recordatorio que nos invita a no dormirnos en los laureles, ni a creernos
semidioses que carecen de límites. Nuestra libertad tiene un límite. No todo
vale, ni a cualquier precio. Todos podemos convertirnos en tiranos en potencia,
abusar de los demás o ignorar sus problemas, centrándonos exclusivamente en
nuestros intereses y beneficios. El ser humano tiene una tendencia a la apoteosis, es decir, a endiosarse.
Cuidado, porque podemos caer estrepitosamente de nuestro pedestal.
De todos modos, el lector de hoy puede rebelarse ante la
lógica deuteronomista. No nos gusta esa dinámica de la obediencia-premio,
desobediencia-castigo. Nos parece propio de una religiosidad infantil y
fundamentalista. Quizás deberíamos hacer un poco de esfuerzo para comprender
esta mentalidad en su contexto original y ver cómo podríamos trasladarla a
nuestra realidad actual.
Pensemos que las historias de los reyes bíblicos, tal como
las leemos hoy, fueron recopiladas en tiempos de crisis y exilio. Era necesario
dar un sentido a la historia, un significado que pudiera iluminar el presente.
La fe de Israel descansaba en un Dios compañero de camino y liberador, el Dios
que había sacado al pueblo de Egipto y lo había conducido a la Tierra
Prometida. La esclavitud y el exilio dieron al traste con todo. Quizás para un contemporáneo una opción sería
dejar de creer en Dios. Para los antiguos israelitas no cabía esta opción.
Tampoco cabía la opción de un Dios malvado o contradictorio. De modo que la
“culpa” se desplazó al mismo pueblo. Esto, lejos de incapacitar al pueblo, le
da un poder extraordinario: lo hace responsable de sus actos. La
responsabilidad colectiva, tan presente en toda la Biblia, aparece con toda su
fuerza. Dios siempre está ahí, ofreciendo su pacto; está en manos del hombre
aceptarlo o no. Lo que suceda, finalmente, siempre será consecuencia de su
libertad.
Aplicando esto a nuestra vida, es una llamada a ser libres y
consecuentes. Todo cuanto hacemos y decidimos va a tener unas consecuencias que
debemos aceptar y asumir. La fidelidad a la ley y a Dios se puede traducir en
un compromiso con la vida y con unos valores a los que nunca deberíamos
renunciar.
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