Cartas de san Pablo, las cartas apostólicas, el Apocalipsis. Todos estos escritos se atribuyen a autores concretos. Pero ya sabemos que en la antigüedad los textos circulaban de mano en mano, se retocaban y completaban. Los escritos de una escuela o comunidad podían atribuirse a su fundador o máximo representante, sin que necesariamente estuvieran escritos de puño y letra por él.
Sin embargo, a diferencia del Antiguo Testamento, en el
Nuevo tenemos más certeza acerca del entorno de sus autores. Tenemos nombres de
personas reales, documentadas históricamente, y contamos con una antiquísima
tradición que se remonta al siglo II, con los primeros padres de la Iglesia y
el llamado Canon
de Muratori, la lista más antigua conocida de los libros canónicos de la
Iglesia cristiana.
¿Cuál es el problema?
El problema que encuentran los biblistas es que, al estudiar
a fondo los textos atribuidos a un autor descubren diferentes estilos,
irregularidades literarias y cambios de tema e incluso de mentalidad. Un autor,
aunque evolucione y trate distintos temas, mantiene un estilo propio y una
línea de pensamiento. Quien lo estudia a fondo detecta en seguida cuándo un
escrito es suyo y cuándo no.
Cuando varios textos atribuidos a un mismo autor presentan discrepancias,
los biblistas tienen que buscar explicaciones. La primera es que puede haber
escritos que fueran dictados por el autor a algún discípulo, y este añadió algo
más, retocó y completó el texto. La segunda, que el escrito haya sido elaborado
y adaptado a lo largo del tiempo por parte de una comunidad o escuela. La
tercera, que un escrito, por ejemplo, una carta, sea el resultado de unir dos o
tres documentos originales en uno único, que se edita para transmitir un
mensaje más general o completo.
Los estudios bíblicos siguen a día de hoy. Vamos a exponer
lo que sabemos de cierto y lo que se discute, pero se afirma con bastante
fundamento.
Por cierto, debéis saber que esta polémica sobre la autoría
no es algo moderno, sino muy antiguo. Cuando Eusebio de Cesarea escribió su
Historia de la Iglesia, en el siglo IV, ya se discutía la autoría de varias
cartas apostólicas, de los evangelios y del Apocalipsis, como veremos.
Las cartas de Pablo
Son catorce. De las cuales ocho se atribuyen a él, sin lugar a dudas:
- 1 y 2 Tesalonicenses
- 1 y 2 Corintios
- Romanos
- Gálatas
- Filipos
- Filemón
Las otras se discuten. La investigación bíblica, hoy, afirma
que, si no fueron escritas por Pablo, al menos siguen el pensamiento y la
teología paulina. De manera que es razonable atribuírselas. Sus autores, en
todo caso, debieron ser discípulos del apóstol o miembros de las comunidades
fundadas por él, dada la sintonía de los temas.
Las cartas de Pablo auténticas se distinguen por su estilo:
Pablo es un hombre apasionado y sincero y escribe en un tono vehemente,
directo, audaz. A veces severo, otras veces tierno. En las epístolas paulinas
los sentimientos salen a flor de piel. Es elocuente, pero no rebuscado.
Insistente y reiterativo, al estilo de los rabinos. Lógico y racional, al
estilo de los griegos. En Pablo se refleja muy bien su educación, judía y
helenista por ser un miembro de la Diáspora.
Las cartas de Pablo responden a situaciones y problemas
concretos de las comunidades; Pablo es muy práctico y aborda la cuestión con
toda su energía, combinando el tacto con el rigor, como vemos en las cartas a
los corintios.
Veamos ahora las cartas de las que no se tiene total certeza
que Pablo fuera su autor. Aunque sobre las dos primeras, Colosenses y Efesios,
cada vez más los biblistas se inclinan a pensar que, efectivamente, son de
Pablo.
Colosenses trata los principales temas de Gálatas,
especialmente la gracia. Es una respuesta a los conflictos que surgen en las
comunidades, debido a la insistencia de algunos judíos en mantener la Ley de
Moisés y sus normas, que Pablo considera innecesarias a la luz de la salvación
de Cristo. La carta, aunque escrita en un estilo diferente del propio paulino,
recoge el núcleo de su doctrina: sólo Cristo salva.
Efesios aborda el mismo tema, pero de una manera más
serena y profunda, y lo amplía. Aunque la epístola se dirige a los cristianos
de Éfeso, en realidad se cree que fue una carta circular que se hizo llegar a
todas las comunidades de Asia Menor: lo que se llama una encíclica.
Timoteo 1 y 2 y Tito son las llamadas cartas
pastorales. Dirigidas a los líderes de una comunidad, les dan consejos sobre
cómo dirigir y mantener la buena convivencia. Responden a una época en la que
ya había una cierta jerarquía y organización en las comunidades. Abordan
diferentes conflictos y riesgos de desviaciones en la doctrina que se dieron ya
en el siglo II. Se cree que su autor fue un discípulo de Pablo, que
recogió escritos originales del apóstol y compuso con ellos estas cartas para difundirlas
a todas las comunidades y a sus dirigentes.
La carta a los Hebreos, más que una epístola, es un
largo discurso o sermón que aborda con profundidad temas muy teológicos. Ya en
los inicios del cristianismo, las iglesias occidentales rechazaron la autoría
de Pablo. Los primeros padres de la Iglesia, sin embargo, reconocen que, aunque
el estilo y el lenguaje son diferentes, toda la carta rezuma el pensamiento
paulino: se contrasta la Ley antigua de Moisés con la nueva alianza de
Jerusalén.
¿Cuándo se escribió? Se cree que antes de la destrucción de
Jerusalén (año 70). ¿De qué trata? La principal preocupación es el peligro de
apostasía entre los creyentes: quizás muchos judíos seguidores de Jesús
añoraban la ley mosaica y sus prácticas. Una religión muy cultual siempre
tranquiliza la conciencia y da seguridad, frente al seguimiento arriesgado de
Jesús. Los dos grandes temas de la carta son el sacerdocio de Cristo y la fe de
Israel, vivida como un largo camino que arranca con los patriarcas, sigue con
la Ley de Moisés, las promesas de David y los profeta y culmina en Cristo, rey
del universo y supremo sacerdote. La vida del fiel es concebida como un éxodo,
camino del cielo, y como una liturgia que aporta la salvación.
Las cartas de Pedro
Leamos qué dice Eusebio de Cesarea sobre las cartas de
Pedro:
«De Pedro se acepta una epístola, designada como su Primera, y
los padres primeros la usaron como indiscutida en sus propios escritos. Pero la
llamada Segunda epístola no la hemos considerado canónica, aunque muchos la han
considerado útil y la han estudiado con las otras Escrituras. Sin embargo, los Hechos y el Evangelio que llevan su nombre, así como la Predicación y el Apocalipsis
llamado suyo, no los conocemos en absoluto entre los escritos católicos
transmitidos, porque ningún escritor eclesiástico de los primeros tiempos ni de
los nuestros ha usado su testimonio» (Historia
de la Iglesia 3, 3).
Es decir, ya en los primeros tiempos se aceptaba sólo como
auténtica de Pedro la primera carta. Sin embargo, la segunda también se ha
incluido en el canon por su interés. Hay que decir que ambas cartas están
encabezadas por un saludo donde el mismo Pedro da su nombre: «Pedro, apóstol de
Jesucristo».
La primera carta de Pedro se dirige a los creyentes
de todo el mundo, tanto de origen judío como gentil. Están sufriendo ataques,
calumnias y vejaciones, y quiere reafirmarlos en su fe, exhortándolos a la
paciencia y a mantenerse firmes. El estilo de la carta sugiere una mano culta que
domina el griego. Los biblistas creen que pudo ser redactada, al dictado de
Pedro, por su secretario Silvano, el mismo Silas que años antes había
acompañado a Pablo en sus viajes. Esta carta también nombra a Marcos, a quien
llama hijo querido. Y, efectivamente, los temas tratados en ella pueden
conectarse con el evangelio de Marcos y con los discursos de Pedro recogidos
por Lucas en los Hechos.
La segunda carta, muy discutida, es diferente a la
primera, en lenguaje y estilo. Aborda el problema de los falsos doctores y del
juicio justo de Dios. Es una llamada a permanecer fieles en medio de un mundo
urbano, pagano y con gran mezcolanza de ideas. En ella hay un capítulo casi
calcado de la carta de Judas. Por eso los biblistas creen que quizás la
escribió un discípulo de Pedro con ayuda de este apóstol, recogiendo
ideas originales del pescador de Galilea.
Las cartas de Judas y Santiago
Epístola de Santiago
La carta de Santiago tardó en incluirse en el canon de las
Escrituras. En algunas iglesias no era conocida, en otras no se aceptaba como
canónica. Eusebio de Cesarea recoge estas discrepancias en su Historia de la
Iglesia. Finalmente, se aceptó en el canon a final del siglo IV.
Su autor por unanimidad es reconocido como Santiago, el
hermano del Señor (Marcos 6, 3; Mateo 13, 55), líder de la primera
comunidad cristiana de Jerusalén. No es el apóstol Santiago el Mayor, hijo de
Zebedeo y hermano de Juan. Tampoco se sabe seguro si es el otro Santiago, hijo
de Alfeo, citado en la lista de los Doce apóstoles.
Pero, ¿podía un galileo escribir en un griego tan elegante y
complejo como el lenguaje en que está escrita la carta? ¿Contó con un
secretario redactor que lo ayudara? Por los temas que aborda y por las
referencias que hacen de esta carta los padres de la Iglesia se piensa que fue
redactada a finales del siglo I o principios del II. ¿Quién la escribió? Un
judío del mundo helenista, que se dirige a cristianos convertidos del judaísmo,
como él mismo. Esta carta, que más bien es una homilía o catequesis, enlaza la
sabiduría del AT y el mensaje de Jesús. Hace hincapié en la convivencia
fraterna recogiendo el pensamiento de Jesús, en esto sigue muy de cerca el
evangelio de Mateo.
Se ha hablado mucho de una supuesta controversia entre
Santiago y Pablo por el tema de la fe y las obras. Lutero quiso excluir esta
carta de su Biblia, pero al final la respetó. Santiago es el que insiste en la
importancia de la fe con las obras: la fe sin obras está muerta (Santiago 2,
14.17.36). Hay que precisar que cuando Pablo rechaza las “obras de la Ley” no
se refiere a la conducta moral, sino a los ritos. Y cuando Santiago habla de
“obras”, tampoco se refiere a los actos de culto, sino a las obras de
misericordia y de caridad, tal como insistió Jesús (ver Mateo 7, 21-27 y Mateo
25, ). Por tanto, la polémica fe y obras, en realidad no es tal. Tanto Santiago
como Pablo subrayan que la salvación viene por Cristo y que, en la convivencia
diaria, lo más importante, incluso por encima de la fe, es la caridad (1
Corintios 13).
Epístola de san Judas
Este Judas es “hermano de Santiago” y “hermano del Señor”,
otro pariente cercano de Jesús. No es el Judas Tadeo apóstol.
La carta quiere clarificar la doctrina y es un aviso contra
los falsos doctores o profetas que quieren descarriar a los fieles de su fe. Por
todo esto se cree que fue escrita a finales del siglo I, cuando las comunidades
sufrían peligro de desviaciones al estar influidas por tantas corrientes filosóficas
y religiosas sincréticas. En toda la epístola se respira el tono y la
preocupación de un padre preocupado por sus hijos.
Las cartas de Juan
Eusebio de Cesarea dice:
«De los escritos de Juan, además del Evangelio se ha aceptado tanto en el pasado como en el presente la
primera de sus epístolas, pero las otras dos se discuten. En cuanto al Apocalipsis, las opiniones están
divididas por un igual» (Historia de la
Iglesia 3, 24).
Bien, pues la discusión sigue a día de hoy. Con los escritos
de Juan hay gran controversia: los biblistas han llegado a la conclusión
siguiente: el evangelio y la primera carta son de un autor, la carta segunda y
tercera son de otro, y un tercero, distinto, es el autor del Apocalipsis. Esto
se hace evidente por los temas, lenguaje y estilo de cada escrito.
La primera carta de Juan es posiblemente del mismo
autor que el cuarto evangelio; ya sea el mismo apóstol o no, se trata de un
miembro de la comunidad joánica, dirigida e inspirada por el apóstol. Es un
escrito crucial del NT, que nos habla del amor de Dios, que se traduce en amor
fraterno: una llamada a descubrir al Padre del cielo, que Jesús nos ha
revelado, y a vivir en comunión con él y con los demás. Toda la epístola podría
resumirse en la afirmación «Dios es amor».
Las cartas segunda y tercera están encabezadas por un
remitente que se llama a sí mismo Juan, el presbítero. Se le ha
identificado con el apóstol Juan y con un líder de la comunidad por él fundada.
La primera epístola está dirigida a una «Señora Elegida», que seguramente designa
a una comunidad del círculo llamado joánico. La segunda se dirige a un hombre
llamado Gayo. En ambas se tratan problemas concretos, haciendo un llamamiento a
permanecer fieles a la verdad y al mandato del amor.
El Apocalipsis
Nos queda hablar de la autoría del Apocalipsis. Aunque se
atribuye al apóstol Juan, ya hemos visto que, desde los primeros siglos, los
padres de la Iglesia vieron claramente que no podía ser el mismo que el autor
del evangelio. Los biblistas también lo tienen claro por muchos motivos: el
estilo, el lenguaje utilizado, las imágenes. Sin embargo, pese a las
diferencias, hay en él muchos puntos de conexión con el cuarto evangelio y las
cartas de Juan. Por tanto, es posible que surja de la pluma de algún miembro de
las comunidades joánicas.
Hay que decir que el Apocalipsis de san Juan no es el único.
La literatura apocalíptica fue muy popular durante un tiempo entre ciertos
ambientes judíos. Circulaban varios Apocalipsis, entre ellos, uno de
Pedro. Las iglesias orientales no consideraban canónico este apocalipsis, ni
siquiera lo consideraban obra de ningún apóstol. Un sacerdote romano del siglo
III, Cayo, incluso lo atribuyó a un famoso hereje, Cerinto. No fue hasta el
siglo V cuando el Apocalipsis de Juan se incluyó en el canon.
El contexto del Apocalipsis es, muy probablemente, la
primera gran persecución de los cristianos, a finales del siglo I, bajo el
emperador Domiciano, aunque algunos prefieren situarlo durante los años 60-70,
durante la persecución de Nerón.
El apocalipsis es obra de alguien que conocía muy bien las
Escrituras judías y la literatura profética y apocalíptica anterior, en
especial de los profetas Isaías, Daniel y Zacarías. Utiliza muchas de sus
imágenes para crear un relato lleno de simbolismo que contiene, al mismo
tiempo, una denuncia, un consuelo, un aviso y una llamada a la perseverancia.
El centro de todo, como en el evangelio de Juan, es Jesús, hijo de Dios,
verdadero Dios y verdadero hombre, centro de todo el universo y la creación, y
esperanza de los creyentes.
Conclusión
Ya hemos visto y repetido que la autoría, en la antigüedad,
no se consideraba como hoy. Muchos escritos que seguían una misma línea de
pensamiento podían atribuirse a un solo autor, un personaje destacado y de
autoridad, aunque fueran obra de sus discípulos o seguidores. Muchas obras
también eran resultado de la fusión y edición de varios escritos, que se
completaban y adaptaban con una finalidad pedagógica y evangelizadora. El
nombre del personaje daba prestigio y credibilidad al texto, pero lo más
importante era el mensaje.
Lo que nos importa, hoy, es el gran empeño que pusieron las
comunidades en conservar y transmitir ese mensaje. Un mensaje que ha llegado
hasta nosotros hoy, como tesoro precioso, y que se nos invita a compartir y
difundir.
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